Cruzar la frontera entre el hambre, el río y el desierto
Alrededor de 110.000 personas son arrestadas cada año intentando entrar ilegalmente a Estados Unidos pero cientos de miles más logran llegar a sus destinos
Canoa con dos personas navegando en el Río bravo en la frontera del norte de México con el sur de Estados Unidos / Pixabay
LatinAmerican Post | Juliana Suárez
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“Yo crucé tres veces hasta que lo logré, y, por momentos, el sueño americano se me convertía en una pesadilla”, comienza Ofelia* a contar.
Alrededor de 110.000 personas son arrestadas cada año intentando entrar ilegalmente a Estados Unidos en los diferentes puntos de la frontera, pero cientos de miles más no son atrapados y logran llegar a sus destinos en lo que se convierte en el comienzo del sueño americano. Por el río, el peligroso río en el que mueren ahogadas cientos de personas; por el desierto, donde también pueden morir de deshidratación y calor; o saltando los muros, forma a la que solo se aventuran unos pocos que cuentan con agilidad.
Read in english: Crossing the border between hunger, the river and the desert
Hace 15 años Ofelia Interino decidió que no quería vivir más en Honduras. Como si la pobreza no fuera suficiente, las pandillas, conocidas en Centro América como Maras, hostigaban las ciudades cobrándole a los dueños de negocios, como ella, como una forma de asegurar su bienestar y el de su familia. Vivir alrededor de esa violencia se convertía cada vez más en un riesgo para criar 4 hijos. El narcotráfico comenzaba a expandirse y miembros de pandillas atraían a personas jóvenes como sus hijos, para entrar al mundo de la droga.
Siendo así, Ofelia no podía esperar el momento para irse a donde su esposo, quien meses atrás había logrado obtener una visa y se había ido de manera legal a Estados Unidos, aunque al acabársele la visa, permanecería de manera ilegal en La Florida. Fueron tres los intentos que hizo hasta que logró llegar a donde su esposo.
Con lágrimas en sus ojos y la voz temblorosa, recuerda que decidió partir definitivamente cuando el cáncer de su madre se estaba agravando: “necesitaba medicinas y en Honduras no había cómo conseguirlas, ni tenía el dinero para buscarlas. Fue la última vez que la vi y poco tiempo después murió”, dijo.
Después de dos intentos en los que fue deportada, hace 13 años contrató un guía —como lo llama ella, aunque es más conocido como coyote— desde Honduras y la llevó con otras personas de su barrio por todo el recorrido: Honduras-Guatemala-México-Estados Unidos.
—Desde Honduras hasta Guatemala todo iba bien, íbamos en buses y en las noches el bus paraba en alguna montaña escondida por el camino para que durmiéramos —dijo—. Para cruzar de Honduras a Guatemala es un paso cualquiera, no hay ni siquiera un peaje entonces no importa, pero para llegar a México yo no sé como hacían, debían tener contactos.
Los buses en los que iban durante esta travesía eran de primera clase, los guías compraban comida y les pasaban agua constantemente.
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El sueño se convierte en pesadilla
Una vez en Ciudad de México, comenzó el verdadero viaje que terminó por convertirse en el tormento de Ofelia, uno que viven cientos de miles de personas. Los buses de primera clase se convirtieron en camiones donde 50 personas iban sentadas en colchonetas. Las comidas y el agua comenzaban a escasear. Los baños pasaron a ser un barril en medio de la montonera de personas, por lo que el olor del camión afectaba cualquier olfato y mucha gente comenzaba a enfermar. Las noches se tornaron en un incómodo silencio que parecía que nunca iba a terminar.
Despojados de sus bienes, de su higiene y de su familia, quienes están en esa situación empiezan a dudar de si llegar al sueño americano valía la pena, o si tal vez se estaban convirtiendo en un rehén más de la misma violencia de la que escapaban.
Ofelia recuerda que en el camino, mientras todos iban en el vagón, tres mujeres jóvenes que cruzaban la frontera solas tuvieron la suerte —eso pensó ella al principio— de que los coyotes las llevaran en los puestos de adelante. “Iban más cómodas, pero después nos dimos cuenta que eso tenía un precio”, dijo Ofelia.
