AMÉRICAS

Latinoamérica sigue siendo un campo de batalla peligroso para los activistas ambientales

Latinoamérica encabeza las estadísticas globales de asesinatos de defensores ambientales, con cientos de personas perdiendo la vida en los últimos años. Mientras las comunidades enfrentan intimidación por parte de paramilitares, intereses inmobiliarios y grupos criminales, activistas han contado a Landscapes News sobre su lucha incesante por proteger sus tierras.

Comprendiendo la crisis global

Cada año es más peligroso defender los ríos, bosques y las comunidades indígenas o afrodescendientes. Según datos de 2023, 196 defensores de la tierra y el medio ambiente fueron asesinados en todo el mundo, y la mayoría provenía de Latinoamérica. Cuatro países en particular —Brasil, Colombia, Honduras y México— representaron más del 70 % de estos homicidios.

Colombia registró 79 asesinatos, seguido de Brasil con 25, colocándolos a la cabeza de estas estadísticas. El patrón de muertes refleja una persecución histórica contra quienes protegen la tierra y la naturaleza. Grandes empresas que buscan talar árboles, explotar minas o expandir la agroindustria persiguen a estos guardianes locales. Grupos criminales que extraen recursos ilegalmente también los atacan para mantener sus ganancias. En muchos casos, la complicidad o negligencia del Estado agrava el peligro.

Los activistas entrevistados por Landscapes News no solo enfrentan la amenaza inmediata de violencia, sino también la carga psicológica de vivir bajo constante asedio.

“Latinoamérica ha sido durante mucho tiempo una región letal para quienes trabajan en la defensa de los ríos, los bosques y los pueblos indígenas y afrodescendientes”, señala un organizador colombiano. Detrás de cada cifra hay una historia de valentía, activismo arraigado y familias que a menudo quedan buscando justicia. Este artículo destaca las experiencias de algunos de estos defensores, junto con el mosaico de iniciativas gubernamentales diseñadas para protegerlos.

Las comunidades quilombolas de Brasil bajo asedio

En Brasil, los quilombos surgieron cuando personas esclavizadas escaparon y formaron asentamientos durante la época colonial. Hoy en día, estos territorios afrobrasileños mantienen prácticas culturales distintivas y protegen colectivamente sus tierras ancestrales. Sin embargo, a pesar de su reconocimiento constitucional desde 1988, el proceso de validación por parte del gobierno sigue siendo lento y conflictivo.

Un ejemplo es el de Elza* y su hija Carolina*, quienes contaron a Landscapes News cómo viven bajo protección estatal en Porto Alegre. Hace más de 15 años, su quilombo obtuvo reconocimiento oficial, lo que debería haber reforzado su derecho sobre las tierras ancestrales. En cambio, desató una ola de hostilidad por parte de bandas criminales y especuladores inmobiliarios que buscan apoderarse de las 58 hectáreas que su comunidad llama hogar.

“Cuando nos reconocimos y nos declaramos quilombo, nuestra paz se acabó”, recuerda Elza. En 2008, ella y sus hermanos fueron emboscados en un ataque que mató a su hermano y hermana. Ella misma fue alcanzada por una bala y sobrevivió, pero desde entonces no ha podido caminar libremente sin temor. “Nunca salgo sola de casa”, dice con una sonrisa resignada. “Solo defendemos nuestro territorio, donde nací y donde vivo. Siempre supe intuitivamente que tenía que hacerlo.”

La violencia volvió a estallar en 2022, cuando hombres armados intentaron tomar un proyecto de vivienda en construcción dentro del quilombo. En alianza con otras comunidades quilombolas y con apoyo de algunas autoridades, los habitantes lograron repeler el ataque. La policía aumentó temporalmente su presencia en la zona, pero las amenazas persisten.

A través de su trabajo previo como líder de un grupo de mujeres, Carolina ha tenido que recurrir a medicación para lidiar con el estrés. “Tenemos nuestra identidad negra aquí, y por eso quieren que desaparezcamos de este territorio”, señala.

