AMÉRICAS

Las tortugas gigantes de Galápagos celebran 50 años de un regreso triunfal

Hace cincuenta años, la tortuga gigante de Galápagos era una leyenda en vías de extinción. Hoy, el archipiélago celebra el regreso de cerca de 9.500 de estos lentos “bulldozers ecológicos”, prueba de que la ciencia paciente, el optimismo obstinado y algunos reptiles famosos pueden torcer la historia hacia la abundancia.

Del borde del olvido a los corrales de cría

Cuando los guardaparques inspeccionaron Pinzón y Española por primera vez a principios de la década de 1960, encontraron una escena digna de una advertencia: nidos vacíos, matorrales mordidos por cabras y menos de cuarenta tortugas gigantes entre las dos islas. Piratas y balleneros se habían llevado miles un siglo antes—barriles vivientes de carne que no necesitaban agua—mientras que ratas y cerdos devoraban los huevos que quedaban atrás. Los archivos del Parque Nacional Galápagos (PNG) y de la Fundación Charles Darwin mostraban cifras desesperantes: en Española quedaban trece adultos; en Pinzón, veintidós.

Así que el PNG apostó por una idea desesperada. Los guardaparques recolectaron huevos, los incubaron en aparatos improvisados y criaron las crías tras mallas metálicas hasta que sus caparazones fueron demasiado grandes para las mandíbulas de una rata. Las primeras liberaciones se sintieron como lanzar monedas al Pacífico: juveniles de dos años tambaleándose entre las rocas de lava hacia cactus desconocidos. Pero esas monedas seguían cayendo cara, y el ciclo—recolectar, criar, liberar—se volvió rutina. Relatos académicos en Conservation Biology atribuyen el éxito actual a ese ritmo constante.

Cuando el programa cumplió veinte años, decenas de juveniles caminaban por paisajes que su especie no había pisado en generaciones. A los cincuenta, el conteo llega a 9.492 tortugas repatriadas—prueba de que a veces las apuestas a largo plazo dan frutos.

Diego, la celebridad reacia

Toda epopeya necesita un rostro; en la salvación de las tortugas, fue Diego. Nacido en Española y enviado al Zoológico de San Diego en los años treinta, pasó cuarenta años encantando a los visitantes antes de que los expertos en genética descubrieran que aquel viejo soltero debía regresar a casa. Volvió a Galápagos en 1976 y empezó a trabajar con fervor misionero. Los cuidadores del PNG le atribuyen más de 800 descendientes, una estadística que lo catapultó a los titulares y a las notas a pie de página académicas.

Cuando el parque dio por concluida la fase de cría en cautiverio en Española en 2020, el personal observó a Diego alejarse hacia el interior polvoriento de la isla y desaparecer entre sus tataranietos. “Se sintió como una procesión real”, dijo la guardaparque María Cañizares a EFE. “Nos dejó una dinastía.” Medios internacionales publicaron despedidas alegres—una prueba de que las victorias en conservación aún pueden hacerse espacio entre las noticias más sombrías.

EFE/ Fernando Gimeno

Tortugas como terraformadoras

Las cifras por sí solas no capturan toda la magia. Ecólogos que escriben en Proceedings of the Royal Society B describen a las tortugas gigantes como “ingenieras clave”. Cada una de estas lentas pastoras arrasa con la maleza densa, pisa los brotes y dispersa semillas en paquetes bien fertilizados a kilómetros de la planta madre. Donde vuelven las tortugas, los matorrales espinosos dan paso a praderas salpicadas, los bosques de cactus suben por las laderas y los pinzones encuentran nuevos sitios para alimentarse. “Un solo adulto puede dispersar cientos de especies de plantas en un año”, señala el botánico Jorge Carrión, de la Fundación Darwin. “Si los quitas, la isla empieza a respirar distinto.”

La restauración, entonces, tuvo dos frentes: criar tortugas y eliminar invasores. En Pinzón, una campaña de envenenamiento en 2012 erradicó a las ratas por primera vez en 150 años, y en menos de un año los guardaparques avistaron la primera tortuga nacida en libertad de la que se tenga memoria. Cabras, burros y cerdos han sido eliminados desde entonces en varias islas, consolidando logros que las tortugas por sí solas no habrían podido mantener.

Amenazas que reptan y azotan

El éxito trae nuevas preocupaciones. Los investigadores advierten de tres amenazas para los próximos cincuenta años. El cambio climático podría alterar los patrones de lluvia, secando manantiales en las tierras altas donde las tortugas se revuelcan. El tráfico de fauna silvestre—documentado en la revista Oryx—ya ha dado lugar a incautaciones en aeropuertos de crías con destino al mercado de mascotas exóticas. Y las especies invasoras siguen siendo un asedio constante; una sola rata polizón en un barco de suministros podría revertir una década de avances.

El director del PNG, Danny Rueda, dijo a EFE que ahora el parque gasta tanto en patrullajes y bioseguridad como antes en cría en cautiverio. “Aprendimos a criar tortugas”, afirmó. “Ahora debemos aprender a proteger la victoria.” Alianzas con Interpol, vigilancia con drones en las rutas marítimas y trabajo comunitario en la vecina Santa Cruz forman parte de esa protección.

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Aun así, el ánimo en este mes de aniversario es obstinadamente esperanzador. Los barcos turísticos se demoran más en la Bahía Gardner de Española, donde los descendientes de Diego pastan entre criaderos de lobos marinos. Escolares en Santa Cruz se suman a las patrullas de guardaparques para plantar plántulas de scalesia a lo largo de los corredores de tortugas. Y los visitantes de la Estación Científica Charles Darwin aún se detienen frente a los corrales de crías, viendo a los juveniles del tamaño de una palma estirar el cuello hacia las lámparas térmicas—pequeños embajadores de una historia de regreso que tomó medio siglo escribir.

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