En el día, el silencio total les hacía preguntarse a los incómodos pasajeros qué sería de esas niñas que estaban adelante. Al caer la noche, se comenzaba a oír música y ruido, hasta ellas se oían hablar, gritar y, entrada la noche, “se oía cómo los hombres abusaban de ellas”, cuenta Ofelia, “cuando nos bajamos en la frontera yo no las vi seguir el recorrido, seguro esos señores se las quedaron y quién sabe qué les pasó”.
Cuando todo se ve oscuro
A pesar del tormeto que estaba viviendo, lo verdaderamente difícil era cruzar la frontera. El camión los dejaba a un lado de la frontera y más adelante los esperaría otro transporte. Por lo pronto, debían correr por sus vidas, huyendo no solo de migración, sino también de Los Zetas, un grupo criminal mexicano que existía en ese momento y, además de tráfico de drogas, también estaban en el negocio del tráfico de personas y deambulaban en la frontera para reclutar jóvenes o intimidar civiles.
Al llegar a ese punto, las 50 personas que llevaban días sin poder moverse y habían permanecido en un lugar, como los animales, entre sus propias heces, pudieron finalmente bajarse: todas vomitaban y muchas, incluida Ofelia, tenían alguna infección. A las enfermedades se le sumaba además la debilidad, durante 3 días no habían recibido más que un par de sánduches y poca agua.
Antes de empezar a correr por sus vidas en el desierto de Arizona, los coyotes le ofrecían un trago a cada persona acompañado con un pase de cocaína: el que no lo hiciera, no podía continuar. “Ellos decían que para hacer el camino más fácil porque tocaba correr muy rápido y eso le daba a uno agilidad, porque a las 5 de la mañana ya la policía llegaba y el que se quedaba atrás se quedaba solo, nadie lo iba a esperar”, cuenta ella.
Ofelia Interino nunca ha consumido alcohol, ni mucho menos cocaína, por lo que se negó a hacerlo. Como ella, su compañera de viaje y otro amigo del barrio, que era evangélico, tampoco quisieron. Negarse a ello les costó caro. Los coyotes, al recibir el rechazo, no solo optaron por irse sin ellos, sino que antes les terminaron de quitar sus pertenencias; un poco de agua, comida y medicamentos; los tumbaron al suelo y los patearon hasta casi dejarlos inconscientes.
Entre la oscuridad de la noche y el polvo del desierto que impregnaba el aire gracias al fuerte viento, Ofelia y otras personas que decidieron no consumir lo que los coyotes mandaban, habían quedado abandonados, golpeados y sin saber a dónde ir. Lo único que podían hacer era correr para evitar a Los Zetas. Mientras corrían, sin energía pero sin parar, se encontraban por el camino cuerpos de personas, como ellos, que no habían podido seguir.
Amanece
Cuando pensaron que era el fin, unos ángeles aparecieron. Literalmente, los Ángeles de la Frontera. Unos hombres se acercaron a ellos, vestidos similar a un oficial, pero en vez de deportarlos, les dieron agua y las ayudaron a sanar las heridas.
Los Ángeles de la Frontera son una organización sin ánimo de lucro que lleva más de 30 años dirigiéndose a los pasos más transitados de la frontera para brindar ayuda del tipo de la que recibió el grupo de Ofelia. En ocasiones solo dejan botellas de agua en el camino para que algún migrante la encuentre en un momento de sed.
Para el portal La Información, el fundador de la organización, Enrique Morones, afirmó que cada vez, con Trump, la situación fronteriza es más complicada y eso no ha impedido el paso, pero sí ha empeorado las condiciones en las que pasan. Las personas deben optar por rutas más peligrosas, tratar con coyotes más agresivos y recibir peores tratos por precios más altos. “Ahora está muy triste la situación, Trump ha dado unos mensajes muy feos, muy racistas, especialmente contra los mexicanos, pero el amor ganará en la frontera”
Estos ángeles trataron de convencer al grupo de ir a migración, allá podrían pedir asilo político y entra de manera legal a Estados Unidos, y continuar su sueño americano. Ofelia, como ya había sido deportada, no podía pasar por allí y el grupo decidió seguir su camino por el desierto.
