AMÉRICAS

La oposición huele un golpe a cámara lenta mientras Petro elude al Congreso con un referendo

El presidente Gustavo Petro ha dejado atónito a Bogotá al decretar un referendo nacional para el 7 de agosto —su tercer aniversario en el cargo— con el fin de revivir una reforma laboral que el Congreso enterró en marzo. Los críticos califican la jugada como un salto al vacío constitucional que podría empujar a las frágiles instituciones colombianas al borde del colapso.

Una sorpresa de cumpleaños escrita con tinta gruesa

Poco después de la medianoche, Petro firmó el Decreto 639; la tinta apenas se secaba cuando sus asesores ya corrían copias a la gaceta oficial. La fecha elegida no fue casual: el 7 de agosto conmemora la Batalla de Boyacá, la independencia de Colombia y el día en que Petro se ciñó por primera vez la banda presidencial. Su mensaje al Congreso fue claro: si ustedes no aprueban jornadas laborales más cortas y licencias menstruales, lo hará la calle.

El plebiscito de doce preguntas resucita cada artículo que la poderosa Comisión Séptima del Senado desechó hace dos meses: una jornada laboral de 42 horas, salarios rurales indexados a la inflación, prohibición de la tercerización en tareas esenciales y licencias pagadas para las mujeres durante los dos primeros días de la menstruación. Los senadores hundieron el paquete tras audiencias maratónicas donde gremios empresariales advirtieron sobre un posible “caos venezolano”. En respuesta, un Petro sonrojado y desafiante los acusó de proteger “privilegios feudales”.

Ahora invoca el artículo 103 de la Constitución de 1991 —la herramienta más directa de democracia participativa del país— argumentando que el Congreso traicionó la promesa constitucional de un “Estado social de derecho”. Rodrigo Uprimny, del centro de estudios DeJusticia, declaró a EFE que el decreto “retuerce ese artículo hasta volverlo irreconocible”, ya que las consultas populares no pueden anular leyes ordinarias. Petro contraataca alegando que el Congreso ha convertido los procedimientos en armas para ahogar demandas mayoritarias. “Esto no es un golpe de Estado”, tronó en la plaza central de Cali, “es el pueblo recuperando su soberanía”.

La oposición ve una maniobra para acaparar poder

La reacción fue inmediata. La senadora del Centro Democrático, Paloma Valencia, marchó directo al Consejo de Estado a interponer una tutela. El expresidente Iván Duque calificó el decreto como “un cóctel molotov lanzado contra la Constitución”. Incluso el aliado de centro Juan Fernando Cristo susurró en la radio matutina que Petro había cometido “un error monumental”.

Los gremios empresariales estallaron, anticipando que la inversión se desplomará ante los bloqueos y un peso coqueteando con los 5.000 por dólar. El presidente de Fenalco, Jaime Cabal, advirtió que la votación “destruirá la confianza más rápido que la hiperinflación”. Pero su verdadero temor son los números: si Petro moviliza 13,6 millones de votos por el “sí” —el umbral constitucional— cada cláusula se convierte en una herramienta política que el Congreso difícilmente podrá ignorar.

Sin embargo, la participación es el talón de Aquiles del referendo. En elecciones locales, Colombia rara vez supera el 45 % de votación; las consultas solitarias a menudo luchan por llegar al 30 %. Los estrategas de Petro planean una campaña que combine filtros de TikTok con mítines sindicales tradicionales. Primer objetivo: los menores de 30 años que lo llevaron al poder en 2022 pero se abstuvieron en los comicios regionales de 2023. Segundo: los votantes rurales que aún esperan caminos y títulos de propiedad prometidos.

Sus oponentes liderarán una campaña en silencio, promoviendo la abstención en lugar del “no”. Si menos de un tercio del censo electoral vota, la consulta se evapora. Es una táctica cínica, pero ya funcionó en 2021, cuando un referendo anticorrupción respaldado por la hoy vicepresidenta Francia Márquez quedó a 500.000 votos de ser válido.

