“A las 11 cerramos”. Bogotá, la ciudad de la cultura inmortal
Voy pensando en llegar al café Amber, un simpático lugar que hace las veces de oficina cultural, de encuentro de después del trabajo.
Calle de la ciudad de Bogotá, Colombia. / Foto: Pixabay – Imagen de referencia
LatinAmerican Post | Harry Wong
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Viernes, 8 PM. Bogotá. Barrio Galerías. Cruzo la calle de la librería Panamericana, llena de autos y gente a esa hora. Voy pensando en llegar al café Amber, un simpático lugar que hace las veces de oficina cultural, de encuentro de después del trabajo, de conspiradero habitual.
Quiero estar ahí, tomarme un par de cervezas rubias y frías, como debe de ser, leer mi acompañante libro si se puede y saludar a mi amigo Cristóbal Valdemar Moreno, poeta, que a estas horas de la noche seguramente está con sus contertulios jóvenes maduros, todos ellos educados, ex militantes de alguna causa, caballeros eso sí, profesionales, de otras épocas, de ropas chistosas—bufandas, boinas, paraguas de bastón—, de revoluciones idas, de gobiernos ya acabados, de peleas consumidas y amores perennes casi negados.
Juntos en este espacio hoy, y compañeros desde hace años en espacios anteriores que se les han ido desvaneciendo. Espacios bogotanos que se cansaron de existir, que se secaron de tertulias. Ellos en cambio, no. Y desde el año pasado sesionan en el café Amber porque les cerraron el Havana Café, cafetín tan añejo y pintoresco como ellos, de buena música dicen.
Estos jóvenes, con sus boinas y bufandas y jarros con nombres propios, tienen el conjuro de convertir el lugar donde estén en algo así como un club inglés de caballeros. Esta noche, a las 8 PM, la mesa número uno del café Amber está llena de aristócratas, como les llamo. Uno no sabe si fue esta cafetería la que los encontró a ellos, o fueron ellos que la encontraron.
Al entrar veo a todos los amigos de Cristóbal, ocupantes de la mesa uno, vestidos con chaquetas, suéter, boinas, bufandas, barbas blancas, como si se fueran a ver a una novia lejana o vinieran de alguna oficina de las de antes. Una leve aura aristocrática los distingue. Por eso les llamo los “aristócratas”. En la mesa uno, su mesa, hay jarros blancos con sus nombres y eso confirma que están en “sesión”. A unas pocas mesas, para contrastar con ellos, unos jóvenes conversando cosas de tecnología.
Me siento por fin en una mesa a mitad del café, veo el cuadro completo: risas leves en todas las mesas, olor a cigarrillo, tazas humeantes, el café, jarros blancos y vasos de cervezas. Paseo la mirada de nuevo y salta un detalle que elude la mirada pero es concreto: la distancia que hay entre la mesa de las aristócratas y los jóvenes; todo un meridiano. De repente, una pareja llega, se acomodan al fondo del café. No ríen tanto. Yo, en la mitad del lugar al que considero mi oficina sin que el dueño se de cuenta, mi libro, y el sonido de boleros de fondo completamos el cuadro. Curioso cuadro de viernes en la noche, me dije, hasta que llegó el dúo de guitarras.
El dúo que debía ser trío, entró al café. Me pregunto que pasó con la tercera guitarra del trío que esa noche era dúo. Usualmente son tres guitarras como en las portadas de los vinilos que veía en mi infancia: trajes del mismo color, oscuro casi siempre, corbata delgada, el mismo peinado, rostros sonrientes para la portada, y, por su puesto, tres guitarras. Sería tal vez que el tercero, que no estaba esa noche con sus amigos en el café, los esperaba ya en el camino del tiempo; o a lo mejor estaba en los alrededores buscando más oportunidades para el trío de amigos.
Puede ser. Se acercaron a mi mesa y preguntaron tímidamente si quería oír algo, una cancioncita, tres por quince mil, dijeron. Por vergüenza, confieso, les dije que no, así que empezaron a recorrer el café mirando cada mesa, las vacías también, como deseando que estuvieran ocupadas para repetir la oferta. Llegaron donde la pareja, al fondo del café, e hicieron lo mismo: sonreír y ofrecer amablemente canciones. La pareja también dijo que no, por vergüenza, creo.
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El trío repite la pregunta a los jóvenes maduros de la mesa número uno del café Amber, al grupo de los distinguidos jarros blancos, a los rectores de la tertulia y empiezo a pensar que el trío, que era dúo esa noche, y los aristócratas harían una buena combinación; por todo: por su madura juventud, por gustos compartidos, épocas. Y acerté.
