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La generación al borde de Perú: la promesa de orden de José Jerí frente a una calle que se niega a guardar silencio

Tras la muerte de un joven manifestante en Lima, el nuevo presidente de Perú, José Jerí, enfrenta una revuelta que se siente tanto generacional como inevitable. Él promete estabilidad; los organizadores de la Generación Z responden con megáfonos de TikTok, cánticos callejeros y recuerdos de la violencia estatal que se niegan a desaparecer.

Una muerte, muchas fracturas

En Perú, un solo disparo rara vez cierra una historia; generalmente comienza la siguiente. Los fiscales afirman que el artista de hip-hop Eduardo Ruíz, de 32 años, fue asesinado por disparos durante una protesta masiva de miles de personas en Lima. Su muerte está ahora bajo investigación por “graves violaciones de derechos humanos”, informaron las autoridades a la AP.

Videos muestran a Ruíz cayendo al suelo después de que un hombre —aparentemente huyendo de manifestantes enfurecidos— se diera vuelta y disparara una vez antes de correr. Testigos dijeron que el músico había sido acusado de ser un agente encubierto infiltrado entre la multitud. Al caer la noche, el enfrentamiento se había desbordado: casi 100 personas resultaron heridas, incluidos 80 policías y 10 periodistas, según las autoridades. La Asociación Nacional de Periodistas informó que seis reporteros fueron alcanzados por perdigones y cuatro agredidos por la policía.

La muerte de Ruíz coronó una ola de protestas juveniles que llevaba un mes y que comenzó por pensiones y salarios, pero creció hasta convertirse en algo mayor: una acusación directa contra una clase política que los peruanos califican de corrupta, egoísta y desconectada.

El presidente José Jerí ofreció sus condolencias pero se negó a dimitir. “Mi responsabilidad es mantener la estabilidad del país; ese es mi compromiso”, dijo a los periodistas tras pedir al Congreso más poderes para combatir el crimen, según citó la AP.

Pero “estabilidad” suena vacío para una generación criada bajo su lado más oscuro: detenciones arbitrarias, balas de goma y una cadena de líderes —siete en nueve años— derribados por escándalos o negación.

Un presidente sin mandato

Jerí es el séptimo presidente de Perú en menos de una década, un síntoma del caos institucional. El Congreso destituyó a Dina Boluarte, cuya aprobación había caído por debajo del 10 % después de una represión en 2022 que dejó 50 muertos. En ese vacío asumió Jerí, entonces presidente del Congreso con 38 años, prometiendo renovación.

Sus primeras decisiones alienaron a los mismos ciudadanos a quienes ahora suplica confianza. Nombró primer ministro a Ernesto Álvarez, un exjuez ultraconservador conocido por describir a los manifestantes de la Generación Z como “una pandilla que quiere tomar la democracia por asalto” y no representativos de “la juventud que estudia y trabaja”. Fue una chispa instantánea en un país donde estudiantes y trabajadores de reparto han impulsado todas las grandes protestas desde 2020.

Jerí también carga sombras personales. En el pasado enfrentó una acusación de violación que los fiscales archivaron por falta de pruebas, aunque otro hombre sigue bajo investigación. El estigma persiste. En las plazas de Lima, las mujeres encabezaron cánticos de “El violador es Jerí” y “Jerí es violín” —jerga local que asocia “violín” con “depredador sexual”—.

También han apuntado a su historial como legislador, señalando seis proyectos de ley que apoyó y que, según observadores, debilitaron las medidas contra el crimen. Los manifestantes exigen su derogación —y la renuncia de Jerí—.

La policía respondió con cañones de agua, gases lacrimógenos y balas de goma. Las imágenes de mujeres jóvenes gritando contra la violencia mientras avanzaban las brigadas antidisturbios calaron hondo: los fantasmas de la era Boluarte regresaban. “Cuando el poder se niega a escuchar, las calles del Perú aprenden a gritar”, dijo una manifestante, con los ojos enrojecidos por el gas, en declaraciones a la AP.

Una generación que no parpadea

Lo nuevo no es la rabia, sino la velocidad, la organización y la creatividad de quienes la canalizan. El levantamiento en Perú forma parte de una ola más amplia de rebeliones juveniles que se extienden desde Kenia hasta Indonesia. En Lima, los manifestantes marchan bajo banderas negras piratas del anime One Piece, símbolos de desafío ante la autoridad corrupta.

“Estamos luchando contra lo mismo: los corruptos, los asesinos”, dijo David Tafur, electricista de 27 años que se unió tras ver llamados a la acción en TikTok, según declaraciones a la AP.

Esta generación no espera las noticias; las crea. Las transmisiones en vivo continúan mientras la policía se aproxima. Los videos se difunden por X, TikTok y WhatsApp antes de que el gobierno logre construir su narrativa. Es una habilidad de supervivencia aprendida de las protestas mortales de 2022, cuando los comunicados oficiales y los videos de testigos contaban historias opuestas.

Las autoridades parecen haberlo notado. La Fiscalía ordenó rápidamente el retiro del cuerpo de Ruíz del hospital y envió equipos forenses para recolectar pruebas balísticas y de video. La respuesta veloz refleja cuán frágil se ha vuelto la credibilidad del Perú. “La indignación por las pensiones se ha mezclado con la ira por la inseguridad y la corrupción”, dijo el sociólogo Omar Coronel, de la Pontificia Universidad Católica, a la AP.

“No es una explosión, es una erosión”, agregó Coronel: cada escándalo, cada promesa rota va raspando otra capa de fe en la vida pública hasta que no queda más que desconfianza pura. Cuando eso sucede, las calles llenan el vacío cívico.

EFE/ John Reyes Mejía

Hacia dónde va el Perú

El mantra de Jerí —“estabilidad”— puede ser su perdición si la confunde con silencio y no con legitimidad. El Perú no necesita más fuerza; necesita confianza en que el poder puede cambiar sin violencia.

Su primera prueba es la investigación por la muerte de Ruíz. Una pesquisa creíble y transparente —abierta a observadores internacionales, con cronogramas públicos y evidencia publicada— demostraría que la rendición de cuentas es algo más que una palabra. Hasta ahora, pocos creen que eso sucederá.

La segunda prueba es legislativa. Líderes de la sociedad civil piden derogar las seis leyes polémicas que, según ellos, fomentan la impunidad policial y debilitan la supervisión anticorrupción. Hacerlo le costaría aliados conservadores, pero podría ganarle tiempo ante un público escéptico.

La tercera prueba es proteger a quienes documentan la agitación. La Asociación Nacional de Periodistas contabilizó diez reporteros heridos o agredidos en las recientes protestas. La libertad de prensa no es un eslogan: es el primer testigo cuando las instituciones se quedan ciegas.

En última instancia, la policía peruana debe aprender la diferencia entre mantener el orden y reprimir la disidencia. Cada bala de goma y cada video viral amplían el abismo entre los ciudadanos y el Estado.

Las demandas no son radicales: pensiones justas, empleos reales, seguridad sin corrupción, justicia sin sangre. Lo que las vuelve revolucionarias es cuánto tiempo han sido ignoradas.

“Protestar es un derecho, matar es un crimen”, decían los carteles sostenidos en alto en las plazas de Lima: una lección de gramática para un gobierno que sigue reprobando educación cívica.

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Jerí insiste en que puede estabilizar el país. Pero estabilidad no puede significar silencio, ni democracia obediencia. Los ciudadanos más jóvenes del Perú —armados con teléfonos, coraje y memoria— están demostrando que no se dejarán intimidar hasta callar.

Sus cámaras siguen grabando. Su paciencia, no.

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