La crisis interminable del Perú: cae otra presidenta y la república contiene la respiración

El Perú despertó ante otra caída presidencial. El Congreso destituyó a Dina Boluarte por “incapacidad moral permanente” y juramentó a su propio líder. La votación cerró un capítulo de caos, pero reveló una enfermedad más profunda: la de la legitimidad, la seguridad y la gobernabilidad misma.
Una herramienta constitucional convertida en costumbre
La vacancia presidencial en el Perú alguna vez fue un recurso extremo, una válvula constitucional contra la tiranía o el fraude. Hoy se ha vuelto un reflejo. En una sesión nocturna que se sintió más ritual que justicia, 122 de 130 congresistas —de izquierda, derecha y centro— votaron por destituir a Boluarte. La acusación, “incapacidad moral permanente”, fue tan vaga como siempre: una palanca política usada cada vez que el Congreso quiere forzar la puerta de Palacio.
Al amanecer, José Jeri, presidente del Congreso, se presentó con la banda roja y blanca. El Perú, que no tiene vicepresidente, volvió a improvisar su sucesión. El espectáculo se ha vuelto familiar: seis líderes han caído desde 2018. Tres expresidentes están en prisión. Uno, Pedro Castillo, persiste como un fantasma, tras su fallido intento de disolver el Congreso en 2022, que provocó su caída y el ascenso de Boluarte.
Afuera, las multitudes gritaban, ondeaban banderas, estallaban cohetes en el aire húmedo. Dentro de los hogares, pocos celebraban. El ánimo público ha pasado de la indignación al agotamiento. El carrusel de vacancias se ha convertido en una forma de gobierno por adrenalina, un país que siempre vuelve a empezar.
Esta última caída no trata de los errores de una sola líder. Trata de un sistema que ha hecho de la destitución un sustituto de la reforma institucional. Cuando cada crisis termina en otra vacancia, la democracia deja de ser negociación y se convierte en demolición.
De promesa a paria en tiempo récord
Boluarte empezó como un compromiso: la primera mujer presidenta del Perú, heredando el poder tras el caótico autogolpe de Castillo. Prometió calma. En pocos meses, la calma se transformó en crisis.
Su aprobación se desplomó a entre 2% y 4%, una de las más bajas del mundo. Los escándalos se le pegaron como sombra. La prensa bautizó su caída como “Rolexgate”, por los relojes de lujo que lucía en actos oficiales. Una cirugía estética la dejó acusada de abandono del cargo por no nombrar reemplazo temporal. Pero lo que realmente selló su destino fue la sangre.
A inicios de 2023, la represión de protestas de simpatizantes de Castillo en el sur andino dejó más de cincuenta muertos. Los videos de soldados disparando contra multitudes se repitieron durante semanas. La fiscalía abrió investigaciones por genocidio, homicidio calificado y lesiones graves. Aunque los tribunales puedan absolverla, los funerales siguen siendo una mancha que ningún discurso borra.
Cuando duplicó su salario mientras la criminalidad se disparaba, el disgusto público se volvió desprecio. En Lima, los tiroteos de bandas son noticia nocturna. El ataque del jueves en un concierto, con varios muertos, fue la metáfora final: un gobierno que perdió el control de las calles y de la historia.
Boluarte no asistió a su propia audiencia de vacancia. El Congreso votó mientras dormía. En un mensaje nocturno, calificó la decisión de “teatro político” y aseguró haber “gobernado por la unidad y el orden”. Pero la unidad ya se había evaporado. El Perú había seguido adelante.
Crimen, multitudes y un Congreso en el que nadie confía
A ojos externos, el Congreso podría parecer el adulto responsable de esta historia. En realidad, es la otra mitad del problema. Su popularidad rivaliza con la de Boluarte. El Legislativo peruano es fragmentado, impopular y adicto a la vacancia como atajo al poder.
Sin partidos sólidos ni coherencia ideológica, los congresistas tratan la supervivencia como política pública. Cuando la presidencia se vuelve tóxica, destituir ofrece catarsis rápida y control temporal. Es el equivalente político a borrar el grupo de WhatsApp cuando la discusión se descontrola: reinicio sin resolución.
