Las madres de México cuentan tumbas mientras los líderes cuentan triunfos políticos

En Guanajuato, una madre cuenta a sus muertos y desaparecidos mientras el estado cuenta victorias. A medida que las desapariciones aumentan bajo la presidencia de Claudia Sheinbaum, las propias buscadoras se convierten en presa. La crisis de México es estadística e íntima, sistémica y personal, y la negación no hace más que profundizar la fosa.
Un dolor privado en una guerra pública
«Mi hijo cayó muerto ahí», dice Eva María Vázquez, señalando la casa sin terminar en Irapuato donde hombres armados irrumpieron, la amarraron junto a su pareja boca abajo y asesinaron a su hijo Jaime González en el piso de arriba. Era el tercer hijo que perdía a causa de la violencia. Antes de irse, los asesinos se llevaron a su pareja, José Francisco “Panchito” Arias —buscador voluntario del colectivo Hasta Encontrarte— “por si acaso se habían equivocado de persona”.
Eso fue el 9 de junio de 2025, el día en que Panchito desapareció. «No sabemos qué ha pasado, si lo tienen con vida o no», contó Vázquez a El País. Su historia traza el descenso de toda una región. El baño de sangre de Guanajuato comenzó en octubre de 2017, el día en que su hijo mayor, Gerardo, fue asesinado en la calle. Ese mismo mes, el Cártel de Santa Rosa de Lima, antes dedicado al robo de combustible, declaró la guerra al Cártel Jalisco Nueva Generación por la extorsión, el contrabando y el control del corazón industrial de México. Las líneas de batalla —León, Irapuato, Celaya, Salamanca— se convirtieron en campos de muerte.
Vázquez mide el tiempo en pérdidas: los hijos arrebatados, los cuerpos encontrados, los nombres aún susurrados en el vecindario. Marca cada tumba, cada fecha, cada silencio que sustituyó una voz. En su ciudad, el duelo ya no es privado: es el paisaje que la rodea.
Las cifras que desmienten la celebración
Durante siete años, Guanajuato ha sido el estado más sangriento de México. Registra el 11.6% de los homicidios nacionales con solo una fracción de la población. Más de 700 fosas clandestinas perforan su suelo. El número de desaparecidos ha aumentado de 640 a más de 5,300 en pocos años, según El País.
En el primer aniversario de la presidencia de Sheinbaum, se reportaron casi mil nuevas desapariciones. A nivel nacional, el número aumentó un 72% respecto al primer año de su predecesor, Andrés Manuel López Obrador: 14,790 personas desaparecidas en 12 meses. Algunos estados están al borde del colapso. Baja California, Campeche y Chiapas se acercan a aumentos de cuatro dígitos. Aguascalientes pasó de nueve desapariciones a 129; el Estado de México de 83 a 2,135.
Aun así, el mensaje del gobierno es optimista. Los homicidios bajan, dice la presidenta. Las detenciones aumentan. Se decomisan armas. Las estadísticas desfilan por las conferencias de prensa como confeti. Faltan los rostros que no encajan en el guion: 133,000 personas oficialmente desaparecidas, una cifra que crece mientras las morgues se convierten en almacenes de anonimato.
En la morgue estatal de Guanajuato, 929 cuerpos yacían sin reclamar en agosto pasado. A nivel nacional, 72,100 cadáveres están almacenados en instalaciones forenses, muchos sin nombre ni familia que los reclame. Son el contrapunto silencioso a los discursos políticos: los cuerpos que no votan, pero que siguen llevando la cuenta.
Buscadores como blanco, justicia como espejismo
La burocracia de la desaparición es en sí una forma de crueldad. Miguel González, hijo de Vázquez, fue sacado de su cama por hombres disfrazados de policías en enero de 2022. Cinco días después, su cabeza apareció en una bolsa negra en Silao. Las autoridades la retuvieron más de un año antes de avisarle. «Si me hubieran mostrado una foto cuando encontraron su cabecita…», contó Vázquez, con la voz quebrada al recordar los dientes que reconoció de una caída infantil. El ADN le dio un cierre en papel, no en la vida.