Elza y Carolina forman parte del programa federal de protección de Brasil, que ofrece medidas de seguridad como patrullas policiales y apoyo judicial a personas en riesgo. Administrado por el Ministerio de Derechos Humanos y Ciudadanía, el programa protege a más de mil activistas en peligro, incluidos ambientalistas y defensores de derechos humanos.

“Sin este programa, no sé si estaríamos vivas”, dice Elza. Aun así, su vida diaria sigue marcada por la posibilidad de un nuevo ataque. Como concluye Carolina: “No podemos negar nuestras historias de dolor, pero sí podemos evitar que haya más historias de dolor.”

Jóvenes defensores en las zonas de conflicto de Colombia

Los peligros en Colombia reflejan los de Brasil, pero se intensifican en un contexto de un conflicto armado interno que lleva décadas, con la participación de guerrillas, paramilitares y carteles del narcotráfico. En este escenario, el activismo ambiental está profundamente ligado a luchas históricas por territorios ricos en recursos. Muchos líderes comunitarios enfrentan amenazas desde múltiples frentes: sindicatos criminales, corporaciones sin escrúpulos y, en ocasiones, las mismas fuerzas del Estado.

Uno de los jóvenes que ha dado un paso al frente es el educador y activista afrocolombiano Jesús Pinilla, de 26 años, quien compartió su experiencia con Landscapes News. Pinilla es oriundo del departamento del Chocó, en el occidente de Colombia, donde el río Atrato es tanto un sustento de vida como un campo de batalla. En 2016, el Atrato obtuvo un fallo legal histórico que le otorgó derechos como sujeto de protección. “Nosotros tenemos la tarea de defender las aguas del río”, explica Pinilla, “pero eso conlleva grandes riesgos. Las empresas mineras utilizan maquinaria pesada que contamina el río, dañando el medio ambiente y nuestra salud.”

Pinilla se unió a la Red de Jóvenes Guardianes del Atrato a los 14 años. Aunque nunca ha recibido una amenaza directa de muerte, conoce a muchos compañeros que han abandonado el activismo por miedo. “La falta de seguridad es un problema, especialmente para los jóvenes. No vemos apoyo del gobierno”, lamenta.

Cuando se le pregunta por qué sigue adelante a pesar de los riesgos, Pinilla menciona el orgullo por su herencia afrocolombiana y su sentido de responsabilidad hacia las futuras generaciones. “Queremos enseñar a los niños y adolescentes a valorar su entorno. Por eso componemos alabados—cantos y canciones que celebran nuestro vínculo con el Atrato.”

El camino hacia la protección legal del río sigue estando lleno de obstáculos, con fábricas contaminantes y grupos criminales imponiendo resistencia. “Nadie nos ayuda con nuestra misión”, afirma Pinilla. “El apoyo viene de nuestros vecinos y de otros grupos de protección ambiental.”

A pesar de los desafíos, percibe señales de cambio. Activistas están forjando nuevas alianzas con grupos cívicos y, en ocasiones, captando la atención de las autoridades nacionales. Sin embargo, la precaución sigue siendo esencial mientras los intereses poderosos permanezcan arraigados en actividades ilícitas.

“Hay más cosas que nos unen que las que nos dividen”, reflexiona Pinilla. “Estas dificultades nos unen como comunidad y nos recuerdan que debemos protegernos mutuamente, porque si no lo hacemos, nadie más lo hará.”

Programas gubernamentales y brechas persistentes

Brasil y Colombia han implementado programas gubernamentales para proteger a ambientalistas amenazados, defensores de tierras y activistas de derechos humanos. Landscapes News entrevistó a funcionarios y expertos en cada país, revelando que, si bien estas medidas pueden salvar vidas, también enfrentan importantes limitaciones estructurales.

En Colombia, más de 15,000 personas en riesgo están bajo la protección de la Unidad Nacional de Protección (UNP). Esto incluye miembros del Congreso, alcaldes, periodistas y líderes comunitarios, un amplio espectro de actores cívicos considerados en peligro. De estos, unos 9,000 son líderes sociales, entre los cuales los activistas ambientales representan un grupo significativo. Los mecanismos de protección suelen incluir chalecos antibalas, escoltas privadas y vehículos blindados.

