Crisis de hambre en Haití: los campos del Artibonite se convierten en miedo mientras las pandillas endurecen su control

En el fértil Valle del Artibonite de Haití, antaño celebrado por sus campos de arroz y su orgullosa tradición agrícola, hoy las pandillas armadas dictan quién come y quién pasa hambre. Familias como la de Fleuranta Cilné sobreviven gracias a la ayuda humanitaria, atrapadas entre la violencia y el hambre.
Hambre en una tierra que antes se alimentaba a sí misma
En un punto de distribución abarrotado en Petite Rivière de l’Artibonite, el aire se siente pesado de desesperación. Los niños lloran, los adultos empujan, y los trabajadores humanitarios reparten platos de arroz pegajoso con salsa de carne: la única comida que muchos tendrán ese día.
“A veces paso días sin comer cuando se acaba la comida”, confiesa Fleuranta Cilné, de 42 años, sosteniendo un plato de plástico. Antes tenía una casa en Verretes, pero las pandillas la obligaron a huir. Ahora vive bajo una lona en un campamento abarrotado para familias desplazadas.
“Lo perdí todo. Las pandillas se llevaron todo. Mi esposo se fue a trabajar y nunca regresó; lo mataron”, contó a EFE. Cilné sufre una úlcera estomacal, pero no puede pagar atención médica. Depende de las raciones de ayuda, y la educación de sus hijos se ha convertido en un sueño inalcanzable. “Ya no puedo enviarlos a la escuela”, dice.
El Artibonite, a apenas 100 kilómetros al norte de Puerto Príncipe, fue alguna vez el granero de Haití. Sus cosechas de arroz y maíz alimentaban a la nación. Hoy, la maleza invade los campos abandonados, y las familias se hacinan en campamentos sin agua, electricidad ni atención médica. Según la agencia de seguridad alimentaria de Haití (CNSA), 5,7 millones de haitianos enfrentan inseguridad alimentaria, una cifra récord en un país donde el hambre ha sido crónica.
De la política armada al terror sin ley
¿Cómo se convirtió el valle más productivo de Haití en un campo de batalla? Muchos señalan las elecciones legislativas de 2015, cuando políticos armaron a jóvenes para intimidar votantes. Los votos se contaron, las promesas se esfumaron, pero las armas quedaron.
Para 2017, la inseguridad se agravó. Surgieron más de 20 grupos de autodefensa, que lejos de estabilizar la región, la fragmentaron aún más. Hoy, al menos 20 grupos armados —pandillas y vigilantes— operan en el Artibonite, según la Oficina Integrada de la ONU en Haití (BINUH). Dos nombres dominan las conversaciones susurradas con miedo: Gran Grif y Kokorat San Ras. Ambos surgieron entre 2015 y 2017, y son conocidos por masacres, violaciones, secuestros y extorsión.
“Violan a niñas y mujeres, nos roban, secuestran a los vecinos, matan familias enteras”, susurra un campesino a EFE, demasiado asustado para dar su nombre. Las cicatrices están por todas partes: casas quemadas, mercados abandonados y calles silenciadas por el miedo.
Actores internacionales han intentado intervenir. El exdiputado Prophane Victor y el exsenador Youri Latortue fueron sancionados por supuestamente financiar pandillas en el Artibonite. Pero las sanciones son muros de papel. En el terreno, los hombres armados siguen cobrando impuestos a los campesinos, bloqueando carreteras y asfixiando comunidades.
Campamentos de desesperación y supervivencia
El desplazamiento define hoy la vida en el Artibonite. Familias expulsadas de sus hogares se hacinan en campamentos, esperando comida, seguridad y una esperanza que nunca llega.
“Así duermo”, dice Cilné, señalando un colchón húmedo sobre el suelo. “Estoy enferma y no puedo ir al hospital”. Sus palabras resuenan en todo el valle: miles de vidas destruidas, no por terremotos ni huracanes, sino por la crueldad humana.
En estos campamentos, las distribuciones de ayuda son dramas caóticos. Los adultos se empujan, los niños lloran, y los ánimos se encienden. La gente llega con envases de plástico, ollas viejas, incluso botellas de refresco: cualquier cosa que sirva para recibir un poco de arroz. El hambre es cruda, visible e implacable.
A pesar del despliegue de la Misión de Apoyo a la Seguridad (MMS) junto a la Policía Nacional de Haití, las pandillas siguen expandiéndose. Los grupos de autodefensa, antes vistos como protectores, hoy se parecen cada vez más a pandillas, agravando la inestabilidad. Lo que una vez fue la tierra agrícola más rica del país se ha convertido en un escenario de terror permanente.
Un país hambriento mientras la política juega con fuego
La crisis del hambre en Haití no se debe a la falta de tierra o semillas, sino al colapso de la responsabilidad política. El valle del Artibonite, fértil y capaz de alimentar a millones, ha sido entregado a hombres armados. Los políticos los armaron, los toleraron o se beneficiaron de ellos. Ahora, el Estado parece ausente, dejando a las comunidades a merced de los señores de la guerra.
Las cifras de la CNSA son elocuentes: más de la mitad del país no puede garantizar suficiente comida. La inflación devora los salarios. El desempleo alimenta la desesperación. Y las pandillas controlan no solo las carreteras, sino también los alimentos. Cuando bloquean las vías, los campesinos no pueden vender su producción, y las familias no pueden comprarla. El hambre se convierte en un arma.
La tragedia es que esta violencia no era inevitable. Es el resultado de decisiones: armar jóvenes para elecciones, ignorar la corrupción y abandonar la inversión rural. Haití, una nación de resiliencia, enfrenta hoy una prueba de supervivencia no causada por un desastre natural, sino por su propio desgobierno.
La ayuda internacional puede llenar platos vacíos, pero no puede restaurar la confianza en las instituciones ni revivir los campos del Artibonite. Para ello, Haití necesita coraje: desmantelar las redes de colusión, restaurar la seguridad e invertir de nuevo en la agricultura. Sin eso, mujeres como Cilné seguirán haciendo fila por raciones, llorando a sus esposos y hogares perdidos, y viendo cómo el futuro de sus hijos se desvanece.
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La mayor tragedia de Haití no es que no pueda alimentarse a sí mismo; es que no se le permite hacerlo. En el valle que una vez alimentó a la nación, el ruido del hambre ha reemplazado el silencio de los campos abandonados, mientras la política juega con fuego y las pandillas aprietan su puño.