Brasil bailó y rezó mientras Bolsonaro enfrentaba los muros de la prisión esa noche
Aunque Jair Bolsonaro fue detenido el martes para comenzar su condena de 27 años por liderar un intento de golpe de Estado, la división más profunda de Brasil ya había salido a la luz el fin de semana, cuando su detención ordenada por el tribunal provocó escenas opuestas en Brasilia: vigilias de leales y celebraciones jubilosas.
Dos Brasiles frente a un edificio de la Policía Federal
Aunque Jair Bolsonaro fue formalmente detenido el martes para comenzar su condena de 27 años por presuntamente liderar un intento de golpe de Estado, el verdadero ánimo en Brasil ya se había revelado durante el fin de semana. En esos días, la orden de detención preventiva dictada por la Corte Suprema produjo dos escenas marcadamente distintas en Brasilia: de un lado, simpatizantes en vigilia exigiendo su liberación; del otro, multitudes celebrando su arresto con música y batucada.
Al caer la tarde del viernes pasado, Brasilia se había partido en dos. En las puertas de la sede de la Policía Federal, un pequeño grupo se había reunido en tenso silencio, aferrando banderas y Biblias, esperando ver al hombre al que aún llamaban “capitán”. Un poco más lejos, un detractor solitario alzó una trompeta a sus labios y tocó las notas tristes de una marcha fúnebre, una frágil banda sonora para el final de una era.
Horas antes, la Corte Suprema de Brasil había ordenado la detención preventiva del expresidente Jair Bolsonaro, citando un “riesgo concreto de fuga” y una “amenaza al orden público”. En el sistema judicial brasileño, tal decisión respondía a la facultad del tribunal de actuar cuando un condenado era considerado capaz de obstruir la justicia o huir. Fue un paso decisivo para cerrar las opciones de Bolsonaro de permanecer en la arena política, señalando a los observadores internacionales que el poder judicial estaba dispuesto a enfrentar a un exjefe de Estado con las mismas herramientas legales aplicadas a cualquier otro ciudadano.
No hubo imágenes dramáticas del arresto. Agentes de la Policía Federal llevaron a Bolsonaro en silencio, sin esposas y lejos de las cámaras, al edificio de la Superintendencia en la capital. Dentro, según detalles difundidos por la Corte Suprema y reportados por EFE, se le asignó una celda reservada de doce metros cuadrados, equipada con baño privado, televisión, refrigerador y aire acondicionado. Muy distinto a las celdas hacinadas donde tantos presos anónimos esperan al sistema de justicia brasileño, pero seguía siendo una celda: con puerta cerrada y sin balcón donde apoyarse.
El momento más extraño del día no vino del tribunal, sino de un video. En él, Bolsonaro admitía tranquilamente ante las autoridades que había usado un soplete para manipular el brazalete electrónico que controlaba sus movimientos bajo arresto domiciliario. Para sus seguidores, era una cuestión técnica. Para sus enemigos, era la prueba de que el hombre que había arremetido contra los “bandidos” estaba dispuesto a comportarse como uno.
Samba, cerveza y un carnaval por una condena
Mientras diplomáticos y negociadores concluían la cumbre climática de la ONU COP30 en Belém, muy al norte en la Amazonía, otra reunión en Brasilia revelaba profundas divisiones sociales, ayudando al público a comprender las fracturas emocionales y políticas que marcan a Brasil.
Bar Pardim se había convertido en símbolo de la lucha política en curso en Brasil, resaltando las fracturas sociales y políticas que siguen marcando la democracia del país, y ayudando a los observadores externos a entender las profundas divisiones en torno al encarcelamiento de Bolsonaro.
La escena, con samba, cerveza y celebración, contrastaba fuertemente con la vigilia cercana de los leales a Bolsonaro, subrayando las fracturas emocionales y políticas que definen el actual panorama social de Brasil y mostrando las profundas divisiones en torno al arresto de Bolsonaro.
Esa explosión de alegría era el reflejo inverso de lo que ocurría al otro lado de la ciudad, cerca del condominio cerrado donde Bolsonaro había vivido hasta esa mañana. Allí, alrededor de un centenar de leales se habían reunido para una vigilia. No hubo tambores, solo oraciones, lágrimas y el suave resplandor de las linternas de los celulares alzadas al cielo.