EFE/ Ernesto Guzmán

Ajedrez constitucional en un tablero abarrotado

Juristas advierten que el decreto enfrentará tres pruebas antes de que se abra una sola urna. Primero, el Consejo de Estado podría suspenderlo mientras lo revisa. Segundo, la Corte Constitucional podría tumbarlo por violar la separación de poderes. Tercero, la Registraduría Nacional —cuyo jefe fue cuestionado por el manejo de las elecciones de 2022— debe certificar las preguntas y montar un operativo logístico nacional en apenas ocho semanas.

Incluso si Petro supera todos los obstáculos y gana con contundencia el 7 de agosto, el resultado será solo un mandato político. El Congreso todavía tendría que redactar las leyes que den forma a lo aprobado. “No se puede pagar la licencia menstrual con aplausos”, ironiza el senador conservador Miguel Uribe (sin parentesco con Álvaro), prometiendo obstrucciones legislativas hasta el último minuto. Petro apuesta al peso moral: negar el veredicto popular es arriesgarse a convertirse en el villano de cada asamblea barrial y video viral en TikTok.

Para el presidente, lo que está en juego es existencial. Aunque la inflación ha bajado del pánico de tres dígitos al 70 %, los precios de los alimentos siguen asfixiando. Sus diálogos de paz con el ELN oscilan entre treguas y ráfagas de francotiradores. Su aprobación ronda el 40 %. Un rotundo “sí” podría cambiar el relato, pintarlo como el tribuno que venció a la oligarquía y allanar el camino a candidatos de izquierda en 2026. Una participación débil lo etiquetaría como un apostador que arriesgó la Constitución y perdió.

Una democracia acosada por sus fantasmas

La Constitución colombiana es hija del conflicto: en 1991, sus redactores intentaron embotellar la democracia directa para que los ciudadanos cambiaran las balas por votos. Pero cada intento de destapar esa botella coquetea con el genio del autoritarismo. La misma Corte que hoy evalúa el decreto de Petro frustró en 2010 el intento de Uribe por buscar un tercer mandato. El plebiscito venezolano de 1999 —alguna vez celebrado como participativo— terminó derivando en asambleas dóciles al mando de Nicolás Maduro.

Los partidarios de Petro afirman que las comparaciones son perezosas. Él no busca prolongar su mandato, sino derechos laborales ya existentes en Europa. Pero todas las capitales latinoamericanas saben cuán rápido los atajos constitucionales se transforman en autopistas hacia la concentración del poder. En Bogotá, la clase política repite una frase que solía pertenecer al columnista Yamid Amat: “Las formas son el fondo”.

Mientras tanto, la vida sigue más allá de la capital. En el puerto pacífico de Buenaventura, los estibadores celebran la posible limitación de horas extra, incluso mientras guerrillas disidentes amenazan los muelles. En Medellín, los empleados de call centers debaten si la licencia menstrual les costará bonificaciones. En el Eje Cafetero, pequeños exportadores se preguntan si Petro logrará subir los salarios rurales sin perder a los compradores estadounidenses que los sostienen.

Pase lo que pase el 7 de agosto, Colombia saldrá cambiada. Un “sí” aplastante podría abrir paso al giro más pro-laboral desde los años 40, aunque a costa de golpes a la institucionalidad. Un fracaso podría paralizar la presidencia de Petro y envalentonar a los conservadores para apretar aún más el presupuesto de sus iniciativas sociales. En cualquier caso, el eco resonará más allá de las oficinas de nómina, en la memoria colectiva de caudillos, alzamientos y revoluciones inconclusas.

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El decreto reposa en la gaceta oficial como una mecha encendida esperando el aire de agosto. La ciudadanía sopesa si aferrarse a la promesa de Petro o retroceder ante un paso que temen bordea el abismo. En las filas de café y los chats de WhatsApp, una misma pregunta palpita: ¿Eludir al Congreso rescata la democracia o amenaza con volarla en pedazos?

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