El drama persistente de Perú: ocho presidentes, batallas judiciales sin fin

Desde Alberto Fujimori hasta Dina Boluarte, casi todos los presidentes peruanos desde el año 2000 han enfrentado procesos judiciales por sospechas de corrupción o mala conducta. Esta serie de escándalos revela problemas significativos en las instituciones nacionales y tiene repercusiones en la arena política. Afecta la fe del público en el gobierno democrático.
Una cascada de condenas e investigaciones
Los presidentes peruanos a menudo sufren daños políticos durante su mandato. Los líderes recientes han tenido mandatos inestables debido tanto a los desafíos geográficos de los Andes como a los casos judiciales, que incluyen juicios y tiempo en prisión. Más allá de simples rivalidades políticas, la asombrosa cantidad de acusaciones contra expresidentes revela un problema sistémico más profundo: una infraestructura estatal débil que enfrenta desafíos para erradicar la corrupción persistente.
La condena de Ollanta Humala la semana pasada volvió a atraer la atención internacional sobre las batallas legales de Perú. Sentenciado a 15 años por lavado de dinero, el exmandatario de 62 años se suma a la creciente lista de expresidentes que residen en la prisión de Barbadillo, una “casa” poco ceremoniosa que también comparten Alejandro Toledo y Pedro Castillo. Según los fiscales, Humala y su esposa, Nadine Heredia, supuestamente recibieron millones de dólares de la constructora brasileña Odebrecht y del entonces presidente venezolano Hugo Chávez para financiar las campañas de Humala en 2006 y 2011. Mientras su equipo de defensa argumenta que la sentencia es “excesiva”, los críticos creen que simboliza un país que finalmente exige responsabilidad a sus figuras más poderosas.
Las acusaciones van desde sobornos y financiamiento ilegal de campañas hasta cargos más graves como violaciones a los derechos humanos. Igual de significativo es el hecho de que esta cadena de acusaciones no discrimina por ideología política ni generación. El contexto histórico muestra que líderes de distintas tendencias—de derecha, centro e izquierda—han caído en la red de acusaciones por corrupción. Observadores sostienen que el poder en Perú suele actuar como un imán para actos inescrupulosos, ya que las deudas de campaña, el clientelismo político y la débil supervisión preparan el terreno para la corrupción incluso antes de que comience una nueva administración.
Los mandatos presidenciales en Perú toman forma a través de actividades políticas corruptas, incluyendo sobornos y la interferencia judicial, acompañadas de acusaciones de enriquecimiento ilícito. Exfuncionarios que se retiraron de la política hace años ahora están atrapados en investigaciones que revelan una corrupción institucional que se ha mantenido por décadas. Mientras tanto, crece la frustración pública. La gente en Lima y Cusco se ha vuelto cínica respecto al voto, porque ven que sus papeletas conducen a promesas rotas y casos judiciales televisados.
Un llamado judicial con muchos nombres
Una visión general revela un patrón preocupante. Alberto Fujimori, quien gobernó entre 1990 y 2000, fue condenado en 2009 por graves violaciones a los derechos humanos—relacionadas con las masacres de Barrios Altos y La Cantuta—además de secuestro tras su autogolpe de 1992. Aunque inicialmente fue sentenciado a 25 años, recibió un indulto humanitario a finales de 2023 y falleció en 2024. Muchos peruanos ven su legado como una línea divisoria en la nación: algunos lo reconocen por sofocar las insurgencias, mientras otros denuncian los abusos de su régimen.
Alejandro Toledo, presidente entre 2001 y 2006, fue extraditado desde EE.UU. en 2023. En 2024, el tribunal lo sentenció a 20 años y 6 meses de prisión por lavado de dinero. Este caso también involucró una operación de sobornos de $35 millones con Odebrecht. Alguna vez considerado relevante por sus vínculos con comunidades indígenas, su caída fue rápida. La evidencia en su contra creció y ahora vive en la prisión de Barbadillo, junto a otros expresidentes conocidos por actos indebidos.