Tras sobrevivir a un tiroteo —la metralla la alcanzó mientras las balas rompían una olla de tamales—, Vázquez se unió a Hasta Encontrarte junto a Panchito. Juntos escalaron barrancas, cavaron con palas y manos desnudas, y sacaron cientos de huesos de la tierra. Su colectivo ha recuperado más de 230 cuerpos en dos años.
Ahora, las buscadoras mismas están desapareciendo. Cuatro están desaparecidas solo en Guanajuato; seis han sido asesinadas allí, 26 en todo el país desde 2010, según El País. Durante el primer año de Sheinbaum, tres buscadores destacados —Héctor Aparicio en Veracruz, Luz Lara y Óscar Iván Jiménez en Guanajuato— desaparecieron. Las familias aseguran que los fiscales obstaculizan más de lo que ayudan: retienen expedientes, retrasan procedimientos, dejan pudrir las pistas mientras se multiplican las amenazas.
El Comité de la ONU contra la Desaparición Forzada (CED) ha calificado el delito como “generalizado y sistemático”, con una tasa de impunidad del 99% que hace imposible distinguir dónde termina el Estado y comienza el poder criminal. Invocando el Artículo 34, el comité ha elevado el caso de México ante la Asamblea General de la ONU. En lugar de cooperar, el gobierno mexicano respondió con indignación. «En México no hay desaparición forzada por parte del Estado», insistió Sheinbaum, aunque la complicidad policial aparece una y otra vez, y crímenes emblemáticos como el de los 43 de Ayotzinapa siguen sin resolverse.
El propio colectivo de Vázquez ha sufrido intimidaciones constantes. Sus integrantes son seguidos, amenazados e incluso detenidos por allanamiento cuando excavan buscando a sus hijos. «Aquí en el barrio han desaparecido cinco personas recientemente, además de Pancho. Ya se volvió rutina», dijo Vázquez a El País. Rutina: la palabra que debería paralizar a una nación, pero apenas levanta una ceja.
Lo que significaría el liderazgo ahora
El liderazgo empezaría por romper esa rutina. Significaría admitir que las estadísticas de victoria no valen nada frente a las estadísticas de pérdida. Comenzaría con las familias que hacen gratis el trabajo del gobierno, cuya dignidad permanece intacta incluso cuando la esperanza no.
La Comisión Nacional de Búsqueda debe fortalecerse, no marginarse. Necesita autonomía, financiamiento estable y protección frente a los cambios políticos. Las comisiones estatales deben profesionalizarse; las morgues, ampliarse y modernizarse para que los muertos no sigan almacenados sin nombre. Cada ataque a un buscador debe detonar una investigación federal con resultados públicos.
Las familias llevan años exigiendo transparencia: acceso abierto a los expedientes, bases de datos compartidas y cadenas de custodia creíbles. La propuesta del gobierno de sustituir la investigación por un registro biométrico, como reportó El País, solo profundiza la desconfianza. La vigilancia no es justicia.
La reforma policial no puede esperar. Evaluar y profesionalizar las fuerzas locales, someter a los fiscales a supervisión independiente y garantizar la denuncia inmediata de nuevas desapariciones haría más por la seguridad nacional que cualquier desfile de cifras. Porque lo que está en juego no son solo números: es la credibilidad moral de México.
«Nos enseñamos a buscar porque nadie más lo hará», dijo Vázquez.
El gobierno puede seguir anunciando que bajan los homicidios y suben los decomisos. Pero la verdadera medida de humanidad en México es más simple: si Eva María puede dormir sin temer por su último hijo con vida. Si Panchito vuelve a casa —o, si no, al menos la verdad.
Hasta entonces, la búsqueda continuará, no dirigida por policías ni políticos, sino por madres de rodillas, removiendo la tierra con las manos mientras el Estado mira hacia otro lado.
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Eso no es oposición. Es testimonio. Y mientras el poder no se atreva a mirar en ese espejo, las heridas de México seguirán abriéndose, una fosa a la vez.