Mientras tanto, las calles siguen ardiendo. Las protestas, iniciadas en 2022, evolucionaron de marchas pro-Castillo a un descontento generalizado por la pobreza, la inseguridad y la corrupción. El tiroteo en el concierto de Lima no fue solo una tragedia, sino otro recordatorio de que el Estado ya no garantiza seguridad. Las pandillas prosperan, la moral policial se hunde y la confianza se desintegra.
En ese vacío, la “incapacidad moral permanente” se siente menos como doctrina constitucional y más como un mecanismo de supervivencia institucional, un botón de pánico que reemplaza el análisis por el simbolismo.
El ciclo se perpetúa solo: la inestabilidad debilita la gobernanza, lo que aumenta la desconfianza, lo que genera más inestabilidad. Congreso y presidencia se destruyen mutuamente y luego hacen campaña como si no fueran coautores del desastre. El Perú está atrapado en un ouroboros de indignación, devorando su propia legitimidad.
El riesgo ahora es el déjà vu acelerado. Un gobierno interino prometerá “estabilización”. El Congreso prometerá “fiscalización”. Ninguno inspira fe. Cuando nadie cree en las reglas, cada crisis se convierte en una competencia de quién grita más fuerte.
Lo que requeriría una verdadera estabilización
Hay salida del espiral, pero es lenta y menos vistosa que las luchas de poder.
Primero, rendición de cuentas. Las muertes de 2023 no pueden disolverse en la niebla judicial. Procesos transparentes, audiencias públicas y reparaciones para las familias demostrarían que la justicia no es opcional. La democracia peruana no puede seguir enterrando a sus víctimas y llamándolo reconciliación.
Segundo, certeza. Las elecciones anticipadas están programadas para abril de 2025, pero los peruanos han aprendido a desconfiar. Esas fechas deben ser inamovibles, protegidas por cronogramas vinculantes, supervisión internacional y reglas claras. Los votantes deben dejar de ser pasajeros y volver a tomar el timón.
Tercero, reforma interna. El Congreso debe enfrentar su adicción a la vacancia. La ambigua frase “incapacidad moral” debe redefinirse o reemplazarse, con umbrales más altos y pruebas exigibles. Al mismo tiempo, el fortalecimiento de los partidos —financiamiento transparente, democracia interna, alianzas estables— podría trasladar la política de las personalidades a las ideas.
Cuarto, restaurar la seguridad sin militarizar el miedo. La ola criminal no se romperá con toques de queda y consignas. Se necesita policía coordinada, lucha anticorrupción en las fuerzas del orden e inversión real en educación y empleo, especialmente en el sur y los Andes, aún marcados por la represión. La seguridad sin legitimidad se convierte en represión; la legitimidad sin seguridad, en eslogan. El Perú necesita ambas.
Y finalmente, el tono. Lo que esta nación exhausta necesita no es otro salvador con banda presidencial, sino líderes que reconozcan sus límites. El Congreso debe abandonar su teatro de venganza. El presidente interino debe resistir el populismo fácil. La próxima elección no puede tratarse de quién salvará al Perú, sino de quién lo reconstruirá.
La destitución de Boluarte puede parecer justicia, pero la justicia sin reforma es solo ritual. La celebración frente al Congreso se desvanecerá en el mismo silencio amargo que siguió a las últimas cinco caídas. El Perú ha confundido castigo con progreso.
Un futuro frágil, otra vez
Al amanecer en Lima, las luces del Palacio seguían encendidas. Adentro, José Jeri ensayaba discursos sobre unidad. Afuera, los peruanos miraban las noticias con cansancio e incredulidad. Otra presidenta caída. Otra promesa de restaurar la fe. Otro comienzo que ya suena a final.
La verdad es brutal: el Perú no solo tiene una crisis de liderazgo; tiene una adicción a la crisis misma. El sistema sigue devorando a sus presidentes porque nada lo detiene. Si el país quiere escapar del espiral, debe cambiar el espectáculo por la estructura, la indignación por la construcción institucional.
La solución suena casi aburrida: crear instituciones que fracasen lentamente en lugar de líderes que fracasen espectacularmente. Pero lo aburrido es justo lo que el Perú necesita: una política que decepcione de forma predecible en lugar de colapsar de forma dramática.
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Por ahora, el Palacio tiene un nuevo ocupante. La pregunta que resuena en sus pasillos —y en las calles— es la misma de siempre:
¿Cuántas veces más puede una nación sobrevivir a salvarse a sí misma?