Chile reexamina la red clandestina de mujeres que desafiaron a la dictadura brutal

Cuando los tanques de Augusto Pinochet acabaron con la democracia el 11 de septiembre de 1973, miles de mujeres chilenas se deslizaron tras la espalda de la junta: escondieron fugitivos en cochecitos de bebé, pasaron fusiles ocultos dentro de pasteles de cumpleaños. Cincuenta años después, emergen a la luz decididas a que la historia, al fin, diga sus nombres.
La cocina de una ama de casa se convierte en centro de mando guerrillero
Mónica Urrutia aún conserva la mesa de nogal de su abuela, pero hoy está en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, marcada por quemaduras de cigarrillo y una misteriosa ranura de bala. En 1974, ese tablero fue el puesto de comando de Óscar Guillermo Garretón, un líder socialista tan perseguido que los agentes de la DINA llegaron a mostrar su foto en jardines infantiles. Mónica, entonces de 23 años, lo recibió con una olla de lentejas y una promesa: “Mi casa es tu trinchera”.
Mientras Garretón planeaba su huida, los vecinos de Mónica solo veían la rutina de una esposa de clase media en Santiago: lavar pañales, colgar sábanas, llevar a su hijo al catecismo. Ese camuflaje era intencional. Manuales de la DINA desclasificados en 2005 y presentados ante tribunales calificaban a las “amas de casa” como “amenaza operativa baja”. La dictadura nunca entendió que los espacios domésticos en Chile se habían vuelto las trincheras más seguras de la resistencia.
Al otro lado de la ciudad, Claudia R., una universitaria desertora, cosía una manta acolchada de bebé que ocultaba la culata de un fusil belga FN. En un retén en Ñuñoa, los soldados revisaron sus compras, encontraron frascos de duraznos en almíbar y la dejaron pasar. Minutos después, el arma yacía bajo una cuna en Villa Liberación, lista para una emboscada del FPMR. “Vieron a una mujer con fórmula y pensaron que no era peligrosa”, se ríe Claudia, arremangándose para mostrar cicatrices en forma de enrejado, producto de cables eléctricos. “Ese error salvó vidas”.
La Hermana María Inés y la fuga neonatal
La profesora de religión María Inés Urrutia estaba calificando ensayos en el Colegio San Ignacio cuando el teléfono se cayó del gancho. Un médico jesuita desde una maternidad pública susurró que agentes de la DINA venían por una joven madre que había llamado Salvador a su recién nacido. Si las monjas no lograban sacar a ambos, desaparecerían antes del anochecer.
María Inés subió a un taxi con un hábito de repuesto y una mantilla bautismal. Minutos después, recorría los pasillos del hospital, donde los camilleros fingían no verla. Envolvió al bebé, lo escondió bajo su túnica y condujo a la madre por una escalera que olía a yodo. Registros de seguridad desenterrados por la periodista Patricia Verdugo confirman que los escuadrones de la DINA llegaron treinta minutos después de la salida de la monja: demasiado tarde. Hoy, Salvador vive en Montreal. Llama una vez al mes; ella aún tiembla al oír el timbre.
“Cuando me preguntan de dónde saqué valor”, cuenta a EFE, con el rosario colgando, “respondo con otra pregunta: ¿Cómo habría dormido si los dejaba ahí?” El rescate de la monja se volvió leyenda en los círculos clandestinos, prueba de que la fe podía blandir un acero más afilado que cualquier fusil.

El mito dictatorial frente a la revuelta silenciosa de las mujeres
El régimen de Pinochet cultivó una imagen de orden marcial: bandas militares, filas de racionamiento, el presidente con gafas Ray-Ban proclamando que Chile había sido “salvado del marxismo”. Detrás de esa fachada, las redes de mujeres horadaban la narrativa. Falsificaban cientos de pasaportes en oficinas parroquiales, donde las máquinas de escribir sonaban mientras los coros ensayaban en la sala contigua. Transportaban microfilmes ocultos en ovillos de crochet hacia embajadas dispuestas a sacarlos en valijas diplomáticas.
Una mensajera, Patricia Vásquez, aprovechaba su trabajo como azafata en LAN-Chile para sacar del país un rollo de 8 mm con imágenes de moretones por tortura, filmado en secreto en la morgue. El carrete llegó a Estocolmo, donde Amnistía Internacional lo proyectó para diplomáticos horas antes de la votación de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU sobre Chile. El embajador del régimen protestó diciendo que eran “montajes comunistas”; los moretones decían lo contrario. “Esa mini casete pesaba más que una maleta”, recuerda Patricia, los nudillos blancos al evocar a los agentes de aduanas caminando por el pasillo.
Sin embargo, cuando la democracia regresó en 1990, las conmemoraciones televisadas mostraron sobre todo a héroes masculinos: líderes partidarios, poetas militantes, senadores exiliados. Las mujeres miraban desde lejos, sus historias aún sofocadas por la misma invisibilidad que antes las había protegido.
Un ajuste de cuentas incómodo medio siglo después
El presidente Gabriel Boric conmemoró el aniversario del golpe el año pasado con el anuncio de un Sistema Nacional de Memoria: bancos de ADN para restos no identificados, archivos digitalizados y una campaña de historia oral centrada en “las arquitectas no reconocidas de la resistencia”. Por primera vez, las invitaciones llegaron directamente a mujeres como Mónica, Claudia y la hermana María Inés.
Pero conmemorar es caminar por un campo minado. Una encuesta de Cadem en julio reveló que el 21 % de los chilenos aún considera que el golpe de 1973 fue “necesario”. Diputados ultraconservadores argumentan que el nuevo proyecto “politiza la historia”, y líderes empresariales se resisten a financiar museos mientras el peso chileno tambalea. “La memoria es cara; la amnesia es barata”, suspira la antropóloga Claudia Dides, curadora de la exposición inaugural Las que tejieron la fuga. En las afueras de Santiago, un grafiti tacha un mural de las mensajeras con la frase “Boric mentiroso”.
Dentro de Londres 38, las sobrevivientes guían a escolares junto a la “parrilla”, una cama de fierro donde se electrocutaba a los prisioneros. El pasillo termina en una pared en blanco que espera una nueva placa de bronce. El texto borrador, circulando entre familiares para su aprobación, enumera 47 nombres: todos de mujeres.
Una tarde de abril, las monjas del Colegio San Ignacio tocaron la campana del patio y entregaron a la hermana María Inés un sobre gris. Dentro había dos objetos: una foto desvaída de un bebé envuelto en una mantilla bautismal y una nota en francés. “Vivo en libertad porque tú no dudaste”, decía, firmada simplemente: “Salvador”. Sus manos temblaban al presionar la foto contra su pecho.
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Mónica guarda otro recuerdo: el fallo anulado contra el coronel Guimarães, enmarcado junto a la mesa de nogal de su abuela. Señala la ranura de bala, un recordatorio de que la justicia sigue inconclusa. “Ya borraron nuestras huellas una vez”, les dice a los estudiantes que la visitan. “Ahora nuestro trabajo es pisar tan fuerte que nunca puedan borrarlas de nuevo.”
Créditos: testimonios de sobrevivientes para EFE; datos de archivo de la Universidad Diego Portales, Human Rights Watch y documentos del Sistema Nacional de Memoria.