Alan García—quien tuvo dos mandatos, de 1985 a 1990 y de 2006 a 2011—fue investigado por presuntos sobornos relacionados con la expansión del metro de Lima. Al no querer enfrentar el arresto, se quitó la vida en abril de 2019. Sus simpatizantes lo alababan como un líder carismático que promovía la democracia. Otros afirman que la corrupción dañó irreversiblemente su reputación. Su trágico final muestra cómo las investigaciones judiciales pueden llevar incluso a figuras prominentes a la desesperación.
Pedro Pablo Kuczynski, elegido en 2016, enfrentó intentos de destitución cuando salió a la luz que Odebrecht había hecho pagos a su consultora privada, Westfield Capital, durante su tiempo como ministro. Renunció en 2018 en medio de controversia. Aunque insiste en que los pagos fueron legales, el caso sigue abierto, con fiscales buscando una posible condena de hasta 35 años.
Mientras tanto, Martín Vizcarra—antes visto como reformista—enfrenta un juicio por supuestos sobornos recibidos cuando fue gobernador de Moquegua, y Pedro Castillo, quien gobernó brevemente de 2021 a 2022, está en prisión tras intentar disolver el Congreso. Su intento de tomar poderes casi dictatoriales podría llevarlo a 34 años de cárcel si es condenado por rebelión y abuso de autoridad.
Por último, la actual presidenta Dina Boluarte también ha estado envuelta en controversias. Aunque aún no enfrenta cargos formales, está vinculada a dos investigaciones: “Rolexgate”, un escándalo de presunto soborno relacionado con relojes de lujo no declarados, y su responsabilidad en las muertes durante las protestas de 2022 y 2023. Hasta ahora, el Congreso ha archivado el caso de los relojes, pero muchos peruanos sospechan que podría resurgir más adelante.
Lecciones más amplias para el futuro de Perú
Los escándalos presidenciales siguen ocurriendo. Esto demuestra que la gobernabilidad democrática en Perú no es estable. Algunos ven las acusaciones y condenas como señales de que el sistema judicial tiene poder. Otros creen que la corrupción continúa en la política. Décadas atrás, Fujimori planeó un autogolpe. Esto demostró lo frágil que puede ser el orden constitucional.
Para los analistas, los problemas básicos incluyen leyes antiguas sobre financiamiento electoral y la falta de frenos y contrapesos. Aunque las investigaciones sobre Odebrecht y otras redes de corrupción han abarcado varios países de América Latina, Perú destaca por la cantidad de altos funcionarios implicados. La gran pregunta es: ¿Este aumento en las demandas indica un cambio duradero en la sociedad? ¿O seguirá el patrón habitual de escándalos con diferentes líderes?
Al mismo tiempo, los peruanos comunes enfrentan las dificultades generadas por los cambios políticos. Las protestas por el aumento de los precios, la falta de empleo y la desigualdad a menudo se transforman en llamados a cambios profundos en las instituciones actuales. Estas protestas pueden desafiar el orden existente. A veces, evolucionan hacia demandas de reformas sistémicas. Muchos sospechan que el cambio genuino requiere reescribir las reglas del juego: una nueva constitución o un sistema político más abierto que controle el poder ejecutivo de forma más efectiva.
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El destino de Ollanta Humala—cumpliendo condena junto a otros líderes que alguna vez fueron admirados o respetados—simboliza una advertencia. Hay una delgada línea entre las promesas de progreso y las agendas personales. Perú enfrenta las investigaciones actuales con una verdad ya demasiado conocida: las campañas con atractivo ganan votos, pero la corrupción estructural vuelve a surgir. Esto daña reputaciones y frustra las esperanzas de la nación. Para Perú, el desafío es guiar este ajuste de cuentas continuo hacia un futuro con mayor transparencia y responsabilidad. Solo entonces los ciudadanos podrán comenzar a confiar en una presidencia libre de escándalos y guiada por un verdadero servicio a la república.