La larga noche de Río: dentro de la redada policial más mortífera de Brasil y una favela obligada a enterrar a los suyos
 
						Al amanecer, el aire sobre la favela de Penha, en Río de Janeiro, olía a humo, sangre y desconcierto. Los vecinos se movían por la mañana gris como fantasmas, sacando cuerpos de los callejones aún húmedos por la lluvia y los residuos de los disparos. El Estado había llegado en nombre de la ley y el orden. Dejó atrás una hilera de cadáveres y una comunidad que ya no espera ayuda de nadie más que de sí misma.
Una línea de plástico negro en la plaza São Lucas
En la Praça São Lucas, justo frente a una guardería pública, los cuerpos yacían en fila: decenas de envoltorios de plástico negro bajo el sol temprano. Madres, abuelos y adolescentes se abrían paso, susurrando nombres. Algunos levantaban las mantas con manos temblorosas; otros permanecían inmóviles, mirando, como si la sola vista pudiera reescribir lo que veían.
Durante la noche, mientras los disparos resonaban en los cerros, los vecinos se desplegaron para buscar a los desaparecidos. “El Estado nos abandonó hace mucho, y nos volvió a abandonar después de esta masacre”, dijo Rayune Diaz Ferreira, de treinta y seis años, que no había dormido mientras buscaba a su primo. “Los que están cargando los cuerpos son los propios vecinos”, dijo a EFE, con la voz ronca por el cansancio.
La operación había movilizado a 2.500 policías en Penha para capturar a supuestos líderes del Comando Rojo (Comando Vermelho), la facción criminal más antigua de Río. Cuando terminó, la versión oficial habló de éxito. Pero sobre el terreno, el éxito se parecía a cincuenta cuerpos sobre el asfalto y a un vecindario repitiendo la misma pregunta de siempre: ¿cuándo significará seguridad protección, y no invasión?
En lo alto del cerro, los voluntarios hacen el trabajo del Estado
Lejos de la plaza, en el bosque espeso que corona la ladera de Penha, los vivos comenzaron la tarea más lúgubre. Unas veinte personas —en su mayoría mujeres— formaron una cadena de rescate. Con una sola camilla entre ellas, subían por senderos embarrados cubiertos de casquillos, camisas rasgadas y sangre. Cada recuperación tomaba horas. Las porteadoras descendían lentamente, cuatro a la vez, hacia una furgoneta que esperaba.
Cuando el conductor regresaba a São Lucas con las últimas víctimas, alguien siempre susurraba: “Hay más un poco más adelante”.
La abogada Thais Loredo, del grupo de derechos humanos Instituto Anjos da Liberdade, acompañó a los voluntarios y dijo a EFE que algunos cuerpos mostraban signos de tortura. La denuncia transformó el dolor en rabia. Sin equipos forenses ni brigadas oficiales de rescate, los vecinos hacían el trabajo del Estado, preservando lo que quedaba de dignidad para los muertos y, quizá, pruebas para los vivos.
Desde lo alto del cerro, la ciudad parecía ajena: aviones descendiendo hacia el aeropuerto, el Atlántico brillando al fondo. Abajo, las favelas seguían su propio ritmo de tragedia: gente cargando cuerpos en camillas destinadas a emergencias que nunca llegaron.
Números, dudas y el peso de la prueba
Las autoridades anunciaron sesenta y cuatro muertos, cuatro de ellos policías. Pero a mitad de semana, nadie sabía si ese conteo incluía los cuerpos que los vecinos habían recuperado. Si la cifra se mantiene, se trata de la operación policial más mortífera registrada en Río: una misión contra pandillas que se convirtió en una guerra dentro de un barrio de familias y vendedores ambulantes.
Los portavoces policiales hablaron de “precisión” y “resultados”: rifles incautados, drogas confiscadas, fugitivos eliminados. Los vecinos hablaron de miedo, caos y silencio. Vehículos blindados aplastaron las calles estrechas; helicópteros volaron tan bajo que hicieron vibrar los techos; ráfagas de fuego automático iluminaron la línea de árboles que separa Penha del vecino complejo de Alemão.
“Nunca habíamos visto algo así”, dijo Díaz Ferreira a EFE. “Nunca”. Sus palabras quedaron suspendidas como testimonio, cargadas de cansancio e incredulidad.
Ni siquiera los hechos básicos —cuántos murieron, dónde y cómo— estaban claros. Para Penha, la incertidumbre no es un problema académico: es el vacío donde nacen los rumores, donde las madres recorren morgues porque las listas llegan tarde o nunca. Cada nombre ausente es otra herida abierta por la falta de respuestas.

EFE/ Antonio Lacerda
Las rutas reabren, la vida normal no
Para la mañana del miércoles, la ciudad anunció el regreso al orden. Los autobuses volvieron a circular por las carreteras reabiertas; los camiones del ejército se retiraron. En los papeles, Río había vuelto a la normalidad. En Penha, nada lo estaba.
Las tiendas alrededor de São Lucas seguían cerradas. El murmullo de las partidas de dominó, el olor de las frituras de los puestos de esquina, el retumbar de los parlantes —todo había desaparecido. Un solo mercado reabrió, su dueño barriendo el polvo de una puerta que aún olía a pólvora.
La gente intentaba retomar lo que la vida exige: trabajar, llevar a los niños a la escuela, buscar pan. Pero el mapa de la seguridad se había redibujado de la noche a la mañana. Las calles que ayer eran atajos hoy se evitan. Los callejones tienen fantasmas. Las conversaciones se reducen a susurros cuando aparecen los uniformes.
Penha y su cerro gemelo, Alemão, han vivido largo tiempo entre dos soberanías: los traficantes que reclaman el territorio y el Estado que lo invade. Los vecinos no pertenecen a ninguno. Aun así, construyen sus vidas: pintan casas, crían hijos, abren comercios. Cada redada deshace un poco de ese esfuerzo, esparciendo la confianza como escombros.
Dos preguntas implacables juzgarán esta operación: ¿realmente debilitó al Comando Rojo? ¿Y asumirá el Estado la responsabilidad por los muertos, como lo han hecho los vecinos?
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Hasta entonces, la comunidad continúa el sombrío deber que comenzó al anochecer: cargar, contar, testificar y esperar a que las autoridades hagan lo mismo.
 
				