Oraciones, gas pimienta y un infiltrado con micrófono
La vigilia fue encabezada por dos de los hijos de Bolsonaro: el senador Flávio Bolsonaro y el concejal de Río de Janeiro Carlos Bolsonaro, ambos figuras clave en el movimiento que aún veía a su padre como un líder perseguido. La protesta había sido convocada el día anterior como un acto religioso para “rezar por su salud” y exigir su liberación, pero rápidamente se volvió más política que espiritual.
Pastores evangélicos tomaron el micrófono, al igual que varios legisladores del Partido Liberal (PL) de Bolsonaro, todos fieles al expresidente. Desde lo alto de un camión que servía de escenario improvisado colgaba una pancarta gigante: “Volta, Bolsonaro!” — “¡Vuelve, Bolsonaro!”
Lo que siguió fue una mezcla de culto religioso y mitin de campaña. La gente rodeaba una figura de cartón de tamaño real de Bolsonaro, sonriente en una victoria permanente, y rezaba como si pudiera escucharlos. “Vamos a encender las luces de nuestros celulares porque la luz viene a ahuyentar la oscuridad”, animó Flávio a la multitud, insistiendo en que la “oscuridad” se había apoderado de Brasil. Les dijo que el país vivía bajo una “dictadura”.
Entonces, la tensión rompió el ritual. Un hombre de camisa y corbata llegó al micrófono, presentándose como otro simpatizante. Al principio habló en términos velados, deslizando críticas sutiles a Bolsonaro entre bendiciones y frases vagas. Nadie pareció notarlo. Solo después de unos minutos se quitó la máscara. Dijo claramente que Bolsonaro debía ser juzgado por las más de 700,000 muertes causadas por la pandemia de COVID-19 en Brasil.
La intervención policial con gas pimienta en medio del caos que siguió a sus palabras subrayó la necesidad de orden y seguridad, recordando a los presentes la volatilidad del momento, la frágil línea entre la expresión apasionada y el enfrentamiento físico, y el papel vital del diálogo pacífico en un país tan polarizado.
Entre la multitud, Regina Perpetuo, ama de casa de 52 años, no ocultaba su furia. Para ella, la prisión de Bolsonaro era “inconstitucional”, “ridícula” y “vergonzosa”. “No tengo palabras”, dijo, visiblemente alterada y enojada, en declaraciones a EFE. No muy lejos de ella estaba Daniel Raposo, activista ultraderechista de 31 años, quien insistió en que la Corte Suprema había “rasgado la Constitución”. Llamó a las Fuerzas Armadas a intervenir “para combatir el comunismo” y nombró su gran esperanza para el futuro: “el presidente de Estados Unidos, Donald Trump“, con una fe en la voz que ya parecía pertenecer a otra época.
Un juez, riesgo de fuga y un país partido en dos
Para el juez de la Corte Suprema Alexandre de Moraes, la propia vigilia se había convertido en una prueba más. Como relator del caso del intento de golpe, argumentó que el evento fue organizado para provocar disturbios y, potencialmente, allanar el camino para que Bolsonaro huyera a una embajada extranjera. Ese temor, escribió, justificaba el paso del arresto domiciliario a la detención preventiva.
Fue un giro más en una larga y amarga confrontación entre Bolsonaro y el poder judicial brasileño. Sus seguidores veían a de Moraes como un tirano con toga. Sus críticos llamaban al magistrado uno de los pocos frenos institucionales a un movimiento que alguna vez alentó a las multitudes a asaltar edificios gubernamentales.
En Brasilia, el contraste no podía ser más marcado. De un lado de la ciudad, la gente bailaba bajo guirnaldas de luces, celebrando un fallo que consideraban justicia tardía. Del otro, familias rezaban frente a una figura de cartón, convencidas de que su líder era víctima de una venganza.
Bolsonaro pasó esa noche en su celda de doce metros cuadrados, con el aire acondicionado zumbando sobre el silencio. Afuera, Brasil seguía —dividido, cansado y aún discutiendo si el hombre que intentó aferrarse al poder estaba finalmente donde debía, o si su encarcelamiento era señal de que la democracia que una vez amenazó ahora iba demasiado lejos en la dirección contraria.
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