AMÉRICAS

Cuarenta años después, el Palacio aún arde: el ajuste de cuentas de Colombia con la memoria

Cuarenta años después de la toma del Palacio de Justicia, Colombia sigue viviendo entre el humo. El aniversario ha convertido pantallas y páginas en confesionales, y nuevas películas, series y libros están reabriendo heridas que muchos creían cicatrizadas. Su mensaje es claro: la memoria no es un acto de nostalgia sino de supervivencia, una forma de mantener al presente responsable de sus fantasmas.

Un aniversario que se niega a desvanecerse

El Palacio de Justicia nunca fue solo un edificio en Bogotá. El 6 de noviembre de 1985, se convirtió en una herida nacional cuando la guerrilla del M-19 tomó por asalto la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado, tomando como rehenes a decenas de magistrados y funcionarios. La retoma del edificio por parte del ejército transformó el centro de la ciudad en un campo de batalla. Cuando el humo se disipó, noventa y cuatro personas estaban muertas, incluidos once magistrados. Varias víctimas desaparecieron sin dejar rastro, sus nombres aún circulando en peticiones y fallos judiciales hoy.

El asedio fue filmado, debatido, distorsionado, olvidado y redescubierto, pero nunca resuelto. Y ahora, al cumplirse cuatro décadas de aquel día, el país se observa a sí mismo mirando su propia tragedia.

Los aniversarios pueden invitar a la amnesia sentimental; este no. Se ha convertido en un espejo. El resurgimiento de proyectos artísticos en torno al Palacio revela una necesidad colectiva no solo de llorar, sino de reclamar el derecho a interpretar. Estas películas y libros resisten las simplificaciones de los discursos políticos y los textos escolares. Recuerdan a los colombianos que el Palacio no es un artefacto encerrado tras un vidrio de museo: es una sala de audiencias viva, que sigue tomando testimonio.

“Noviembre” y el cine de una habitación cerrada

La película Noviembre, del director Tomás Corredor, estrenada el mes pasado, comprime el asedio en unos pocos metros cuadrados sofocantes: un baño del Palacio donde los rehenes se escondieron durante más de 28 horas. El filme cambia el espectáculo por claustrofobia. Luces fluorescentes parpadeantes y respiraciones contenidas reemplazan las explosiones. “Decidimos contar la historia desde adentro,” dijo Corredor. “En ese silencio, la historia respira diferente.”

Los actores Natalia Reyes y Santiago Alarcón lideran un elenco que convierte la supervivencia en coreografía: cada tos, cada latido es una negociación con la muerte. El realismo del filme ha reavivado viejos debates. La familia del magistrado Manuel Gaona Cruz presentó una acción legal, argumentando que la representación de la responsabilidad de la guerrilla en la película contradice los hallazgos de la Comisión de la Verdad. Sin embargo, la controversia puede ser el verdadero propósito de Noviembre: reabrir preguntas que el Estado cerró demasiado rápido.

Al mantener la cámara en un baño estrecho, la película hace una apuesta ética: la historia debe contarse a la altura humana. No hay tomas aéreas, ni narradores omniscientes, solo personas asustadas calculando cuánto aire queda. Es un cine de compresión y conciencia, un recordatorio de que cada estadística alguna vez tuvo un rostro, una respiración, una familia esperando fuera del cordón.

Wikimedia Commons

Transmitir el asedio y recuperar las voces

Si Noviembre te encierra, la próxima serie de Netflix, Palacio, promete dejar salir las voces. Dirigida por Jayro Bustamante, Edgar Nito y Samir Olivares, y protagonizada nuevamente por Natalia Reyes, la serie reconstruye el asedio a través de los testimonios de sobrevivientes, familiares, soldados y exmiembros del M-19. Se espera para fines de 2025 y busca reemplazar el monólogo oficial con memoria colectiva.

Otro proyecto, Fragmentos de otra historia, se centra en cuatro mujeres —sobrevivientes y familiares— que confrontan la versión del Estado utilizando material recuperado y archivos personales. La directora Laura Vera Jaramillo la describió como un contraarchivo, una forma de rescatar la mirada del país de la propaganda.”

No son esfuerzos aislados. En los últimos años, películas como Salvador (2021), de César Heredia, y Siempreviva (2015), de Klych López, han explorado el costo humano del asedio: un sastre tragado por el caos, una trabajadora de cafetería desaparecida llamada Cristina Guarín, cuyos restos aparecieron décadas después en una fosa común. En pantallas grandes y pequeñas, los artistas insisten en que el Palacio no es una fecha en un libro de texto: es una historia de justicia inconclusa.

La forensia literaria y la política de la memoria

Los libros se han convertido en el latido lento de este aniversario. Ricardo Silva Romero, con Mural, reimagina a las víctimas como un mosaico de resistencia. David Marín García, en Perdida en el fuego, construye un thriller forense que reconstruye las 28 horas en que la más alta corte de Colombia se convirtió en zona de guerra. Y Helena Urán Bidegain, hija del magistrado Carlos Horacio Urán, aporta Deshacer los nudos, un ensayo-testimonio que une el dolor personal con el deber cívico.

En su entrevista con EFE, Urán dijo: “La memoria no es solo una mirada hacia el pasado, sino una forma de construir un país distinto.” Esa frase se ha convertido en la conciencia de esta ola conmemorativa. Sostiene que recordar no es un acto de nostalgia: es legislación para los vivos.

Cada página y cada fotograma de este año comparten el mismo propósito: transformar el duelo en método. La respuesta cultural se niega a permitir que el Palacio de Justicia se convierta en monumento o metáfora. Estos artistas exigen una memoria que respire, que contradiga, que evolucione.

La memoria como juicio inconcluso del país

¿Qué deberían pedir los colombianos de este aniversario? No consenso, sino rigor y empatía. El arte no puede sentenciar culpables ni localizar desaparecidos, pero puede devolver los nombres que la burocracia enterró. El Palacio fue una tragedia humana mucho antes de convertirse en política, y estas nuevas obras —en pantalla, en papel, en línea— están cosiendo de nuevo la humanidad en el registro histórico.

El reto para cineastas y escritores es evitar convertir el dolor en espectáculo o a las víctimas en recurso narrativo. Pero, cuando se hace con cuidado, el arte se convierte en la audiencia que el país nunca tuvo: un tribunal sin muros, donde la conciencia interroga al silencio.

Cuarenta años después, el Palacio aún arde—no tanto en fuego como en preguntas sin resolver. La memoria de Colombia no es mármol; es movimiento. Exige participación. El asedio terminó, pero el juicio que comenzó sigue cada vez que un cineasta abre un guion, una hija escribe el nombre de su padre o un espectador se niega a apartar la mirada.

Porque la memoria, en Colombia, no es un archivo. Es un verbo.

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