Ya con más energía y menos sed, lograron encontrar a otro grupo que iba corriendo bajo la dirección de dos guías. Ellos los ayudaron e hicieron parte del grupo. Todo parecía más fácil ahora, se dirigieron en unas camionetas hasta una casa. Allí, podrían comunicarse con su familia para que ellos les mandaran el dinero restante para pagarle a esos coyotes y para comprar un pasaje hasta su destino final: Miami.
Al llegar a esa casa, 4 cuartos para 40 personas parecía un lujo a comparación de lo que habían vivido antes. Por fin, después de más de 10 días podrían comer pollo, arroz y algo más que un sánduche. Mientras esperaban a contactar a su familia, pasaban el rato viendo televisión en una sala de la casa.
Tres días pasaron en esa casa, una espera que parecía infinita pues el final de la pesadilla, y el verdadero comienzo de su sueño americano, estaba por llegar. Montaron un bus en el que duraron 9 días. Solo se bajaban al baño y conseguían comida en las estaciones de gasolina. Ese camino, para Ofelia, ya no fue nada tormentoso. Los guías se comportaban como personas amables, después del infierno que habían vivido en el desierto, un bus como hogar era un privilegio.
“Era mejor todo esto que vivir en Honduras”, termina Ofelia.
La braveza del Río Bravo
A diferencia de Ofelia y su tortuoso viaje, Cármen* llegó hace tres meses a Miami. Al igual que toda la familia de su esposo, han pasado por la frontera para instalarse en La Florida en búsqueda de un mejor futuro.
“Yo estaba asustada porque uno oye historias terroríficas, pero a nosotros nos fue muy bien”, cuenta Cármen, que cruzó con su esposo y su hija de tres años. Desde Honduras hasta México viajaba de día en buses o carros, y en las noches los guías los llevaban a dormir en hoteles y comer en los restaurantes de allí. Nunca pasaron hambre, sed o incomodidades.
A diferencia de Ofelia, la familia de Cármen llegó a la frontera con Texas, a orillas del Río Bravo. Allí, les ofrecieron tres formas de pasar: por el río, el desierto o saltando el muro. Como eran una familia completa, los coyotes les sugirieron el río. En este punto, el guía que los había acompañado todo el camino desde Honduras, un joven mexicano amable de unos 35 años, se despedía de ellos mientras los enviaba con otros hombres.
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—Estaba en la orilla del río y por primera vez en el camino me dio miedo. Nos recibieron unas personas que estoy segura que eran de alguna de esas maras, ahí pensé: ‘todo era una mentira’ —continuó Cármen— afortunadamente me equivoqué.
Les quitaron las pertenencias, celulares, relojes y dinero, pero al menos seguían sanos y salvos, pensaba ella.
Una vez cruzaron, en una balsa, el río, tenían que abrirse paso en medio de la selva, pues no había ningún camino abierto. Su esposo, al mando del grupo que conformaba Cármen con su hija y otras dos mujeres con sus hijos, logró dirigir a todos hasta la carretera. Unos metros más adelante, se podía visualizar las oficinas de migración.
Ellos sí solicitaron asilo político, al estar huyendo de la violencia y la persecusión por la inseguridad en Honduras. Durante la noche fría, abrazada a su bebé, mientras su esposo estaba en el pasillo de los hombres, Cármen no sabía si sentir alegría o tristeza.
La melancolía de tener que llevar a su hija a dormir en el piso la carcomía, pero sabía que en Honduras ya no había forma de vivir. El negocio que tenía su esposo en su país natal había quebrado por culpa de los grupos criminales, que se encargaban de ahuyentar a la clientela cuando un propietario no tenía dinero para pagarles las cuotas que se inventaban para cobrar.
Un día después, tramitaron el permiso para poder estar en Estados Unidos sin ser deportados. Hoy en día, tres meses después, Cármen trabaja para una familia en Miami, igual que Ofelia, y con la ayuda de un abogado que contrató, está esperando el Asilo Político.
Mientras llora, termina por decir: “Se siente bien poder platicarlo. En tres meses no lo había hablado con nadie, me quité un peso de encima”.
*Los nombres fueron cambiados