Carandiru aún atormenta a Brasil y sus cárceles siguen gestando la misma violencia

Más de tres décadas después de que la masacre de Carandiru dejara 111 presos muertos en tan solo media hora, las cárceles de Brasil siguen siendo las más hacinadas del mundo. Sobrevivientes, juristas y exguardias aseguran que los ecos ensangrentados de 1992 aún retumban en los bloques carcelarios derruidos de hoy.
Una prisión “modelo” convertida en polvorín
Cuando se inauguró la Casa de Detención de São Paulo en 1956, la prensa alabó sus talleres de costura, su enfermería completamente equipada y sus amplios patios donde los presos jugaban al fútbol bajo palmas reales. Para 1992, aquella vitrina de modernidad se había pudrido en Carandiru: una vasta colmena de concreto con 8.000 hombres —más del doble de su capacidad prevista—. Chorros de aguas negras brotaban de tuberías rotas y el agua corriente solo fluía unas pocas horas al día. Los pasillos apestaban a sudor, cloro y miedo.
Los guardias, superados en número cuarenta a uno, cedieron el control total a bandas rivales. Los cuchillos hechos con armazones de cama eran moneda; el VIH se propagaba tan rápido que los investigadores registraron tasas de infección superiores al 20 %, las más altas de América Latina. El doctor Drauzio Varella, oncólogo voluntario en el penal, escribió después: “Carandiru era una ciudad que el Estado había abandonado. Todos sabían que la próxima explosión era inminente”.
Legisladores estatales recorrieron las celdas tras un motín en 1989 que dejó siete muertos. Las cámaras captaron sus rostros horrorizados; las promesas de reforma inundaron los noticieros. Nada cambió. Las bandas acumularon más armas caseras y la policía militar lustró sus M-16.
Octubre de 1992: quince minutos, 111 cadáveres
El viernes 2 de octubre de 1992 comenzó con una riña común en la cancha de fútbol del Pabellón 9. Voló un puño, brilló un cuchillo artesanal, y los guardias cerraron los portones de hierro antes de correr hacia las radios. El gobernador Luiz Antônio Fleury Filho autorizó a la fuerza élite Rondas Ostensivas Tobias de Aguiar (ROTA) a retomar el pabellón “por cualquier medio necesario”.
Según los testimonios recopilados luego por Human Rights Watch, las negociaciones fueron meramente formales: diez minutos. A las 3:40 p. m., la policía lanzó gases lacrimógenos por las rejas de las ventanas y tomó por asalto las escaleras. Los disparos resonaban por los pasillos; presos que agitaban camisetas en señal de rendición fueron ejecutados a quemarropa. Un médico del instituto forense estatal declaró que 73 de los muertos presentaban heridas de bala en la cabeza o el pecho, disparadas a corta distancia. Ningún agente murió.
Al día siguiente, los periódicos llenaron sus portadas con imágenes espeluznantes: cuerpos apilados como troncos, paredes teñidas de rojo hasta la mitad. El presidente Itamar Franco calificó la escena como “una mancha en la república”. Amnistía Internacional dijo que la matanza “rozó el genocidio”.
En el hospital penitenciario, Varella cosía a los sobrevivientes que susurraban la misma palabra: china —masacre. Uno, con el abdomen perforado por tres balas, le agarró la bata al doctor y jadeó: “Dígales que teníamos las manos arriba”.
Juicios, absoluciones y un bucle eterno de apelaciones
La indignación pública obligó a actuar a los fiscales. El coronel Ubiratan Guimarães, comandante de la operación, fue condenado en 2001 por 102 homicidios y sentenciado a 632 años. Un tribunal superior anuló el fallo dos años después, argumentando que el jurado había ignorado las “órdenes en condiciones caóticas”. Guimarães celebró la revocación postulándose a diputado estatal… y ganó. En 2006 fue asesinado a balazos; el crimen jamás se resolvió.
La mayoría de los agentes rasos quedó impune durante dos décadas. Recién en 2013, tras un fallo de la Corte Suprema que avaló la responsabilidad colectiva en unidades policiales, se reanudaron los juicios. Setenta y cuatro miembros de ROTA recibieron penas de hasta 624 años. En 2021, el Superior Tribunal de Justicia anuló todas las condenas por un tecnicismo procesal, enfureciendo a los familiares que habían asistido a las audiencias durante ocho años consecutivos. Hoy, fiscales federales buscan reabrir el caso invocando la doctrina del “crimen permanente” en violaciones graves de derechos humanos; aún no hay fecha fijada.
Maria dos Santos, cuyo hermano José Carlos murió con tres balazos en la espalda, guarda los recortes de prensa en una bolsa plástica. “Cada vez que un juez archiva el caso”, dijo a un periodista, “vuelven a matar a mi hermano”.
De las ruinas al parque, pero los viejos demonios siguen vivos
Los muros de Carandiru cayeron en 2002. Hoy, corredores rodean el Parque da Juventude sin saber que pisan sobre cimientos que alguna vez estuvieron empapados de sangre. Solo un pabellón queda en pie: un museo penitenciario donde los turistas miran escudos abollados y cepillos de dientes convertidos en armas.
Fuera de São Paulo, el sistema solo ha crecido. La población carcelaria de Brasil supera hoy las 830.000 personas, en instalaciones construidas para la mitad, según el Consejo Nacional de Justicia. La tuberculosis arrasa en los dormitorios enrejados a un ritmo 35 veces mayor que la media nacional. Los guardias aún negocian con los jefes de bandas para mantener una paz precaria; dos cárteles nacidos en los patios de Carandiru —el Primeiro Comando da Capital y el Comando Vermelho— hoy controlan rutas del narcotráfico desde la Amazonía hasta Paraguay.
Los motines se repiten con una cadencia enferma. En 2017, una guerra de bandas en Amazonas dejó 56 presos muertos, muchos decapitados. En 2023, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ordenó a Brasil indemnizar a los sobrevivientes de Carandiru y reformar el sistema penitenciario nacional, calificando la masacre como “un caso emblemático de violencia letal del Estado”. Las compensaciones siguen sin pagarse; los proyectos de reforma duermen en el Congreso, donde una bancada punitivista bloquea cualquier presupuesto para programas de rehabilitación.
Cada 2 de octubre, las familias se reúnen frente al Parque da Juventude y encienden 111 velas junto a la reja. Oficinistas trotan cerca —algunos se detienen, la mayoría no. “La tumba de mi hermano no está solo en el cementerio”, dice Maria, trazando el nombre de José Carlos en una cruz de madera. “Está en cada celda hacinada que el Estado aún se niega a arreglar”.
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Por unos minutos, el parque guarda silencio, y el bullicio de la ciudad se contiene entre luces de vela y memoria. Entonces suenan los celulares con la noticia: otro motín en Rio Grande do Norte, decenas de heridos. Las llamas titilan con una brisa que huele levemente a eucalipto y a algo más antiguo —a pólvora, quizás, o al cobre de una sangre que jamás se lavó por completo del concreto.