AMÉRICAS

Colombia enfrenta Estados paralelos mientras guerrillas gobiernan las abandonadas tierras fronterizas del Amazonas

En el río San Miguel, donde el agua misma marca la frontera con Ecuador, un comandante guerrillero apodado Popéye empuja su lancha hacia una unidad de combatientes que lo espera. Vestido con camuflaje y botas de caucho, con el fusil colgado al hombro, carga no solo armas, sino también el peso de frágiles negociaciones. A medida que los cultivos de coca se expanden a niveles récord y Washington pierde la paciencia, el estrecho camino de paz de Colombia ahora pasa directamente por las disputadas y criminalizadas tierras fronterizas del Amazonas.

Un cruce fluvial, una fecha límite

El motor zumba sobre el agua lodosa mientras Jairo “Popéye” Marín, comandante de los Comandos de la Frontera, toma la corriente. A comienzos de este año, el guerrillero nacido en el Amazonas se convirtió en el principal negociador de su grupo, que se autodenomina una “organización guerrillera del siglo XXI” y domina las zonas cocaleras del extremo sur de Colombia.

“Controlamos muchas cosas, sí, cosas que el Estado con sus fuerzas militares y policiales no puede hacer. Nosotros podemos hacerlo”, dijo Marín a TIME cerca de la frontera con Ecuador. Sus palabras reflejan la paradoja que enfrenta el presidente Gustavo Petro: el Estado se sienta a la mesa con quienes más se benefician de la economía de guerra.

El calendario es implacable. A Petro le queda menos de un año para asegurar acuerdos que complementen los diálogos de paz más amplios y respalden su estrategia antinarcóticos. Mientras tanto, el cultivo de coca se disparó a 625,000 acres en 2023, un máximo histórico. Estados Unidos ha amenazado con recortar la ayuda militar e incluso descertificar a Colombia por no cumplir las metas antidrogas, una medida que también pondría en riesgo préstamos internacionales. Como informó TIME, el camino hacia la desescalada puede requerir negociar, no simplemente combatir, con los grupos armados que controlan la movilidad, imparten justicia y gravan el comercio en las fronteras amazónicas.

Estados paralelos en el Amazonas

El conflicto colombiano ha perdido su antigua piel ideológica. Lo que comenzó en los años 60 como una insurgencia marxista se ha convertido en un mosaico de empresas criminales dirigidas por excombatientes de las FARC, remanentes paramilitares, exsoldados y nuevos reclutas —muchos provenientes de comunidades indígenas en busca de seguridad y un ingreso estable—.

Los Comandos de la Frontera son el ejemplo de esa transformación: unos 1,200 combatientes distribuidos entre Putumayo y fronteras vecinas, donde la coca cubre más de 123,000 acres. Desde esos cultivos, la cocaína fluye hacia el oeste a los puertos del Pacífico en Colombia y Ecuador, y hacia el este por ríos que desembocan en Brasil, tanto un mercado de consumo como trampolín hacia África y Europa.

En la práctica, actores estatales y no estatales funcionan como gobiernos paralelos. Líderes locales describen el control “asfixiante” de los Comandos —reclutamiento de menores, desapariciones, asesinatos selectivos—, mientras las autoridades oficiales permanecen ausentes o generan desconfianza. “El enemigo había entrado a nuestra casa y no nos dimos cuenta”, dijo a TIME un líder indígena bajo condición de anonimato por seguridad.

Los Comandos presentan su dominio como “regionalista”, una respuesta de base al abandono. Regulan el comercio, escoltan cargamentos, imponen justicia ruda y repelen rivales. Y ahora, también negocian con Bogotá.

De la desmovilización a una nueva máquina

El acuerdo de paz de 2016 con las FARC desarmó a la insurgencia más grande de Colombia. Pero el vacío que dejó resultó letal: más de 500 excombatientes fueron asesinados en los años posteriores. “Nos vamos a unir, vamos a empezar, vamos a armarnos porque no podemos dejar que nos maten”, recordó Marín a TIME, describiendo cómo 16 exguerrilleros se reagruparon en 2017 y, para 2020, formalizaron los Comandos de la Frontera.

