La guerra de Brasil contra la fe y el fuego: dentro de la redada más letal de Río
Cuando el humo se disipó sobre las colinas del norte de Río de Janeiro, al menos 134 personas estaban muertas —cuatro de ellas, policías— y 2.500 agentes permanecían desplegados en un silencio pesado. La Operación Contención, la mayor redada de seguridad de Brasil en años, había terminado. Pero lo que quedó no fue el triunfo, sino una pregunta: ¿qué resolvió todo esto?
Una demostración de fuerza sin estrategia
La redada comenzó antes del amanecer. Camiones blindados irrumpieron en los distritos de Alemão y Penha, laberintos densos de ladrillo y cableado cerca del aeropuerto de Río. La policía los describió como cuarteles del Comando Rojo, una de las bandas de narcotráfico más antiguas y poderosas de Brasil. Lo que siguió fue el caos: tiroteos, barricadas en llamas y, según los agentes, bombas lanzadas desde drones. Al caer la noche, 64 personas yacían muertas, más de 80 estaban detenidas y las carreteras habían sido selladas como si la ciudad estuviera en guerra.
Las autoridades estatales afirmaron que la mayoría de los muertos eran “sospechosos criminales”. Los residentes contaron otra historia: balas atravesando ventanas, niños escondidos en aulas, helicópteros volando tan bajo que sus rotores destrozaban tendederos. La Oficina de Derechos Humanos de la ONU, citada por la BBC, dijo estar “horrorizada” y pidió “investigaciones rápidas y efectivas”.
La policía de Río sostiene que la operación fue el resultado de una investigación de un año, que permitió incautar drogas y fusiles. Pero la aritmética de la violencia sigue siendo la misma: toneladas decomisadas, vidas perdidas, nada transformado. “Parecía una zona de guerra”, dijo un vecino a la BBC. Y eso, temen muchos, era el objetivo. En Brasil, las redadas masivas suelen preceder a los reflectores internacionales. La COP30, la cumbre climática de la ONU, se celebrará en noviembre en la ciudad amazónica de Belém. Los espectáculos de seguridad pueden complacer a las cámaras y a los votantes, pero rara vez traen paz.
Incluso despojada de política, una misión que deja decenas de muertos pero no ofrece un plan para lo que sigue no es una política: es un reflejo. Cuando las cámaras se van, los vecinos vuelven a las mismas escuelas y mercados donde cayeron los cuerpos. El silencio tras los disparos no es alivio. Es el sonido del miedo asentándose de nuevo.
Fe, miedo y el auge de la narco-religiosidad
Detrás de la violencia, una transformación más silenciosa está remodelando el panorama criminal de Río. Las bandas están adoptando el lenguaje de la religión —y retorciéndolo—. La BBC descubrió cómo el Tercer Comando Puro, una facción rival, rebautizó cinco favelas del norte de Río como el “Complejo de Israel”. Allí, la cocaína lleva estampada la Estrella de David, no como homenaje al judaísmo, sino como alusión a una profecía pentecostal sobre el regreso de los judíos a Israel.
Esta fusión de fe y poder de fuego es lo que los académicos llaman hoy narco-religiosidad. La teóloga Vivian Costa, autora de Evangelical Drug Dealers, dijo a la BBC que los traficantes han empezado a verse a sí mismos como “soldados del crimen”, llamando a Jesús “el dueño” de sus territorios. La ironía es brutal: versículos pintados en los mismos muros donde los pandilleros imponen su ley con fusiles AR-15.
Costa advierte que la religión siempre ha formado parte de los códigos criminales de Río. “Desde el nacimiento del Comando Rojo”, dijo, “las religiones afro y el catolicismo estaban ahí: San Jorge, Ògún, crucifijos, ofrendas”. La ola actual difiere solo en el estilo: lemas evangélicos en lugar de velas, oraciones en lugar de cantos. La fe se ha convertido en armadura y en marca.