Hicieron una combinación más allá de lo imaginé. Los aristócratas les dijeron que sí, y de repente, como en coreografía siguió que la música de fondo fue desapareciendo suavemente. Era el dueño de mi oficina cultural que, experto, fue bajando el volumen de la música. Silencio por unos segundos, miradas de complicidad entre el dúo-trío, y sonaron las guitarras.
Sonaron las guitarras (tocan A unos ojos. Vals). La oficina cultural, el café Amber, se llenó del sonido de las cuerdas, dulce, de la poesía de las canciones, de voces, risas en todas las mesas. “Tus ojos que contemplo con delicia tienen el mismo brillo de la aurora, tienen la suavidad de una caricia, y la dulce mirada que enamora”. Cuando me di cuenta, estaba cantando con ellos y la vergüenza de antes se fue por la ventana.
La alegría sana, romántica, tomó su lugar. Las mesas de los jóvenes y los aristócratas, y todas, antes separadas por distancias más que físicas se unieron imaginariamente y en cada una nuevos amigos, familiares, conocidos aparecieron, aunque no estuvieran ahí. Mis abuelos, mi niñez, y a tres cientos kilómetros de aquí, mi hijo Joseph. “Saben llorar de pena cuando lloro, y se llenan de amor cuando los beso”.
En lo que era ya una cantata predestinada y sin programación (guitarras, pasillos, voces y gestos de emoción) apareció lo asombroso: el humor bogotano. Aprovechaba los breves silencios de las canciones para explotar bromas acusiosas, propias de la capital, bromas endémicas, entre audaces y conservadoras. Estas elaboradas chanzas denotan un traspaso de saberes enseñados por los padres, y a éstos sus abuelos
—Y la ñapa. Que yo veo que se comió tres estrofas en la ronda anterior (fiscalización y señalamiento al trío)—el abogado.
—Es realmente sano. Esto no tiene cambio (consejo de salud)—el doctor.
—Aceptan tarjeta de crédito (cuestión a medios de pago del trío) —el economista.
—Y la ñapa (en la tercera ronda ya). Esta es la última vez que los contratamos (sentencia para el trío) —el abogado
—Falta una buena guitarra y esto se compone (diagnóstico y reestructuración) —el ingeniero
—Que pague una canasta por huevón (réplica del trío) —del trío, dúo, sin nombre
Tomaduras de pelo, provocativas, con gestos de respeto, iban y venían entre el trío —que esa noche era dúo—y los aristócratas, y entre los aristócratas y ellos mismos. Desde mi mesa veía estas chispeantes chanzas capitalinas saltando de una mesa a otra, fortalecíendo los puentes que la música levantó. Las mesas que representaban distancias, de todo tipo, son ahora una, una sola edad, una sola cultura,
Eran casi las 10 PM. (Amor se escribe con llanto. Bolero) Veo todo nuevamente como en cámara lenta: cejas arqueadas, ojos cerrados, voces que sin importar el registro sonaban bien, sonrisas y bromas respetuosas. "Amor que sembraste un día, rosas de esperanzas, en el alma mía". Gente disfrutando su emotividad. Algunas manos levantándose señalan al cielo. Tal vez, dedicando a alguien allá arriba frases salidas de las canciones. "Te adoré, y a pesar de quererte tanto, hoy me has enseñado, que amor se escribe, con llanto". La señora de la mesa le dice a su esposo que ya vámonos. Que sí le dice él, pero no se fueron.
10:30 PM. (Ahora tocan Romance de mi Destino. Pasillo). "Todo lo que quise yo, tuve que dejarlo lejos". En la mesa de los aristócratas, mi amigo Cristóbal, el poeta, levanta el brazo para pedirle al dependiente de mi oficina otra “rociada” refiriéndose a las copas. ¿Rociada?, pregunté imaginando la respuesta que me sorprendió: Pedro Manuel, el escritor, explica que sí, que rociada como en los jardines, porque en esta mesa dice, con elegancia aristocrática, todos somos flores. "La única flor que conozco es la rosa de los vientos".
10:50 PM. Esta noche presencié a Bogotá y el encuentro de dos de sus mundos: el actual, en el que vivimos, y el de los tríos de guitarras, los aristócratas, las tertulias, las bromas capitalinas, las parejas de casados, la amistad abierta y los cafés sonoros. La noche que se resiste al día, con elegancia, y al nuevo siglo y sus periplos.
El trío —que esa noche era dúo—: año 2019 y mírenlos, con los ojos cerrados y cantando, vivos. Quién diría que son inmortales. Esa noche en el café Amber presencié cultura en choque: la bohemia de vieja data con la briosa juventud. Los unos, empezaron a cantar canciones tal vez porque les recordaron a sus padres; los otros, porque a lo mejor le recordaban a sus hijos. El café los convoca, la música los acoge, los tríos y las guitarras los emocionan, y la cultura nos une.
“A las 11 cerramos”, dijo el dueño de mi oficina cultural.