Atentado Utoya: 72 minutos de tensión
En el 2011, Anders Breivik se disfrazó de polícía y empezó un tiroteo de jovenes en un campamento del Partido Laborista en la isla. Con esta película, nos ponemos en la perspectiva de una de las jóvenes
El Secretario General de la OTAN y el ex primer ministro de Noruega, Jens Stoltenberg, asisten a una ceremonia conmemorativa del aniversario de los ataques de Noruega en 2011, en la isla de Utoya, Noruega, el 22 de julio de 2019. NTB Scanpix / Terje Bendiksby a través de REUTERS
LatinAmerican Post | Juan Gabriel Bocanegra
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22 de julio de 2011, Noruega. En la mañana de ese mismo día, hubo una explosión en el distrito gubernamental de Oslo del que no se tenía pistas sobre quién o quiénes habían sido los autores. Esto es lo único que saben los jóvenes adolescentes que se encuentran en la isla de Utoya a 40 km de la capital noruega. Inicialmente, la preocupación está en el aire en algunos –hay una joven cuyos padres trabajan ahí, otro de origen del medio oriente espera que no haya sido un ataque terrorista de Alqaeda, preocupado de aguantar más racismo– y todos están expectantes de que lleguen noticias.
Y estas llegan, pero en el cuerpo del hombre que había planeado el anterior ataque y ahora estaba ahí para dispararle a todos. Su nombre es Anders Breivik, un simpatizante de la extrema derecha que decidió eliminar, como si estuviera en una guerra, a los que se encontraran en un bando ideológico distinto.
Con una simple busqueda en Internet ya todos sabemos el resultado: 77 muertos, casi 100 heridos y muchos más con grandes traumas psicológicos. Fue una masacre y los números de ajustan a ella. Sin embargo, Atentado Utoya de Eric Poppe, ex fotógrafo de guerra, no nos intenta mostrar las consecuencias, sino el desarrollo del momento, el tiempo real de una matanza.
La cámara acompaña a Kaja (Andrea Berntzen), una joven que sueña ser miembro del Parlamento y que tiene una buena empatía con los demás, mientras busca a su hermana Emilie, con quien había discutido antes de que comenzara el tiroteo. Como espectador, la tensión es constante, ya que la cámara no se aleja de ella en ningún punto. Desde los primeros minutos, siempre estamos con ella: cuando corre, cuando está llamando a su madre, cuando encuentra a otros heridos, cuando canta tratando de calmarse.
Es un plano secuencia de 72 minutos, el tiempo real que duró el atentado; son 72 minutos, que parecen extenderse en los puntos en que decide esconderse o acortarse cuando ella corre al ritmo del sonido de los disparos es constante, de ponerse en la perspectiva de la víctima.
Cuando Kaja es presentada al espectador, ella mira a la cámara y dice "Nunca lo vas a entender. Solo escúchame, ¿ok?", y después nos damos cuenta que está hablando con su madre. Esa ligera ruptura de la cuarta pared proporciona la clave de lectura de la película. No se va a reflexionar, sino a convertirse en ella, a sentir lo que ella. Con el recurso de la cámara en mano y sin cortes, Poppe logra su cometido.
Somos testigos del miedo a los dísparos, de la angustia de no encontrar a su hermana, de la empatía cuando se encuentra heridos en el piso o de la apatía de otros que no quieren que ocupe más espacio en el escondite. Aun así, ¿esto significa que podemos entender mejor la masacre, la herida que formó en la sociedad noruega?
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Al final se aclara que todos los personajes son ficticios, aunque se hayan basado en los testimonios de los sobrevivientes. Es una película de horror, funciona a partir de tensiones narrativas identificables y sus recursos cinematográficos son explícitos. Si bien está basada en hechos reales, su lenguaje es de la ficción.
Esto hace que no se vuelva una recopilación policiaca de testimonios, de cada uno de los sobrevivientes, un diario de memorias del trauma que dejó en ellos. Más bien, busca capturar una sensación de esa violencia, de una parte de la herida. Antes de reflexionar, nos plantea una identificación con el dolor, la creación de una empatía.
Atentado Utoya se vuelve así en un llamado de urgencia, en un acto conmemorativo visceral de lo que significa ese evento en Noruega y en el resto de Europa, que actualmente tiene un crecimiento de partidos nacionalistas de extrema derecha. Nos transmite, sin descanso, lo que puede sentirse cuando el odio se toma las calles. No es una experiencia placentera, pero sí necesaria para tomar conciencia del peligro.