Hoy, el grupo insiste en que tiene una agenda política que llama “transformaciones territoriales”. Sus líderes afirman que abandonarían la coca, se desmovilizarían y se disolverían si el Estado les garantizara títulos de tierra, infraestructura y seguridad. Esa oferta pone a prueba el núcleo de la estrategia de “Paz Total” de Petro: ¿puede Colombia negociar salidas creíbles de las economías ilícitas con los mismos actores que prosperaron en ellas?

Negociadores del gobierno sostienen que la única solución duradera es económica. “Al menos en los diálogos con [los Comandos], hemos coincidido en la necesidad de superar la predominancia de las economías ilegales ligadas sobre todo a la coca y la minería ilegal en esos territorios”, dijo a TIME Armando Novoa, abogado delegado por Bogotá. Esa transformación, agregó, requiere “una presencia pública de seguridad inteligente en el territorio”, no “represión armada contra las comunidades para contrarrestar el cultivo de coca”.

Sustitución, mercados y una ventana que se cierra

Los campesinos en Putumayo describen la coca como a la vez un salvavidas y una trampa. Muchos venden pasta de coca directamente desde laboratorios improvisados en sus parcelas, con compradores que llegan hasta la puerta con dinero en efectivo. “La coca trae violencia, muertes, todo tipo de problemas, ¿sabe? Por eso también queremos empezar a transformar las cosas”, dijo un agricultor a TIME, pidiendo anonimato.

Pero las alternativas legales —café, cacao, frutas— enfrentan desventajas: vías en mal estado que echan a perder la cosecha, ausencia de títulos de tierra, falta de crédito. Colombia ya intentó la sustitución antes, con resultados pobres: financiamiento inconsistente, burocracia lenta y proyectos desconectados de las necesidades locales.

Gloria Miranda, directora de sustitución del gobierno, dijo a TIME que este ciclo será diferente porque la política antidrogas y la Paz Total están alineadas. “El Estado debe recuperar el control con algo más que la fuerza armada”, afirmó. “El poder militar es solo una dimensión. Estamos construyendo una presencia legítima a través de políticas sociales y medios no violentos”.

Lo crucial, señaló Miranda, es que los Comandos no están obstruyendo la sustitución en sus territorios —una apertura rara—. “El grupo armado está dispuesto a dejar que el programa avance sin confrontación, violencia ni amenazas”, dijo.

Aun así, el tiempo apremia. Petro necesita resultados visibles para los colombianos antes de las elecciones de 2026. Los pequeños proyectos piloto deben escalar rápidamente en regiones donde la minería ilegal de oro alimenta la misma economía de guerra que la cocaína. Y si avanza la descertificación de EE.UU., cientos de millones en asistencia para seguridad podrían evaporarse, debilitando la interdicción justo cuando los traficantes diversifican sus rutas.

Los Comandos también conocen el calendario. “Si no llegamos al menos a unos acuerdos mínimos, unos acuerdos parciales, pues llegaremos hasta donde podamos [en el proceso]”, dijo Marín a TIME, insinuando que las conversaciones podrían continuar incluso bajo un sucesor más duro.

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En la línea lodosa del San Miguel, Popéye juguetea con su fusil. “Nuestra política desde que nos formamos es que no vamos a atacar al Estado”, dijo. “Pero si nos atacan, nos defendemos”. Entre esas dos líneas —la contención y la represalia— se encuentra el último y estrecho corredor de Colombia hacia la desescalada. Que el Estado logre pavimentar ese corredor con escuelas, mercados y tribunales antes de que se acabe el tiempo decidirá si esta frontera se convierte en un pasaje de posibilidades o en otra trinchera de guerra.

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