El Cementerio Submarino de Colombia: Buceadores, Espíritus y la Incansable Búsqueda de los Desaparecidos

Durante dos décadas, el estuario de San Antonio en Buenaventura ha susurrado rumores sobre cientos de cuerpos arrojados a sus aguas turbias. Ahora, una rara alianza entre buzos, sacerdotes y recolectoras de mariscos intenta encontrar los cuerpos y desenterrar la verdad, antes de que se pierda para siempre.
Un Río que Aún Guarda la Guerra
Para la mayoría del mundo, Buenaventura es el puerto más activo de Colombia, un hervidero de grúas y contenedores que mueve el 70% del comercio marítimo del país. Pero detrás de esa fachada pulida yace un silencio fantasmal. El estuario de San Antonio, con su corriente lenta entre manglares y lodazales, arrastra una reputación mucho más oscura que la de los derrames de petróleo o las redes abandonadas. Para los locales, es “la otra ciudad”: un cementerio sumergido donde escuadrones de la muerte paramilitares arrojaban a sus víctimas en tambores de aceite, con cadenas o en tumbas poco profundas, todo barrido por la marea y el tiempo.
Entre 1989 y 2016, estas aguas fueron una zona de guerra encubierta, controlada por grupos armados enfrascados en venganzas sangrientas y rutas del narcotráfico. Según la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD), al menos 940 personas desaparecieron en Buenaventura y sus alrededores. Organizaciones de derechos humanos elevan esa cifra a más de 1.300. Durante años, el miedo silenció a los sobrevivientes. Las familias susurraban nombres, pero no presentaban denuncias. Sabían lo que había pasado. El río se los llevó. Y la marea no los devolvió.
Solo a finales de 2024 el gobierno intentó algo extraordinario: una inmersión de diecisiete días, respaldada por el Estado, en el mismo estuario. “El silencio se convirtió en otra marea”, dijo la coordinadora de la UBPD, María Victoria Rodríguez, explicando por qué eligieron buscar ahora, sabiendo perfectamente que podrían no encontrar nada.
Bajo los Manglares, Ciencia y Espíritu se Encuentran
El buzo forense Pedro Albarracín no descendió solo.
Antes de cada inmersión, sacerdotes yoruba trazaban símbolos sagrados con tiza sobre su traje de neopreno, invocando a Yemayá, diosa del mar, y a Oshun, diosa de los ríos. Su bendición, dijo, era “el valor cuando la luz desaparece”. Y la luz, en efecto, desaparecía rápido. Las aguas del estuario están tan contaminadas que la visibilidad suele ser inferior a un metro. Bajo la superficie, Albarracín y un buzo de la armada se movían casi sin pensar, con los dedos peinando el sedimento cerca de “la Isla de las Calaveras”, un manglar del que se rumorea que oculta a los muertos.
Diez “puntos de interés” mapeados por sonar guiaban al equipo, pero fueron las piangüeras—mujeres afrocolombianas que recolectan mariscos descalzas—quienes realmente lideraron la búsqueda. Su conocimiento de las mareas reemplazó al GPS. Sus manos buscaban pistas donde los detectores de metales fallaban. En tierra, se realizaba una segunda ceremonia: altares, fotografías, velas parpadeando bajo ventiladores. Los ancianos escuchaban presagios en los cantos de los pájaros y el viento. Como dijo el antropólogo Adriel Ruiz: “La desaparición no es solo física—rompe el espíritu. Buscar los huesos es comenzar la sanación”.
Algunos buzos llevaban pulseras de hilo, regalos de los sacerdotes, que supuestamente los protegían de almas enojadas. Albarracín la llevaba atada a su medidor de oxígeno.
Una Búsqueda sin Cuerpos que Despierta a una Ciudad
Al final, el equipo emergió con las manos vacías.
Sin cráneos. Sin cadenas. Sin dientes ni identificaciones. El estuario, envenenado por aguas residuales, dragado y residuos industriales, se había convertido en lo que un buzo llamó un “borrador líquido”. Los tambores metálicos probablemente se rompieron hace años. Los huesos, si existen, se hundieron en el lodo profundo o se desintegraron químicamente.
Y sin embargo, para Rodríguez, eso no fue un fracaso. “Cada barrido mapea lo que no está”, dijo. “Y cada búsqueda moldea la siguiente”.
La UBPD ha recuperado 2.490 cuerpos en todo el país desde 2018, con 1.239 encontrados solo en 2024. Pero ninguno de Buenaventura—todavía. Ese vacío pesa. Albarracín describió cómo subía al bote, exhausto, solo para encontrarse con madres en el muelle preguntando: “¿Encontraste a mi hijo?”. Todo lo que podía hacer era negar con la cabeza.
Las futuras inmersiones dependen de la Jurisdicción Especial para la Paz, donde excombatientes pueden confesar sitios de entierro. Nuevas técnicas, como el muestreo de ADN ambiental—filtrar el agua en busca de trazas genéticas—se están poniendo a prueba. Hasta entonces, la búsqueda se pausa, pero las ondas permanecen. Durante la misión, más de una docena de familias presentaron por primera vez reportes de desaparición. Las emisoras locales ahora transmiten llamadas en vivo. Niños que antes temían pronunciar sus nombres, ahora los escriben en cuadernos.

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Cuando la Memoria Flota Sin Huesos
En excursiones escolares, los niños ven la Isla de las Calaveras desde la carretera y escuchan historias de una ciudad bajo el agua. El trauma se filtra en lo cotidiano: las tasas más altas de TEPT y violencia doméstica en Colombia tienen origen aquí, en este estuario donde los muertos nunca regresan.
El líder comunitario Sergio Cubillos ayudó a reconstruir el sistema de agua de su aldea después de que la contaminación arruinara la fuente río arriba. Pero antes que las tuberías, dice, debe venir la justicia. En una ceremonia yoruba final, los ancianos pidieron al estuario que perdonara a los vivos por haberlo perturbado—y que se perdonara a sí mismo por haberse convertido en tumba.
“No podemos hablar de turismo, inversión ni nada más”, dijo Cubillos, “hasta que nombremos a los que el río se tragó”.
El acuerdo de paz de Colombia de 2016 prometió verdad, no solo paz. Pero la violencia aún persiste. Las desapariciones continúan. Solo el reconocimiento evita la repetición, sostienen funcionarios de la UBPD. Y quizás esta inmersión—fallida en apariencia—logró precisamente eso.
Mostró a los perpetradores que el agua ya no está en silencio. Enseñó a los niños que los fantasmas no pueden borrar sus nombres. Les dio a las madres, por primera vez en veinte años, a alguien a quien preguntar a dónde fueron sus hijos.
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Mientras Albarracín se prepara para una nueva misión—esta vez en Caquetá, donde se cree que las FARC hundieron canoas llenas de cemento—guarda su cinta yoruba de nuevo en la mochila. “Las diosas vienen conmigo”, dice, “porque cada río colombiano guarda secretos. Y el valor viaja mejor con bendición”.
Créditos: Basado en reportajes originales de The Guardian, con entrevistas e investigación de campo de María Victoria Rodríguez, Pedro Albarracín, Adriel Ruiz y líderes comunitarios locales. Investigación apoyada por la UBPD, la Jurisdicción Especial para la Paz y organizaciones aliadas en Buenaventura.