Cuba lucha contra el dolor y los mosquitos mientras el chikungunya se propaga como un rumor

Cuba duele. Desde Matanzas hasta La Habana, el chikungunya ha regresado después de una década, extendiéndose por calles llenas de basura y mosquitos. Con la escasez de medicinas y la fumigación detenida, barrios enteros cojean entre fiebre, dolor y frustración, esperando un alivio que nunca llega.
Perico, un pueblo que camina con dolor
El aire en Cuba vibra con calor, cansancio y el sonido de manos espantando mosquitos. En la localidad occidental de Perico, la gente ya no pregunta si has tenido chikungunya, sino cuándo. Todos conocen a alguien que ha sido afectado por el virus. Algunos todavía cojean; otros están demasiado cansados para moverse. Tras una década de ausencia, la enfermedad transmitida por mosquitos ha regresado, extendiéndose por barrios ya debilitados por la escasez, la basura sin recoger y la falta de medicinas. Desde La Habana hasta Matanzas, parece que toda la isla tiene fiebre.
A simple vista, Perico parece un pueblo cualquiera: fachadas quemadas por el sol, ropa colgando de los balcones, niños jugando descalzos en la calle. Pero una mirada más atenta revela un pueblo en cámara lenta. Los vecinos caminan rígidos, apoyándose en las paredes o unos en otros. “En mi cuadra, casi todos lo han tenido”, dicen, encogiéndose de hombros como si hablaran del mal tiempo.
Para Pedro Arturo Revilla, de 66 años, la enfermedad sigue en los huesos. “Toda mi familia lo cogió”, contó a EFE, sentado a la sombra frente a su casa, con los tobillos hinchados como nudos. Al otro lado de la calle, una vecina de 67 años, que sufre diabetes e hipertensión, escuchó la conversación e intervino con enojo. “Aquí no hay fumigación, ninguna”, dijo, alzando la voz. “Con todos los mosquitos y toda la gente enferma, no hicieron nada.”
Perico, con una población de sesenta mil habitantes, se convirtió en el primer foco central de Cuba cuando el brote comenzó en julio. El virus se propagó rápidamente y, en pocas semanas, las autoridades sanitarias declararon un “problema nacional” con “índices elevados”. Pero en las calles, donde los vecinos cojean junto a montones de basura sin recoger, los comunicados oficiales suenan vacíos.
Un nuevo virus en una vieja crisis
El chikungunya no es nuevo en el Caribe. Transmitido por el mosquito Aedes aegypti —el mismo que porta el dengue— y por el jején que transmite el oropouche, puede atacar hogares enteros en cuestión de días. Lo nuevo es lo vulnerable que se ha vuelto Cuba. La epidemia ha llegado a un país que ya no puede costear su combate. La escasez de combustible ha paralizado los camiones de fumigación. El colapso económico deja la basura pudriéndose durante semanas, creando criaderos de mosquitos.
La viceministra de Salud, Carilda Peña García, admitió en la televisión estatal que el gobierno no puede realizar campañas masivas de fumigación “por falta de combustible”. Aun así, insistió en que Cuba tiene “suficiente insecticida y abate para limitar los daños”, según informó EFE.
A diferencia del dengue, el chikungunya rara vez mata. Pero deja secuelas crueles, especialmente en personas mayores o con enfermedades crónicas. Raúl González, de 63 años, vive con esclerosis múltiple y mostró a EFE sus tobillos inflamados y ulcerados. “Deberían filmar una nueva versión de Thriller de Michael Jackson”, bromeó. “Todo el mundo caminaba como zombis por la calle.”
El humor apenas oculta su frustración. “Dicen que todo está normal, pero aquí no hay nada normal”, dijo. “Basura por todas partes, sin fumigación… ¡claro que hay mosquitos! Me da rabia cuando mienten.”
No se han publicado nuevas cifras en semanas. Los funcionarios reconocen que el chikungunya está ahora en ocho de las quince provincias de Cuba, el dengue en doce y el oropouche también en doce. El gobierno confirmó tres muertes por dengue este año. A fines de septiembre, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) de EE. UU. emitieron una advertencia de viaje alertando a los visitantes sobre el riesgo de chikungunya en Cuba.
Hospitales sin medicinas, vecinos sin descanso
A cincuenta y cinco kilómetros, en Cárdenas, la historia se repite. “El brote se salió completamente de control”, dijo Beatriz Aguiar, de 64 años, quien también enfrentó el virus. “Vas al hospital y los médicos te dicen que lo que llega cada día es horrible, horrible”, contó a EFE.
Las autoridades insisten en que el sistema de salud no está colapsando. Pero los pacientes discrepan. Muchos ni siquiera logran ver a un médico. “Las primeras horas son brutales”, dijo Aguiar. “No puedes moverte, no puedes sentarte, te duele todo.”
Incluso cuando logran ir a las clínicas, el resultado suele ser el mismo: diagnóstico visual y recomendación de reposo. Los kits de prueba escasean, y las farmacias están vacías. Eneida Rodríguez, de unos sesenta años, explicó desde su portal en Cárdenas la aritmética imposible. “Vas al médico y te dice que tomes paracetamol cada cuatro horas, que tomes líquidos y descanses”, contó a EFE. “Pero ¿quién puede comprar paracetamol? Un solo blíster cuesta quinientos pesos —cuatro dólares— cuando el salario mensual promedio es de cincuenta y cuatro.”
El resultado es un sufrimiento silencioso detrás de puertas cerradas. Las familias preparan infusiones, piden pastillas prestadas o aguantan el dolor hasta que pasa. Los hospitales solo ven los casos más graves. Todos los demás sudan la fiebre en casa, contando las horas y los mosquitos.

Cuando el humor esconde la desesperación
Cuba es un país que convierte la dificultad en chistes. Pero últimamente, la risa suena forzada. “Es horrible, horrible”, repitió Aguiar, sus palabras temblando entre la exasperación y el agotamiento.
La crisis revela lo que décadas de escasez han erosionado: la confianza en el sistema que alguna vez definió el orgullo cubano. La isla que construyó su reputación con rigurosas campañas de salud pública —erradicando la malaria, enviando médicos al extranjero— ahora lucha por mantener limpias sus propias calles. El dengue, el oropouche y el chikungunya se han convertido no solo en enfermedades, sino en metáforas, un espejo que refleja la infraestructura rota y el optimismo desgastado.
“La gente aquí está desesperada”, dijo Revilla, mirando a sus vecinos cojear por la calle. “Todos solo queremos que el dolor se acabe.” La vecina que se quejaba de la fumigación se dio un manotazo en el brazo y soltó una maldición. Fue a la vez un gesto y una protesta.
En pueblos como Perico y Cárdenas, la verdadera herida de la epidemia es la confianza. Los ciudadanos desconfían de un gobierno que promete controlarlos. Los médicos desconfían de las herramientas que no tienen. Cada articulación hinchada, cada noche sin dormir, se convierte en una pequeña traición.
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Así que la gente improvisa. Hierve agua, cubre los tanques, enciende espirales contra mosquitos y espera. El virus también espera, paciente como la isla misma. Y hasta que los camiones de fumigación vuelvan a rugir y las farmacias repongan sus estantes, la banda sonora de Perico seguirá siendo la misma: el murmullo de ventiladores de plástico, el arrastre de pies cansados y el zumbido constante de los mosquitos que rodean a un país demasiado agotado para espantarlos.