El caso de los jesuitas en El Salvador vuelve a estancarse, y el tiempo se convierte en cómplice
Treinta y seis años después de que soldados asesinaran a seis sacerdotes jesuitas y dos mujeres en la UCA de San Salvador, el impulso para enjuiciar a los presuntos autores intelectuales se ha silenciado de manera inquietante. Once imputados esperan juicio, pero un año de silencio pone a prueba la promesa de rendición de cuentas de El Salvador.
Mártires recordados, un defensor de la justicia, ausente
Poco antes del amanecer del 16 de noviembre de 1989, soldados de una unidad élite del Ejército salvadoreño ingresaron al campus de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, más conocida como la UCA. Cuando se retiraron, el césped de la universidad estaba empapado de sangre. Seis sacerdotes jesuitas yacían muertos: cinco españoles, Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando López y Juan Ramón Moreno, y un salvadoreño, Joaquín López. Dos mujeres, la empleada de la UCA Elba Ramos y su hija de 16 años, Celina, fueron asesinadas junto a ellos.
Los asesinatos, perpetrados en el punto álgido de la guerra civil salvadoreña, se convirtieron en una de las atrocidades definitorias del conflicto. La guerra terminaría cobrando unas 75,000 vidas y dejando hasta 10,000 personas desaparecidas; los crímenes en la UCA cristalizaron una verdad que muchos ya sabían: que la guerra también era una campaña para silenciar a quienes se ponían del lado de las personas de bajos recursos y se atrevían a hablar contra la impunidad. Las víctimas pasaron a ser conocidas como los “Mártires de la UCA”, venerados como faros morales que sostenían que defender a los marginados no era política, sino fe en acción.
Este noviembre, las velas y misas que marcaron el aniversario estuvieron teñidas de una ausencia más punzante. José María “Chema” Tojeira, el jesuita español que se convirtió en el más persistente defensor público del caso, falleció a inicios de septiembre. Desde la mañana del crimen, Tojeira presionó a fiscales, tocó puertas de cancillerías extranjeras y mantuvo la masacre en la agenda nacional e internacional. Su tenacidad ayudó a reabrir investigaciones tras años de callejones legales sin salida. Su partida, como destacó EFE en su cobertura, deja un vacío justo cuando el caso parece, en el papel, listo para finalmente enfrentar a los acusados de ordenar los asesinatos, no solo a quienes apretaron el gatillo.
Un caso reabierto, luego un año de silencio
El 18 de noviembre de 2024, El Salvador parecía listo para dar un giro. El Segundo Juzgado de Instrucción de San Salvador anunció que once presuntos autores intelectuales serían enviados a juicio por cargos que incluyen asesinato, fraude procesal y encubrimiento, según reportó EFE. Entre ellos estaba el expresidente Alfredo Cristiani, quien gobernó de 1989 a 1994, cuando se firmaron los acuerdos de paz. El tribunal también ordenó la captura de cinco imputados que no se presentaron, incluido Cristiani.
Luego, casi nada.
Durante un año, el expediente público apenas se ha movido. No ha habido audiencias importantes. No hay pasos visibles hacia el juicio. El silencio resulta especialmente chocante dada la historia tortuosa del caso. Maniobras legales de los abogados defensores habían paralizado la investigación durante años. En 2020, la Sala de lo Penal de la Corte Suprema cerró el expediente por completo. En 2022, la Sala de lo Constitucional otorgó un amparo que reabrió el caso, según EFE. Cada vaivén del péndulo judicial generaba esperanzas, solo para desvanecerlas.
Ahora, observadores advierten que el peligro no es un cierre abierto, sino una asfixia lenta. El tiempo mismo, argumentan, se está convirtiendo en la estrategia de defensa más eficaz: la edad de los imputados. Testigos mueren o pierden memoria. Los documentos se deterioran en los bordes. Cada mes de silencio institucional erosiona la posibilidad de un juicio sólido, con pruebas frescas y testimonios nítidos. Para familias y defensores, la sensación de déjà vu es agotadora: cada vez que el caso parece avanzar, nuevas imputaciones, una orden de apertura a juicio, le sigue una larga pausa.

Quiénes son los acusados ahora y por qué este juicio es diferente
Si el caso avanza, esta vez no será simplemente una repetición del estrecho y muy criticado juicio de 1993, que condenó a unos pocos oficiales de bajo rango en lo que los críticos llamaron un “simulado”, un proceso ficticio. El nuevo proceso, como señala EFE, apunta directamente a los niveles más altos de la cadena de mando.