La historia del pastor Diego Nascimento demuestra cuán cerca pueden estar la salvación y el pecado. Alegre ministro metodista de 42 años, antes dirigió operaciones del Comando Rojo en Vila Kennedy. La prisión y la adicción al crack casi lo matan. “Perdí a mi familia”, contó a la BBC. “Viví en la calle”. Su conversión comenzó cuando un pandillero predicó con una pistola en la mano. Nascimento abandonó el crimen y ahora predica en cárceles. Pero su advertencia es tajante: “No existe tal cosa como un traficante religioso. Si sigues a Jesús, no puedes traficar. Punto.”
La fe salvó a Nascimento. Otros la empuñan como licencia.
Derechos colaterales: policía, prejuicio y fe bajo asedio
Cuando las armas callan, lo que queda son principios puestos a prueba por el fuego. La constitución brasileña promete libertad religiosa. En las favelas, ese derecho depende ahora de quién controle la colina. La socióloga Christina Vital dijo a la BBC que barrios enteros viven “bajo asedio”, no solo por las pandillas, sino también por la teología. En el Complejo de Israel, afirmó, “las personas con otras creencias no pueden practicarlas públicamente”.
La doctora Rita Salim, jefa del Departamento de Crímenes Raciales e Intolerancia de Río, señaló que la diferencia radica en el poder. “Estos casos son más graves porque las organizaciones criminales los imponen”, dijo a la BBC. “Imponen miedo en todo el territorio.” La policía emitió una orden de arresto contra el principal comandante del Complejo, acusado de ordenar un ataque armado a un templo afrobrasileño.
Para Márcio de Jagun, sacerdote de Candomblé y coordinador de Diversidad Religiosa de Río, esto es una “neo-Cruzada”. Las pandillas demonizan las religiones de raíz africana, tildándolas de satánicas. “Es un prejuicio tanto racial como espiritual”, afirmó.
El grafiti en algunos muros —“Jesús es el Señor de este lugar”— no se lee como una oración, sino como una amenaza. Cuando las fuerzas del orden no protegen a los fieles, el mensaje se profundiza: que algunos dioses, y algunas vidas, son prescindibles.
El llamado de la ONU a la rendición de cuentas no es intromisión. Es un recordatorio de que cada bala disparada en una favela rebota en la democracia brasileña. Sin justicia, la policía deja de proteger y empieza a perseguir.

De la óptica de la COP30 a la seguridad absoluta
Con el mundo llegando en noviembre para la COP30, Brasil quiere demostrar que puede asegurar sus ciudades. Pero la imagen pública es un amo peligroso. Las redadas performativas pueden satisfacer titulares, pero erosionan la confianza que requiere la seguridad verdadera.
Lo que Brasil necesita ahora es precisión, no espectáculo: arrestos selectivos que desmantelen estructuras de mando en lugar de enterrar a los soldados rasos. Eso implica fortalecer las investigaciones, proteger a los fiscales y usar cámaras corporales y observadores independientes para que el público pueda ver por qué y contra quién se usó la fuerza. También significa proteger los derechos que los grupos criminales explotan: ofrecer educación, empleo y caminos reales fuera de la economía del narcotráfico. Una redada puede incautar 200 kilos de cocaína. No puede reemplazar el ingreso de quienes la transportan.
Para las comunidades religiosas, la lógica es la misma. Defender los templos afrobrasileños e iglesias contra la intimidación no es simbolismo cultural: es una obligación constitucional. La lucha por la libertad religiosa es la lucha por la ciudadanía misma.
Brasil ha librado guerras contra las drogas, las pandillas y los fantasmas. Aún no ha ganado la paz. Como muestra el reportaje de la BBC, la Operación Contención reveló más contradicción que control: un Estado que promete seguridad mediante la violencia y criminales que prometen salvación mediante el miedo.
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Cuando los líderes mundiales se reúnan en Belém este noviembre, Brasil tendrá otra oportunidad de mostrar qué tipo de poder desea ejercer: el poder de intimidar o el poder de reconstruir. Las cifras de la redada más letal de Río ya cuentan una historia sombría. Lo que venga después decidirá si esa aritmética se convierte en el destino de Brasil o en su punto de inflexión.



