AMÉRICAS

Lágrimas en el Puente: Diecisiete colombianos regresan a casa desde cárceles venezolanas

El aire de la mañana sobre Cúcuta olía a polvo de río y redención. A través del Puente Atanasio Girardot, diecisiete colombianos regresaron a su país después de meses —algunos más de un año— encerrados en prisiones venezolanas. El cruce fue lento, interrumpido por sollozos y abrazos, un retorno largamente postergado que convirtió la frágil diplomacia en algo humano otra vez.

Al otro lado del puente, de vuelta a los nombres y los rostros

Poco después de las nueve de la mañana, los vehículos oficiales se detuvieron en el punto medio del puente internacional que une el estado Táchira, en Venezuela, con Norte de Santander, en Colombia. Del lado colombiano, las familias se apretaban contra las barreras, sosteniendo fotografías descoloridas de tanto mirarlas.

«Gracias, Dios», gritó Yarileinis Navarro al ver a su sobrino, Brayan Sair, salir del carro. Había desaparecido quince meses antes, arrestado en Puerto Cabello mientras regresaba del trabajo. Ella había rezado cada noche por ese momento: su caminar, su rostro, su libertad.

Uno a uno, los hombres cruzaron, con pasos vacilantes y los ojos parpadeando ante la luz del día y los flashes. «Estoy agradecido con mi familia, mis amigos y con Dios por estar de nuevo en mi país», dijo Edwin Iván Colmenares, abogado de Cúcuta detenido once meses antes mientras viajaba por Venezuela. «Gracias a todos los que siguieron preguntando por mí», añadió a EFE, con la voz quebrada a mitad de frase.

Por primera vez en más de un año, ya no eran expedientes en una carpeta consular ni iniciales en una petición. En ese puente, volvieron a ser nombres: hijos, hermanos, tíos, envueltos otra vez en los brazos que nunca dejaron de esperar.

Dentro de El Rodeo I, un coro de testimonios

La libertad no borró la memoria. Los hombres cargaban historias que se aferraban como el olor de sus uniformes de prisión. Varios hablaron con EFE sobre El Rodeo I, la penitenciaría caraqueña ya señalada por organismos de derechos humanos por sus condiciones “crueles y degradantes”.

«El trato fue inhumano desde el primer día», contó Óscar Alexander Vera, de Cúcuta, quien pasó un año y cinco días tras sus muros, acusado de terrorismo. «Comes al lado de una letrina y respiras el hedor de las heces de todo el pabellón».

Otro exrecluso, David Josué Misse Durán, de treinta y un años, detenido por cargos de traición y asociación para delinquir, describió celdas hacinadas donde las literas se apoyaban contra los inodoros y el agua para beber sabía a óxido. «Había inocentes de más de treinta países», dijo. «Mujeres mayores, incluso menores. Nadie debería vivir así».

Sus relatos, crudos y precisos, arrastraron la oscuridad de la prisión hasta el puente esa mañana: noches sin dormir, guardias que no hablaban, el tiempo que perdía sus bordes. Hablaban en una extraña gramática donde el pasado tropezaba con el presente, donde la alegría y el trauma se negaban a separarse.

Política, acusaciones y el precio de un pasaporte

Detrás de cada liberación había una red política que se extendía mucho más allá de esos diecisiete hombres. Las autoridades venezolanas habían calificado a varios de ellos como “mercenarios” acusados de tramar contra el gobierno de Nicolás Maduro, cargos que Bogotá, bajo el mandato de Gustavo Petro, desestimó como arbitrarios. Muchas detenciones ocurrieron tras las elecciones venezolanas, durante redadas que la oposición considera represivas, con decenas de colombianos acusados de espionaje.

Pero las historias contadas en el puente no sonaban a espionaje. Sonaban a vidas comunes interrumpidas: un conductor detenido en un retén, un abogado sacado de su carro, un mecánico que nunca volvió a casa. Cada caso se perdió en la burocracia, cada apelación en el silencio entre dos gobiernos.

La canciller colombiana, Yolanda Villavicencio, confirmó la liberación, destacando el trabajo silencioso detrás del proceso. El intercambio, dijo, fue posible “tras meses de diálogo y coordinación diplomática” con Caracas. “Es un paso significativo en la tarea de garantizar los derechos de nuestros nacionales”, declaró a EFE, atribuyendo el logro a la persistencia más que al espectáculo. La diplomacia, sugirió, puede ser un ejercicio de paciencia: contar pequeñas victorias, un nombre a la vez.

EFE/ Mario Caicedo

Después del abrazo, el trabajo que aún espera

Al mediodía, la multitud en el puente se había dispersado, pero la emoción seguía flotando como el calor sobre el concreto. Las familias cargaban maletas en taxis, hablando ya del papeleo por venir: reemplazar documentos, buscar empleo, reiniciar vidas interrumpidas. Pero esa mañana, nada importaba más que abrazar a quien había desaparecido.

Villavicencio recordó a los periodistas que al menos veinte colombianos siguen encarcelados en Venezuela. “Continuaremos trabajando con las autoridades venezolanas para que ningún colombiano quede desprotegido”, dijo. “La diplomacia también se expresa en gestos humanitarios.”

Para los recién liberados, su promesa tenía un doble peso: esperanza para los que aún esperan y un recordatorio de que la libertad es solo el comienzo. Los empleos se perdieron, los apartamentos se vaciaron, la atención médica se retrasó. Sanar tomará más tiempo que el cruce mismo.

Aun así, el simbolismo del puente perduró. Era más que acero y asfalto: un escenario donde la política cedía ante la humanidad. Una abuela sostenía una bolsa plástica con la ropa de su nieto; un niño tocaba con timidez la barba que su padre había dejado crecer en prisión. Los periodistas guardaban sus cámaras, pero las historias reales se movían hacia otro lugar: hacia las cocinas y salas donde esperaba la primera comida caliente.

La narrativa se extiende más allá de esa mañana. Incluye a los abogados que pasaron noches sin dormir redactando peticiones, al personal consular que siguió llamando y a las familias que se negaron a dejar que sus desaparecidos fueran olvidados. También apunta de nuevo hacia Caracas, donde algún día las instituciones tendrán que responder por los testimonios ahora en el registro público: celdas sin luz, acusaciones sin evidencia.

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A medida que el sol subía más alto, el último vehículo del convoy cruzó hacia Colombia. El puente quedó vacío, pero su significado permaneció suspendido entre dos naciones: prueba de que la diplomacia, cuando funciona, no termina en grandes declaraciones, sino en una mesa familiar, donde alguien por fin regresa a casa y, entre bocados y lágrimas, empieza de nuevo.

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