Junto a Cristiani, los fiscales han acusado al abogado Rodolfo Parker, exdiputado del Partido Demócrata Cristiano. Se desconoce el paradero actual de ambos, informó EFE. Otros imputados que aún no han comparecido ante el tribunal incluyen a Joaquín Cerna, Juan Rafael Bustillo y Juan Orlando Zepeda, todos vinculados al alto mando militar de la época. Los oficiales retirados Rafael Humberto Larios, Carlos Camilo Hernández, Nelson Iván López, Óscar Alberto León Linares y Manuel Antonio Ermenegildo Rivas Mejía completan la lista.
El enfoque en los presuntos autores intelectuales refleja un cambio en la forma en que la comunidad de la UCA y juristas internacionales han entendido la masacre: no como un acto aislado en el fragor de la batalla, sino como una operación deliberada para “decapitar” una voz crítica. Según el derecho internacional de derechos humanos contemporáneo, crímenes de esta magnitud exigen que la responsabilidad recaiga en quienes los planearon y ordenaron, no solo en quienes ejecutaron las órdenes.
Al concentrar el caso reabierto en la autoría y el encubrimiento, el tribunal ha creado, al menos en teoría, el espacio para una rendición de cuentas más honesta. Podría examinar el contexto más amplio: cómo veía el ejército a los jesuitas, qué conversaciones se dieron en los cuarteles y despachos presidenciales, y por qué se decidió dejar a dos mujeres muertas junto a los sacerdotes. Podría indagar no solo en la noche del 16 de noviembre, sino en años de represión que hicieron posible tal acto.
La pregunta es si el tribunal podrá, o se verá obligado, a aprovechar ese espacio. Hasta ahora, el silencio ha hablado más fuerte que las acusaciones.
Castigo en el extranjero, libertad condicional en casa y el camino por delante
En las tres décadas y media desde los asesinatos, la justicia ha llegado en fragmentos, algunos en El Salvador, otros en España, ninguno suficiente para una rendición de cuentas completa.
Solo un oficial salvadoreño, el coronel Guillermo Benavides, cumplió una condena significativa por el crimen. Fue sentenciado a 30 años y encarcelado, luego liberado en 2015 cuando la Ley de Amnistía del país aún protegía los crímenes de la guerra. Tras la derogación de la ley, un tribunal ordenó su regreso a prisión, y en 2017, la Asamblea Legislativa le negó el indulto. En 2019, la Corte Suprema rechazó su solicitud de conmutación de pena, afirmando que los asesinatos de los jesuitas fueron crímenes de lesa humanidad, recordó EFE.
Luego, en noviembre de 2022, un tribunal de San Salvador concedió a Benavides la libertad condicional anticipada, citando su edad, mayor de 60 años, y el hecho de que había cumplido un tercio de la condena. Para muchos, fue un golpe al estómago. Las decisiones de las más altas cortes del país habían reconocido la gravedad de la atrocidad; sin embargo, el único condenado firme en casa quedó libre.
España ofreció un camino diferente. En 2020, la Audiencia Nacional condenó al exviceministro de Seguridad Pública Inocente Orlando Montano y lo sentenció a 133 años y cuatro meses por su papel en la masacre. Cumple esa condena en España. El contraste es claro: un tribunal extranjero imponiendo un castigo severo por un crimen salvadoreño, mientras el sistema nacional aún no ha llevado a juicio a los presuntos autores intelectuales.
Esa disonancia es lo que hace que el actual limbo sea tan inquietante para sobrevivientes y defensores. Como subraya la cobertura de EFE, es la primera vez que un tribunal salvadoreño configura un caso que refleja la narrativa completa de la cadena de mando, sostenida durante años por la UCA y grupos de derechos humanos. Lo que está en juego es mucho: no solo para los imputados, sino para la afirmación de El Salvador de que puede enfrentar su pasado en su propio territorio.
Con la ausencia del padre Tojeira, la presión recae aún más sobre las instituciones y la comunidad ampliada de la UCA. Ellos exigen lo que debería ser básico: un calendario de audiencias, esfuerzos visibles para localizar a los prófugos, resoluciones transparentes sobre incidentes y movimiento, cualquier movimiento, que demuestre que el caso no ha vuelto al largo letargo que ha engullido tantos expedientes de la época de la guerra.
Tres décadas después, los asesinatos de seis sacerdotes y dos mujeres siguen siendo más que un capítulo en los libros de historia. Son una prueba viva de la columna vertebral democrática de El Salvador. Mientras las familias se reúnen de nuevo en el jardín memorial del campus de la UCA, los nombres de los muertos resuenan cada noviembre. La pregunta abierta, como deja claro la cobertura del aniversario de EFE, es si alguna vez una sala de audiencias resonará con una rendición de cuentas que iguale esa memoria, o si, una vez más, el calendario cerrará el caso por simple desgaste.
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