Colombianos protestan en silencio mientras ataques rebeldes sacuden la temporada electoral

Una lenta marea de camisas blancas recorrió Bogotá este fin de semana. Sin cantos ni tambores—solo el roce de los zapatos sobre el adoquín y el susurro de las rosas. Su silencio fue un veredicto contra las balas que casi le arrebatan la vida a Miguel Uribe Turbay y que aún podrían herir a la frágil democracia colombiana.
Del monitor en UCI al empedrado
El Hospital Santa Fe aún olía a desinfectante cuando los primeros manifestantes se reunieron al amanecer. Enfermeras del séptimo piso saludaban desde las ventanas con corazones dibujados a mano para el senador Miguel Uribe Turbay, quien permanece conectado a ventiladores tras el atentado del 7 de junio que le perforó un pulmón. Afuera, voluntarios colocaban cestas de claveles blancos junto a un cartel: “Toma uno, camina en silencio”. Padres levantaban a sus hijos sobre los hombros; parejas de ancianos se apoyaban en bastones. No se permitieron pancartas políticas—solo letreros que decían “La vida es sagrada” y “Somos Miguel”.
La ruta serpenteaba treinta cuadras por la Avenida Séptima, bordeando cafés donde alguna vez se oían debates electorales por televisión. En cada semáforo, los manifestantes se detenían, permitiendo que los rezagados se integraran a la corriente hasta que la columna se extendió sin interrupciones desde las puertas del hospital hasta la Plaza de Bolívar. Comerciantes salían a la acera, algunos persignándose, otros aplaudiendo suavemente mientras pasaba el río silencioso. “Es más estruendoso que la pólvora”, murmuró María Dolores, una florista que perdió a su primo en el carro bomba de Cauca el año pasado. EFE contó más de 60.000 asistentes solo en Bogotá; réplicas más pequeñas se sintieron en Medellín, Bucaramanga y una golpeada Cali que aún barría vidrios tras tres explosiones a mitad de semana.
Los fantasmas de los noventa vuelven a tocar la puerta
Muchos de los que marcharon ya habían vivido esta pesadilla. En 1989 y 1990, los candidatos presidenciales Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro cayeron bajo las balas de sicarios. El historiador Gonzalo Sánchez, en entrevista con Caracol Radio, describió el ataque de la semana pasada como “un lúgubre déjà vu—una prueba de que nuestras arterias políticas nunca sanaron del todo”.
Los informes de seguridad atribuyen la violencia reciente a disidencias de las FARC al mando de Iván Mordisco, hombres que rechazaron el acuerdo de paz de 2016 y ahora cobran impuestos por rutas de cocaína en los valles cañeros del Cauca. Según la Unidad para las Víctimas del gobierno, 1.126 líderes sociales y políticos han sido asesinados desde que se firmó ese tratado. Una manifestante, la maestra jubilada Hilda García, llevaba una lista plastificada con ocho nombres de civiles asesinados en Popayán y Corinto el martes por la noche. “Me niego a memorizar más nombres”, dijo, mientras su bastón marcaba el ritmo de sus pasos sobre el asfalto.
El analista César Restrepo señaló en la Revista CIDOB que las disidencias están replicando las tácticas urbanas de los años 80: disparos desde motos, granadas en plazas de mercado y morteros artesanales. Estos ataques sacuden ciudades lejanas de las selvas, demostrando que el alcance del Estado aún termina antes que la ambición de las bandas. La marea blanca del sábado fluyó en parte por duelo, en parte por furia: esta no puede ser la temporada repitiéndose en bucle.

La política al rojo vivo, las voces en silencio
El presidente Gustavo Petro observó la marcha desde la Casa de Nariño, con su popularidad tambaleando mientras defiende un referendo en agosto sobre la reforma laboral que el Congreso ha frenado. Sus opositores lo tachan de inconstitucional; sus aliados lo ven como democracia participativa. Esa grieta fue visible incluso en el silencio del sábado. Algunos llevaban volantes discretos con “Fuera Petro”; otros, botones con frases de sus tuits sobre “la sacralidad de la vida”.
La figura centrista Sergio Fajardo caminaba junto a la ex canciller liberal María Ángela Holguín. Muy cerca, veteranos de la policía fuera de servicio marchaban junto a madres de víctimas. Los organizadores pidieron a todos dejar los eslóganes en casa. En su lugar, la multitud recitó el Credo de los Apóstoles, su español suave elevándose como neblina sobre las fachadas coloniales de la Plaza de Bolívar. Cuando se desvaneció el último verso, entonaron el himno nacional—desafinado pero firme—antes de dispersarse sin romper una ventana ni pintar una sola pared. El alcalde de Bogotá, Carlos Fernando Galán, lo llamó “el silencio más ensordecedor que ha escuchado esta ciudad”.
Pero la tensión persiste—el mayor general retirado Eliécer Camacho dijo a EFE que la “retórica de tierra arrasada” de Petro demoniza a los opositores y envalentona a los militantes convencidos de que el Estado es débil. Constitucionalistas de la Universidad de los Andes advierten que saltarse al Congreso podría encender las provincias donde los disidentes armados mandan desde el anochecer hasta el amanecer. El presidente, en un discurso el sábado por la noche, elogió la moderación de los marchantes, pero insistió en que su referendo seguirá adelante: “El pueblo debe decidir”.
La esperanza viste de blanco, el miedo nunca duerme
Cayó la noche; velas titilaban bajo los arcos de piedra de la Plaza de Bolívar. Voluntarios recogieron las rosas marchitas para prensarlas en libros destinados a los hijos de Uribe Turbay—recuerdos, dijeron, de un día en que los colombianos se negaron a gritarle a las balas. Pero la serenidad se siente provisional. Informes de inteligencia filtrados a El Tiempo anticipan más ataques durante la campaña electoral, en especial en el Valle del Cauca, donde las rutas del contrabando se bifurcan hacia el Pacífico.
Aun así, el sábado dejó otra imagen: decenas de miles caminando hombro a hombro, con la boca cerrada y la espalda erguida. La socióloga Alejandra Cruz dijo a EFE que la marcha evocó la protesta de la sal de Gandhi—“el silencio convertido en arma contra el terror”. De regreso en el Hospital Santa Fe, las enfermeras llevaron a Miguel Uribe hasta una ventana para que pudiera vislumbrar el pequeño grupo de seguidores que aún se congregaba. Los tubos nublaban su visión, pero sus asistentes aseguran que levantó dos dedos en un intento de señal de paz.
Si Colombia logrará acompañar ese gesto con seguridad duradera será lo que defina el camino hacia 2026. Por ahora, el recuerdo de las camisas blancas deslizándose por el crepúsculo bogotano ofrece una frágil contramelodía a los estallidos de los Kalashnikov—una prueba de que un país empapado en décadas de ruido aún puede optar por susurrar, juntos: “No más”.
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Créditos: Testimonios y citas en terreno cortesía de corresponsales de EFE en Bogotá y Cali; datos históricos del archivo de la Universidad Nacional de Colombia; análisis de seguridad por Revista CIDOB; comentario constitucional de la Universidad de los Andes; cifras de asistencia de la Alcaldía Mayor de Bogotá.