AMÉRICAS

Guardianes de la Laguna de Honduras mantienen la línea entre el hambre y la esperanza

En la Laguna de los Micos, una vasta laguna bordeada de manglares en la costa caribeña de Honduras, el agua está quieta como un espejo al amanecer. Pero bajo esa superficie se esconde una tensión: entre el sustento y la supervivencia, la protección y la pobreza. Aquí, pescadores y guardaparques están poniendo a prueba un experimento incierto: una veda pesquera anual de dos meses destinada a salvar la laguna que los alimenta.

Un vivero bajo asedio

La laguna es más que un cuerpo de agua. Es una cuna de vida, un vivero donde pargos, roncos y una infinidad de peces de arrecife pasan sus primeros meses antes de salir al Caribe abierto. Investigadores locales estiman que alrededor del 80% de las especies más valiosas de la región comienzan aquí, ocultas entre las raíces de los manglares y alimentándose en sus aguas tranquilas. “Una belleza, una belleza natural”, dijo un pescador a Mongabay, mirando el agua con una mezcla de afecto y cansancio.

Para mantener viva esa belleza, las 12 comunidades que rodean la laguna hicieron un frágil pacto. Cada año dejan de pescar durante dos meses para permitir que las poblaciones se recuperen. Durante esa pausa, guardaparques de la Fundación PROLANSATE, a veces acompañados por militares, patrullan los canales, confiscan equipos ilegales y recuerdan a sus vecinos por qué las reglas importan. Los letreros a lo largo de la orilla prohíben los arpones, las redes de enmalle, las atarrayas y las redes de arrastre, métodos que pueden dejar una laguna vacía.

El principio es simple: dejar a los peces tranquilos el tiempo suficiente para que la laguna se reponga. Pero como dijo un guardaparque a Mongabay, la vigilancia no se trata de poder. “No cuidamos los peces para nosotros. Los cuidamos para las comunidades.”

Patrullas, resistencia y el precio de la protección

En el papel, la veda es unánime. En el agua, es un juego del gato y el ratón. Los guardaparques describen redes escondidas entre los manglares, pescadores que huyen al escuchar un motor fuera de borda y confrontaciones ocasionales que rozan la violencia. “Ellos no se detendrán”, dijo un guardaparque de PROLANSATE con voz firme. “Si pueden chocarte, lo harán. Y si pueden hundirte, mejor aún.”

Los guardaparques son los primeros en responder, documentando infracciones antes de que los militares intervengan para confiscar el equipo o multar a los infractores. Pero la división no siempre es entre la ley y la ilegalidad. Muchos residentes dicen que la aplicación de las reglas es desigual: que los pescadores más pobres, que reman cayucos con redes remendadas, enfrentan más vigilancia, mientras los grupos más adinerados con motores potentes y redes más grandes escapan. “Aquí vemos que la ley solo se aplica a la gente de bajos recursos”, dijo un miembro de la comunidad a Mongabay, expresando una frustración tan antigua como las mareas.

Los guardaparques no niegan la tensión ni el peligro. “Los que queremos mejorar este recurso a veces somos vistos como enemigos”, dijo otro miembro de patrulla. Las amenazas, agregó, son comunes; algunos compañeros han renunciado tras ser acosados o acorralados. Aun así, continúan en el trabajo. En la última temporada, los equipos de PROLANSATE confiscaron nueve redes de enmalle, 14 atarrayas, seis máscaras, dos cañas, dos arpones y cuatro mosquiteros en las 12 comunidades. “Todos somos responsables”, dijo en voz baja un guardaparque. “Esa es la realidad.”

Cuando las reglas se enfrentan al hambre

La norma puede ser clara, pero el hambre lo nubla todo. La mayoría de las familias que rodean la laguna —se estima que alrededor del 95%— dependen directamente de la pesca o la recolección de cangrejos. La veda busca preservar su futuro, pero el presente es implacable. “De vez en cuando, la gente sale a pescar porque podría morir de hambre”, admitió un residente.

Los guardaparques dicen que la educación es tan vital como la vigilancia. Visitan las aldeas para explicar cómo una pausa breve mantiene viva la laguna. “Así, el resto del año, tienes algo de qué vivir”, dijo un miembro de PROLANSATE. Pero cuando una lancha patrullera se acerca a un cayuco lleno de redes, la conversación se vuelve personal. “¿Sabe que hay veda? Las atarrayas están estrictamente prohibidas”, le dijo un guardaparque a un hombre durante un encuentro presenciado por Mongabay. El pescador asintió, prometiendo detenerse, por ahora. “Si regresa y vienen los militares”, advirtió el guardaparque, “se las volverán a quitar.”

Las herramientas prohibidas tientan a todos. Los arpones, prohibidos a nivel nacional, aún aparecen en los informes de patrulla; sus usuarios dicen que solo los usan para alimentarse. Pero estas armas apuntan a los peces reproductores más grandes, los mismos que sostienen las futuras capturas. Es un tira y afloja moral entre la necesidad y la previsión, entre la próxima comida y la próxima generación.

Consciente de esto, PROLANSATE ha comenzado a capacitar a los habitantes en finanzas básicas y pequeños emprendimientos, buscando que la veda sea menos punitiva. Pero las alternativas son escasas. Como dijo un guardaparque: “Lo más difícil no son las patrullas. Es decirle a la gente que no pesque cuando la cocina está vacía.”

Pruebas de recuperación—y una paz frágil

A pesar de las dificultades, hay señales de que la laguna respira con más facilidad. Tras los cierres, los científicos han registrado incrementos medibles en la biomasa y diversidad de peces. En la región más amplia de la Bahía de Tela, donde las especies comerciales han disminuido en otros lugares, las poblaciones dentro de las lagunas gestionadas por las comunidades se mantienen estables, e incluso en algunos casos, aumentan.

Son victorias frágiles, fácilmente revertidas por la complacencia o el conflicto. Honduras sigue siendo uno de los países más peligrosos para los defensores ambientales, donde luchar por la conservación puede implicar un riesgo fatal. Pero la Laguna de los Micos se ha convertido en un raro experimento de coexistencia: reglas locales aplicadas por manos locales, con apoyo estatal solo cuando es necesario.

Los guardaparques conocen las probabilidades. También saben por qué siguen adelante. “Créame, me enamoré del parque”, dijo uno, apoyado en su lancha tras un largo día retirando redes. “Quiero seguir protegiendo esta área. Todos los que trabajamos en conservación lo hacemos porque nos gusta, y porque lo amamos.”

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Cuando el atardecer se funde con los manglares, el agua refleja el cielo que se apaga. En algún lugar, una garza camina entre las aguas someras. La lancha patrullera se deja llevar. Al frente está la laguna que alimenta a miles —y pone a prueba la paciencia de una nación para el compromiso. Detrás, letreros pintados a mano recuerdan a todos lo que exige la temporada. Entre esos límites, guardaparques y pescadores intentan, una y otra vez, mantener viva una pequeña parte de Honduras para el mañana.

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