AMÉRICAS

Jayuya a los 75 años: la revolución inconclusa de Puerto Rico y la memoria que se niega a desaparecer

Al amanecer, en las montañas del centro de Puerto Rico, la neblina aún se aferra a las estrechas carreteras de Jayuya, las mismas que hace 75 años resonaron con disparos y desafío.
Aquel pequeño pueblo se convirtió entonces en la improbable capital de una república efímera: el escenario de un levantamiento que no pretendía ganar, sino ser visto. Para los nacionalistas, la visibilidad era el arma; la invisibilidad, el enemigo.
Su rebelión contra el dominio estadounidense duró apenas unos días, pero su argumento nunca terminó de apagarse.


Una revuelta diseñada para ser vista por el mundo

El 30 de octubre de 1950, un puñado de insurgentes leales a Pedro Albizu Campos decidió que el silencio colonial de Puerto Rico debía romperse—en voz alta, públicamente y al precio que fuera necesario.
Uno de ellos era Heriberto Marín, hoy de 96 años, que aún recuerda aquella mañana con la claridad de quien la ha revivido mil veces.
“El propósito era quitarles las armas a los policías en el cuartel, no pelear con ellos”, contó a EFE, describiendo cómo se unió desde el sector Coabey de Jayuya.
El plan, dijo, era reagruparse en el pueblo vecino de Utuado, resistir y obligar al mundo a enfrentar lo que a los puertorriqueños se les prohibía decir en voz alta: que vivían en una colonia con otro nombre.

A la misma hora, en otros puntos de la isla, otros nacionalistas actuaban: asaltaban oficinas de correos, tomaban cuarteles de policía e incluso atacaban La Fortaleza, la mansión del gobernador en San Juan.
“El mensaje tenía que llegar al mundo”, explicó el historiador José “Che” Paraliticci a EFE. “Tomaron cuarteles, correos y propiedades federales. Era la única forma de hacer que la gente mirara.”
En Washington y Nueva York, simpatizantes organizaron protestas paralelas.

El propósito de la rebelión nunca fue militar. Fue político: una puntuación histórica.
Como el Grito de Lares contra España ochenta años antes, Jayuya fue una declaración de agencia—una recordación de que la cuestión de la soberanía puertorriqueña no estaba resuelta, solo pospuesta.


El caos y el coraje de octubre de 1950

A pesar de su carga simbólica, la insurrección se sostuvo entre rumores y lluvia.
“Fue tan inesperada y tan desorganizada que los comandantes no podían comunicarse entre sí”, recordó Marín.
Nombres que luego serían leyenda—Blanca Canales, Carlos Irizarry, Elio Torresola—eran, en ese momento, personas improvisando en aislamiento.
“Yo no estaba armado”, dijo. “Íbamos casa por casa buscando armas. Un primo tenía una escopeta, pero sin cartuchos.”

Bajo un cielo gris, tomó posición junto a un camino fuera del pueblo, esperando órdenes que nunca llegaron.
El 3 de noviembre, los soldados lo encontraron. Fue arrestado, condenado a cadena perpetua y liberado nueve años después, gracias a la presión internacional y, según cree, a la silenciosa intervención del papa Pío XII.

No cuenta la historia con arrepentimiento.
“Sigo siendo un soldado raso de la patria”, dijo a EFE. “Uno más que no se ha arrodillado, que se siente honrado de haber participado en la lucha.”
Sus palabras no suenan a bravata, sino al orgullo tranquilo de quien apostó su juventud para que su país se mirara al espejo.


Bombas sobre Jayuya y una república de un día

Cuando Estados Unidos respondió, lo hizo desde el cielo.
Aviones de la Guardia Nacional bombardearon y ametrallaron las montañas de Jayuya: fue la primera vez que aeronaves estadounidenses atacaban territorio de Estados Unidos desde Pearl Harbor.
“Bombardearon los campos y ametrallaron a los revolucionarios”, contó Marín a EFE. El mensaje era inequívoco: la soberanía estaba en otro lugar.

Cuando el humo se disipó, 29 personas habían muerto: rebeldes, policías y civiles.
Durante aproximadamente 24 horas, los nacionalistas proclamaron una república puertorriqueña independiente; para el anochecer, había desaparecido bajo el rugido de los aviones.

El contraataque estatal borró la infraestructura del levantamiento, pero no su intención.
Tanto Lares como Jayuya fracasaron como guerras, pero triunfaron como espejos, obligando a puertorriqueños y estadounidenses a enfrentar la contradicción de una democracia sostenida por un estatus colonial.

“La idea nunca fue conquistar”, dijo Paraliticci. “Era exponer la verdad.”
Esa verdad sigue siendo incómoda: el futuro político de la isla continúa siendo una pregunta diferida, debatida en cada elección, resuelta en ninguna.

EFE/Jorge Muñiz

El deber de la memoria en un presente aún indeciso

Los aniversarios seducen. Transforman la angustia en herencia y la rebelión en folclore.
Pero Jayuya se resiste a la simplificación. Conmemorarlo honestamente exige admitir cuánto ha cambiado—y cuánto no.
Setenta y cinco años después, Puerto Rico sigue habitando una zona gris legal: ni estado, ni nación independiente, gobernado por decisiones tomadas, en su mayoría, desde fuera.

La conmemoración, entonces, debe ir más allá de los actos y las placas.
Debe retomar la pregunta que motivó el levantamiento: ¿quién define el destino de la isla?
Independencia, estadidad y libre asociación tienen cada una sus defensores; lo que las une es el cansancio de ser llamados “territorio”, un eufemismo que oculta más de lo que revela.
Los rebeldes de 1950 forzaron la conversación a la luz del día, y cada generación posterior ha heredado ese resplandor incómodo.

La historia, cuando se cuenta bien, no consuela: incomoda.
Recuerda que el objetivo de los nacionalistas era la visibilidad: una exigencia de ser contados como pueblo, no como apéndice.
Esa demanda aún resuena cada vez que la isla vota en plebiscitos no vinculantes o suplica al Congreso derechos que ya ejerce en sangre durante las guerras de Estados Unidos.
El argumento de Jayuya no es nostalgia: es una tarea inconclusa.

“El día que eso pase, espero que estés allí”, solía decir Albizu Campos a sus seguidores cuando le preguntaban cuándo comenzaría la revolución, según recordó Marín a EFE.
Quería decir que el cambio empieza cuando los testigos deciden presentarse.


Lo que permanece

Esa advertencia sigue vigente.
Nos previene de domesticar a los nacionalistas como figuras sentimentales y de permitir que su historia se convierta en adorno de agendas ajenas.
Les pide a los puertorriqueños, dentro y fuera de la isla, que sigan interrogando tanto su pasado como sus decisiones futuras.

Las últimas palabras de Marín cargan ese peso mejor que cualquier monumento:
“Soy uno más que no se ha arrodillado”, dijo a EFE.
En su desafío no hay amargura, solo resistencia: la clase de resistencia que sobrevive a los regímenes y a los aniversarios por igual.

Las colinas de Jayuya están tranquilas ahora, sus cicatrices suavizadas por el bosque y el tiempo.
Pero bajo la hierba persiste la memoria de aquel día en que los puertorriqueños pronunciaron la palabra prohibida —independencia— y desafiaron al mundo a escuchar.
Si ese mundo los ha escuchado, o si alguna vez lo hará, sigue siendo la pregunta más duradera de la isla.

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