Las familias del Pacífico colombiano recuperan la esperanza al recuperar sus tierras ancestrales por orden judicial

A lo largo de la costa pacífica colombiana, azotada por las tormentas, las familias afrodescendientes e indígenas que alguna vez huyeron a punta de fusil hoy escuchan un nuevo sonido: el mazo del juez. Las recientes sentencias de restitución de tierras prometen más que títulos de propiedad; insinúan que la herida más profunda del país podría, por fin, empezar a sanar.
Tiros en el Guapi, huida antes del amanecer
Los primeros disparos rompieron la noche como ramas secas. Weimar Ocoro acababa de recoger los platos de la cena cuando hombres enmascarados irrumpieron en el claro que separa la selva de la orilla del río. “Buscaban a alguien —quizás a todos nosotros”, recuerda. En cuestión de horas, la casa de madera sobre pilotes quedó en silencio, con una sola lámpara oscilando sobre una tarea sin terminar. Al amanecer, una canoa zarpó hacia el estuario; sus pasajeros cargaban cobijas, dos sacos de yuca y preguntas para las que nadie tenía respuesta. Era 2011.
Historias como la de Ocoro se repiten en todo el Cauca y Chocó. El Centro Nacional de Memoria Histórica estima que entre siete y diez millones de hectáreas cambiaron de manos durante el largo conflicto colombiano: tierras cambiadas por miedo, títulos entregados al silencio. Paneles académicos en la Asociación de Estudios Latinoamericanos rastrean la reacción en cadena: las ganancias del narcotráfico compran armas, las armas arrebatan fincas, los campesinos desplazados se amontonan en puertos fluviales y nuevas parcelas de coca aparecen. Cuando el presidente Juan Manuel Santos firmó en 2011 la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, valles enteros quedaron convertidos en fantasmas.
Cuando el territorio se convierte en guerra
Para los consejos afrodescendientes del Pacífico, la tierra no es una propiedad, sino archivo, altar y despensa. Los mayores citan los palenques del siglo XVII —poblados libres fundados por quienes escapaban de las minas coloniales— para explicar por qué cada curva del río Guapi lleva un apellido. Pero la prosperidad atrajo a los depredadores. A finales de los años noventa, columnas paramilitares avanzaron hacia el sur, las guerrillas fortificaron las laderas y comenzó una subasta clandestina de los corredores costeros. El Espectador documentó el patrón: una noche de disparos, seguida de un largo éxodo de aulas vacías y cultivos de cacao devorados por la maleza.
El acuerdo de paz de 2016 con las FARC debía poner fin a ese guion. Lo hizo, parcialmente. Los frentes guerrilleros se disolvieron, pero grupos disidentes, narcotraficantes y nuevas milicias ocuparon el vacío. El Comité Internacional de la Cruz Roja advirtió en su boletín de 2023 que los indicadores humanitarios en el Pacífico eran peores que antes del tratado. La promesa del presidente Gustavo Petro de una “paz total” flota en ese aire incierto: se escucha en los discursos, pero se siente poco en las veredas ribereñas donde las patrulleras armadas —llamadas “pirañas”— aún revuelven las aguas turbias.

La firma de un juez… y 44 mil hectáreas
En marzo de 2026 llegó otro tipo de estruendo.
Un tribunal especializado en restitución de tierras en Popayán otorgó 44.200 hectáreas —un área dos veces mayor que Buenos Aires— al Consejo Comunitario Afro de Guapi Abajo, compuesto por dieciséis asentamientos entrelazados a lo largo del río. El delegado gubernamental Giovanni Yule llegó en lancha de la Armada para leer el fallo bajo techos de zinc: carreteras, puestos de salud, bancos de semillas y títulos legales. Niños que solo habían oído rumores vieron de pronto a los adultos aplaudir papeles. “Luchamos once años por este papel”, dijo Ocoro, doblando el decreto con el cuidado de un vestido de bautizo.
El abogado Guillermo Alberto Coronel, de la Unidad de Restitución de Tierras, declaró a EFE que los tribunales del Cauca emitieron solo dos sentencias de este tipo en la primera década de vigencia de la ley; en los últimos seis meses han sido cuatro, sumando 92.000 hectáreas restituidas a comunidades afro e indígenas. La burocracia sigue siendo lenta: los equipos de topografía deben desplazarse en lancha y los escoltas militares consumen recursos escasos, pero Coronel afirma que el impulso por fin ha superado al miedo.
Cerca de allí, el resguardo NASA de Nueva Bellavista recibió 42 hectáreas para 40 familias. El exgobernador Jacinto Mocho se secó la lluvia de la frente y habló de quince años en el exilio: “El río era nuestro, pero las balas decían otra cosa. Tal vez ahora los peces vuelvan a oír nuestros remos”.
Esperanza entre el fallo y la realidad
Una victoria legal no es una cosecha.
La motosierra de Ocoro permanece quieta, porque toques de queda ilegales —pegados a los árboles por grupos desconocidos— aún prohíben cortar madera después del anochecer. Un pescador de Nariño, ahora refugiado en Nueva Bellavista, susurra que vinieron a reclutar a su hijo adolescente; huyeron esa misma noche. Los cultivos de coca siguen en aumento, según cifras de la ONUDC, alimentando a los mismos grupos que las sentencias buscan desalojar.
Y sin embargo, algo ha cambiado. Maestros planean reabrir aulas en tierras que sus abuelos una vez limpiaron. Colectivos de mujeres trazan viveros de cacao prometidos en el paquete de desarrollo dictado por el fallo. “El Estado camina lento”, admite Ocoro, “pero esta vez dejó huellas que podemos seguir”.
La implementación podría tardar una década, reconoce Coronel, pero cada estaca clavada en el barro del río es un pequeño ancla contra futuros desplazamientos. Los estudiosos del conflicto colombiano suelen señalar que la violencia prospera donde los títulos son vagos y el futuro incierto. Títulos claros, argumentan, son una especie de alto al fuego escrito en la tierra.
Por ahora, las tardes en el Guapi traen una calma poco habitual: las ranas suenan más fuerte que los motores, y no hay órdenes súbitas para apagar los quinqués. La hija menor de Ocoro, nacida el año en que huyeron, practica sus letras en una banca de madera con vista al agua. Escribe primero su apellido, luego el de la comunidad: prueba en la página de que ambos, por fin, pertenecen al mismo lugar.
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Fuentes: entrevistas de campo con Weimar Ocoro, Jacinto Mocho y Giovanni Yule para EFE (2026); datos de desplazamiento del Centro Nacional de Memoria Histórica; análisis del conflicto en actas de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (2024); cobertura de El Espectador (2011–2025); informe humanitario del CICR sobre Colombia (2023); estadísticas de restitución de tierras proporcionadas por la Unidad de Restitución de Tierras (URT), marzo de 2026.