AMÉRICAS

El llanto del Titicaca: Cómo el abandono y la contaminación están asfixiando al lago sagrado de Bolivia

En el lago navegable más alto del mundo, el silencio ha reemplazado el golpeteo de las redes. A lo largo del lago Titicaca —el espejo sagrado compartido por Bolivia y Perú— los peces están desapareciendo, las totoras ennegrecidas y las familias se están yendo. Lo que desaparece es más que una pesquería: es un paisaje acuático de memoria, sustento y ceremonia. Lo que avanza es una mezcla evitable de aguas residuales, escorrentía minera y sequía impulsada por el clima, que convierte la ribera boliviana en una advertencia estancada.


Donde el lago se adelgaza, desaparecen los medios de vida

El Titicaca no es un solo lago, sino dos cuerpos de agua. Al sureste se encuentra el “lago menor”, Huinaymarka, una cuenca poco profunda de aproximadamente 2.000 kilómetros cuadrados, donde gran parte del lecho se sitúa apenas dos a cuatro metros sobre el lodo. En los años de sequía, ese colchón colapsa. Los lugareños señalan ahora lugares donde el agua apenas alcanza cincuenta centímetros. Al otro lado del estrecho de Tiquina, el “lago mayor” aún conserva su dignidad azul profunda. Pero en Huinaymarka, la vida se está apagando.

“La vida en el lago es triste; estamos perdiendo los peces, las totoras se están quemando, el agua está turbia”, dijo Óscar Limachi, líder indígena de Quehuaya, en declaraciones a EFE.

Su lamento tiene peso demográfico: los jóvenes están migrando.

“Por la contaminación, hay mucha migración”, añadió.

En los lugares donde antes Karachi y Mauri se enredaban en las redes, EFE encontró solo agua vacía y un olor metálico. El sagrado vivero de generaciones se ha convertido en un lugar para abandonar.


Cohana, el punto de asfixia

Sigue el hedor río arriba y llegarás a la bahía de Cohana, donde el río Katari descarga los desechos sin tratar de El Alto y Viacha en el lago. Casi un millón de habitantes de El Alto vierten sus aguas residuales en tres afluentes que se unen en el Katari, el cual luego inyecta el cóctel en Cohana como una jeringa.

“La contaminación que afecta al lago proviene de la actividad humana, industrial y minera”, explicó el investigador ambiental Xavier Lazzaro, de la Autoridad Binacional del Lago Titicaca (ALT), a EFE.

La llama una “degradación invisible”: el fósforo de los detergentes alimenta las floraciones de algas; cuando mueren, las bacterias consumen el oxígeno, creando bolsas donde se forma sulfuro de hidrógeno —“con el poder de matar peces, ranas y aves”, dijo Lazzaro a EFE.

Desde la orilla, las consecuencias son claras. Cerca de Cohana, el agua se vuelve pantanosa; las microalgas cubren la superficie mientras una resina parecida al alquitrán se adhiere a las totoras. Estas totoras —tienda, herramienta y templo a la vez— alimentan el ganado, proveen embarcaciones y sostienen la ribera. Ahora los animales se niegan a comer totoras cubiertas con costras negras. Y la contaminación no se queda en Cohana. Los residentes contaron a EFE que la mancha deriva hacia otras comunidades y rodea islas que alguna vez fueron claras.


Una isla se vacía, una cultura se deshilacha

En Sicuya, la isla más pequeña del Titicaca, quedan menos de 300 personas. Un puesto de salud aún funciona, pero la escuela ha disminuido a solo 27 estudiantes.

“Hace unos años había muchos estudiantes”, dijo el profesor de secundaria Octavio Quispe a EFE, señalando que algunos grados tienen solo un alumno.

Las casas permanecen cerradas, revividas solo en las fiestas.

En el embarcadero, el lago es oscuro y viscoso, las totoras cubiertas de negro.

“Aquí ya no hay peces; esa contaminación ha hecho que los perdamos”, dijo la autoridad insular Santiago Quispe a EFE. “Antes el agua era transparente. Hace quince años, cuando era niño, el agua era hermosa.”

Esa belleza parpadea solo en fragmentos: destellos de sol entre las totoras, ancianos recordando cuando las estaciones guiaban la siembra y el remiendo de redes. Ahora el calendario se marca por las capturas fallidas y los parientes ausentes, atraídos por cuartos alquilados en El Alto en lugar de una orilla envenenada. La cultura se deshilacha junto con la ecología: canciones y ceremonias ligadas a los peces y las totoras se silencian cuando ya no queda ninguno.

EFE/ Luis Gandarillas

Lo que se necesita para revertir la marea

La ciencia es precisa; la gobernanza, no. Todos coinciden en que un lago tan vasto no puede restaurarse con un solo proyecto. Sin embargo, las medidas básicas se retrasan. Las plantas de tratamiento de aguas residuales siguen siendo ineficientes, y la modernización de la planta central de El Alto se ha demorado años. Estudios de grupos locales como la Fundación Tierra advierten que la mitigación estatal es más visible en el papel que en el agua. La escorrentía minera sigue bajando desde Viacha y la cordillera, mezclándose con aguas sin tratar en el Katari. El cambio climático agrava la sequía.

Tres verdades prácticas destacan:

  1. Los presupuestos ambientales son presupuestos políticos. A menos que las aguas residuales de El Alto se traten antes de llegar al Katari, el Titicaca será sobrecargado por nutrientes y patógenos. Financiar, construir y mantener —palabras mundanas— podrían producir resultados hermosos: agua clara, oxígeno, peces.
  2. Las descargas industriales y mineras deben ser rastreables y exigibles. El incentivo para omitir el tratamiento está escrito en el precio del mineral; la aplicación de la ley debe cambiar ese cálculo.
  3. El testimonio local no es opcional. Los pescadores y mallkus saben dónde y cuándo el agua cambió. Ignorar su conocimiento asegura el fracaso donde más importa la acción.

También hay una verdad moral que no necesita laboratorio: la frase de Limachi —“La vida en el lago es triste”— es prueba suficiente. Cuando las totoras sagradas se marchitan y las escuelas se reducen a cuatro estudiantes por grado, la crisis es tanto cívica como ecológica. El Titicaca es binacional y multigeneracional. Su rescate también debe serlo.

La paradoja es que la solución es urgente pero prolongada. Incluso un tratamiento perfecto no eliminará años de fósforo del lodo de la noche a la mañana; ni una aplicación estricta borrará la sequía. Sin embargo, actuar ahora puede evitar que el lago mayor herede el dolor del menor. Puede llamar a los peces de vuelta a las bahías donde los niños recuerdan el agua clara. Puede mantener viva la escuela de Sicuya. Puede hacer que la frase “lago sagrado” vuelva a ser honesta.

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Hasta entonces, el sonido alrededor de Cohana no es el chapoteo de una red sino el silencio plano de un agua inmóvil. Ese silencio no es paz: es advertencia. Si Bolivia quiere que el futuro escuche otra cosa —el susurro de las totoras, el deslizar de los peces, la risa de los niños que vuelven de la escuela por una orilla limpia— sabe lo que debe hacer.

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