AMÉRICAS

Cuando la lluvia habla más fuerte que el Estado: los niños olvidados de Ngäbe-Buglé en Panamá

En lo alto de las montañas occidentales de Panamá, donde las nubes se aferran a las crestas y la señal de radio se desvanece mucho antes que el asfalto, dos pequeños ataúdes blancos fueron llevados por el lodo. Los dolientes hablaban en voz baja en ngäbe, sus palabras tragadas por la lluvia. Dentro de los ataúdes yacían Melanie y Kimberlin, de cinco y ocho años, arrastradas por una repentina corriente que convirtió un estrecho sendero en un río mortal. Su historia ha sacudido a una nación que rara vez mira hacia la Comarca Ngäbe-Buglé—una región que se inunda mucho antes de que llegue la ayuda.

Cuando la lluvia habla más fuerte que el Estado

La tormenta que mató a las dos niñas no fue solo un acto de Dios. Fue la cola del huracán Melissa, intensificada por días de lluvias intensas. Aquella mañana, Melanie y Kimberlin regresaban a casa por un sendero empinado que atraviesa las montañas de Cascabel, uno de los pueblos más aislados de la comarca. Cinco niños cruzaban un arroyo crecido cuando una pared de agua marrón los golpeó. Solo tres sobrevivieron.

El maestro Rodrigo Alfredo Gaitán aún recuerda el sonido. “El arroyo se llevó a cinco—tres niñas y dos niños—pero tres fueron salvados,” dijo a EFE, con la voz quebrada. Cargó uno de los pequeños cuerpos cuesta arriba hasta la casa de la abuela sobre sus hombros. “Ella ya estaba fría… Sentí el agua en su estómago, y sin ser médico, me atrevo a decir que algunos huesos se quebraban.” Hizo una pausa. “Esa imagen nunca se me va a borrar.

Gaitán enseña en la comarca desde hace cuatro años, aunque proviene de otra región. Las paredes de su aula son de tablones de madera y el piso es de tierra. “Cuando llueve, entra más agua adentro que afuera,” dice señalando los agujeros del techo. La escuela fue construida en 1977. Casi medio siglo después, poco ha cambiado excepto el número de tumbas.

Dos Panamás: una ciudad, un olvido

La ceremonia oficial que siguió se realizó en español. Pero durante la caminata embarrada al cementerio, los padres lloraban en ngäbe, su propia lengua. Entre los dolientes estaba Salomé Montezuma, cacique del distrito de Mironó. Dijo a EFE, “Estamos bajo el paraguas de la República de Panamá, pero hay dos Panamás: uno para la ciudad y otro para la comarca. Lo que ocurre aquí siempre se olvida.

No exagera. En estas montañas, los niños caminan horas por senderos resbaladizos para llegar a la única escuela del distrito. Durante la temporada de lluvias, los ríos crecen sin aviso, los puentes son arrasados y las familias atan cuerdas entre los árboles para cruzar la corriente. Cuando llega la tragedia, la ayuda llega tarde y las promesas temprano.

El censo de 2023 estima que los pueblos indígenas representan el 17,2 % de la población de Panamá, pero soportan la pobreza más profunda del país. En Ngäbe-Buglé, más del 87 % de la población vive por debajo del umbral de pobreza. La infraestructura es escasa, los empleos aún más. En estas colinas, el gobierno es una abstracción: una voz lejana en una radio lejana. Una sola tormenta puede borrar un aula o una generación.

EFE/Bienvenido Velasco

El peso estructural del abandono

Cuando el padre de Melanie colapsó junto a su ataúd abierto, habló con la claridad que solo el dolor puede traer. “No fue solo mi hija quien cruzó ese río, sino muchos estudiantes. Ellos viajan dos horas a la escuela. Si esto no se arregla, ¿qué autoridad lo hará?” Su pregunta atravesó la ceremonia como un trueno.

En realidad, el desastre había sido trazado mucho antes de la tormenta: senderos sin puentes, aulas sin pisos, comunidades sin drenaje ni acceso por carretera. La geografía del riesgo está escrita en las omisiones de las políticas. Cada lluvia es un referéndum sobre la ausencia del Estado.

El presidente José Raúl Mulino ofreció condolencias y anunció un plan de obras públicas de 85 millones de dólares para los territorios indígenas, incluyendo más de cien puentes peatonales. Pero en la comarca, las promesas se miden frente a los funerales. “Cada puente empieza con lágrimas,” murmuró un maestro local. La frase podría servir como himno de la región.

Porque la tragedia no nació en la tormenta; nació en medio siglo de desarrollo desigual, donde la conversación nacional sobre el progreso apenas llega a las montañas. Para los niños de Cascabel, un día típico de escuela es una caminata de tres horas por el barro y ríos sin puentes hacia un aula que gotea cuando llueve. El peligro es rutina. El duelo, previsible.

Los niños perdidos de dos territorios

El ahogamiento de Melanie y Kimberlin no es una pena aislada. ONGs han documentado decenas de muertes similares de niños en Ngäbe-Buglé durante los últimos 25 años—vidas terminadas no por aventura o imprudencia, sino por el simple acto de intentar estudiar. Sus funerales, como tantos anteriores, pasaron junto a puentes rotos y caminos inundados. Las casas de madera se inclinaban al viento, los techos de zinc resonaban. Sin embargo, en esa procesión, la comunidad encontró una voz.

Llevaron a las niñas no solo como víctimas de una tormenta, sino como símbolos de un país dividido por el terreno y la indiferencia. En la Ciudad de Panamá, los rascacielos crecen cada año; en la comarca, los niños cruzan ríos para llegar a un pizarrón. El gobierno cuenta el PIB. Los padres cuentan los pasos entre la vida y el próximo cruce.

Los lamentos de los dolientes en ngäbe se alzaron por encima de la lluvia—parte oración, parte denuncia. Su lengua, a menudo ausente en las ceremonias oficiales, llenó las colinas. No solo enterraban a dos niñas; enterraban la ilusión de que el abandono es accidental.

Como dijo un maestro, de pie con el barro hasta los tobillos, “Todos somos hijos del mismo creador—pero no del mismo país.

La prueba de un país: quién protege el regreso a casa

El proceso de sanación requerirá más que condolencias. Significará tratar las tierras altas indígenas no como márgenes, sino como el centro moral del país. Construir puentes, sí, pero también construir confianza. Asegurar que las escuelas tengan pisos, los centros de salud tengan médicos y que las voces ngäbes no sean ruido de fondo en las reuniones de política pública.

La pregunta que persiste en Cascabel es simple: si el Estado no puede garantizar un camino seguro de casa a la escuela, ¿puede afirmar que protege a sus niños?

La lluvia ha cesado ahora. Las colinas vuelven a estar verdes, el arroyo es un hilo plateado. Bajo esa tierra descansan dos niñas que intentaron regresar a casa. Sus nombres—Melanie y Kimberlin—se han convertido en un atajo para una promesa que Panamá aún no ha cumplido.

La próxima tormenta llegará. La prueba es si el país seguirá enfrentándola con palas y discursos, o finalmente con caminos, puentes y la voluntad de llegar a los lugares donde sus niños caminan solos.

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