La jueza argentina que buscaba protagonismo tropieza en el juicio por la muerte de Maradona

Una reconocida jurista argentina ha sido arrancada del centro de atención que tanto ansiaba. Su aparición secreta en un documental sobre el juicio por la muerte de Diego Maradona ha detonado un escándalo que ahora amenaza su toga, su legado y el propio caso.
Se alza el telón en los tribunales
Hasta hace poco, Julieta Makintach se deslizaba por los pasillos de mármol de San Isidro como si el edificio hubiese sido construido solo para su entrada. Sus colegas admiraban sus sentencias precisas, sus estudiantes copiaban su taquigrafía impecable, y los abogados visitantes susurraban que la joven jueza algún día podría ocupar un asiento en la Corte Suprema de Argentina. Ella vestía esos elogios como un traje a medida: elegante, sobrio, imposible de ignorar.
Y entonces llegó el caso Maradona. Siete médicos y enfermeros fueron acusados de negligencia en la muerte del ícono futbolístico, y cada unidad móvil de televisión al sur del ecuador acampó frente al Juzgado Oral en lo Criminal N.º 2. Los jueces suelen asignarse por sorteo. Sin embargo, cuando se hizo el sorteo, apareció el nombre de Makintach—justo como ella había insinuado. “Destino”, bromeó con un secretario judicial, mostrando esa sonrisa que los periodistas hacen fila para capturar.
Pero el destino, resultó, tenía suplente. Una gris tarde de domingo, las cámaras de seguridad registraron a Makintach entrando al tribunal vacío con una minifalda beige y un blazer a juego—un conjunto más propio de una pasarela que de un estrado. Detrás de ella, la seguían viejos amigos con pértigas de micrófono y focos. No buscaban pruebas; estaban filmando Justicia Divina, un documental que presentaba a Makintach como “la jueza detrás de Dios”. No hubo pase de tarjeta ni registro en el libro de entradas—solo una caminata segura entre puertas cerradas, como si el edificio mismo hubiese gritado “¡acción!”.
Días después, se filtraron en línea fragmentos del tráiler: Makintach en la gran escalera, con el mentón en alto; Makintach paseando por la sala vacía, rozando el estrado con la yema de los dedos; Makintach declarando ante un micrófono de solapa que había nacido para impartir justicia en el caso que tenía a todo un país en vilo. Ella esperaba aplausos. Lo que recibió fueron sirenas.
Una reputación que se desmorona en tiempo real
Los primeros en retirar su ovación fueron sus propios colegas. Jueces superiores que antes elogiaban su precisión comenzaron a hablar con frases heladas. Uno señaló que “no tiene un apellido famoso que la proteja”, un recordatorio punzante de que su difunto padre, el venerado magistrado Jorge Makintach, caminó por esos mismos pasillos armado solo con integridad. Los colegios de abogados emitieron comunicados sobre la santidad de la imparcialidad; los analistas se preguntaban cómo una mujer tan formada en la rigurosidad legal pudo olvidar que la justicia no comparte cartel con la autopromoción.
Makintach intentó toda clase de defensas. Que la película era una simple “entrevista”, dijo—luego, cuando aparecieron tomas descartadas, que era un “montaje no autorizado”. Acusó a rivales anónimos de orquestar una campaña de desprestigio, aunque las grabaciones mostraban claramente cómo ensayaba líneas bajo luces profesionales. Incluso su actitud en la sala cambió: antes mesurada, ahora con tintes de sarcasmo. Los abogados de los acusados alegaron que miraba a sus clientes con tal dureza que la presunción de inocencia se marchitaba en su mirada.
A puertas cerradas, sus colegas susurraban cifras que pesan en la justicia argentina: tres pedidos de juicio político, una suspensión de 90 días dictada por la Suprema Corte bonaerense y una cátedra universitaria eliminada de la nómina de profesores de la noche a la mañana. La Secretaría de Enjuiciamiento de Magistrados fijó audiencias. Si se comprueba que utilizó su cargo para beneficio personal, podría ser expulsada—y luego inhabilitada.
Mientras tanto, el juicio por la muerte de Maradona, ya cargado de fama y dolor, cayó en un limbo procesal. Las defensas presentaron recursos para anular cada decisión firmada por Makintach. Los fiscales se enfurecieron: una saga destinada a esclarecer cómo murió la estrella más brillante de Argentina se redujo a cómo el ego de una jueza estalló. Las enfermeras valientes que insistían en que hicieron lo mejor que pudieron, la familia dolida que exigía justicia—ambas partes orbitan ahora un escándalo que no pidieron.
Un estrado en ruinas
Al amanecer del día en que se hizo efectiva su suspensión, los encargados de limpieza encontraron flores frescas en las escalinatas del tribunal—margaritas amarillas atadas con una cinta que decía: Justicia sin teatro. Nadie se atribuyó el gesto, pero el mensaje fue elocuente. Decía que el estrado no es un escenario, y que la toga no es un disfraz.
Makintach permanece ahora mayormente en su casa, con las cortinas cerradas para protegerse de los teleobjetivos. Amigos cercanos dicen que repite los discursos de su padre en un viejo casete: severas alocuciones sobre la humildad, el peso de la autoridad y el peligro de buscar aplausos del mismo público al que se debe juzgar. Esas líneas las recitaba en la facultad de derecho, con la claridad de máximas latinas. Hoy, le cortan como vidrio.
Su caída se ha vuelto una advertencia repetida en las facultades de derecho desde La Plata hasta Córdoba: la ambición, cuando se desvía de la ética, devora primero a quien la abraza. Mientras las cámaras apuntan a políticos e influencers, se espera que los jueces desaparezcan tras los fallos que firman. Makintach intentó invertir ese guion, buscando la fama por una puerta marcada con la palabra “Objetividad”. En lugar de estrellato, encontró el fulgor implacable del escrutinio, y no parece que vaya a atenuarse pronto.
Si el juicio político avanza, Argentina presenciará el raro espectáculo de un juicio público a una jueza que confundió justicia con autopromoción. El espectáculo será doloroso, pero necesario. A pesar de toda la teatralidad, una verdad se mantiene firme: Diego Maradona merece un veredicto limpio de egos. Y Argentina merece jueces que recuerden que el estrado no eleva a quien se sube a él, sino que eleva la ley misma.
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Si hay redención para Julieta Makintach, no está en la sala de edición de un documental, sino en el largo silencio que sigue a un testimonio, cuando un juez relee cada prueba y siente el peso de decidir el destino de otro ser humano. Si ella volverá a conocer ese silencio, depende ahora de los colegas a quienes un día deslumbró—y que pronto podrían elegir su escena final.