“Es una medida de último recurso”, explica Franklin Castañeda, director de Derechos Humanos del Ministerio del Interior de Colombia, a Landscapes News. “También intentamos abordar las causas profundas de la violencia, como la desigualdad socioeconómica y la presencia de grupos armados en áreas ricas en recursos.”

Castañeda destaca la necesidad de transformar la percepción del activismo. “Durante décadas, las empresas y entidades gubernamentales vieron a los defensores como un problema a eliminar”, señala. “Debemos abrir espacios de diálogo para que estas personas puedan hacer su trabajo sin etiquetas negativas.”

Añade que el gobierno colombiano busca mejorar la infraestructura en regiones remotas —carreteras, acceso a internet, servicios públicos— para reducir el vacío que grupos criminales o paramilitares aprovechan. Sin embargo, el legado del conflicto interno, que comenzó en la década de 1960, sigue complicando la implementación uniforme de reformas.

Por su parte, Brasil opera el Programa de Protección a Defensores de Derechos Humanos, Comunicadores y Ambientalistas (PPDDH), que actualmente protege a 1,304 personas, incluidas Elza y Carolina. En entrevista con Landscapes News, el coordinador del programa, Igo Martini, enfatizó la complejidad de abordar las causas estructurales del problema.

“Si no resolvemos los problemas de fondo, el programa seguirá respondiendo a emergencias durante otros 20 o 40 años”, advierte. Entre estos problemas destacan los conflictos por la tenencia de tierras, la especulación inmobiliaria, la deforestación ilegal y el racismo institucional—todos ellos asuntos que requieren reformas estructurales en lugar de soluciones a corto plazo.

Para enfrentar estos desafíos, el PPDDH opera en tres frentes: protección estatal directa, apoyo judicial y fortalecimiento comunitario. “Cuando las comunidades están organizadas, pueden compartir información con las autoridades más rápido”, explica Martini. “Eso les permite responder mejor a nuevas amenazas.”

No obstante, críticos señalan que la capacidad del gobierno brasileño para hacer cumplir la regulación ambiental se ha debilitado debido a recortes presupuestarios en agencias como Ibama (Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables). Sin una supervisión estricta de la tala, la minería y las invasiones de tierras, los activistas siguen en riesgo.

Por ejemplo, las comunidades de Elza y Carolina dependen en gran medida de las patrullas policiales locales, pero saben que los intereses inmobiliarios y criminales pueden reorganizarse si no son disuadidos de manera efectiva. “Siempre vuelven porque las ganancias son enormes”, comenta Carolina. “Para ellos, somos un obstáculo en tierras valiosas. Para nosotros, es nuestro hogar.”

Fortaleciendo la resistencia y la esperanza

En conversación tras conversación, un tema central emerge: las comunidades de base no se ven a sí mismas como “ambientalistas profesionales”, sino como personas que defienden sus hogares y su herencia cultural. Desde los Quilombolas en el sur de Brasil hasta los jóvenes guardianes del río Atrato en Colombia, prevalece un deseo inquebrantable de permanecer en sus tierras ancestrales.

“¿Qué seríamos si nos fuéramos?” se pregunta retóricamente Elza. “Esto es lo que somos. No vamos a rendirnos.”

Los activistas sostienen que una mayor colaboración internacional podría ayudar a responsabilizar a los perpetradores, especialmente cuando la explotación trasciende fronteras. También abogan por reformas integrales que garanticen títulos de propiedad justos, fortalezcan las economías locales y reduzcan el incentivo para que entidades criminales se aprovechen de la situación.

“Nuestra comunidad sigue viva, pero se deben considerar cambios estructurales”, afirma Pinilla. “Mayor presencia policial no resuelve las causas de fondo. Los barrios necesitan recursos para desarrollarse según la visión de sus habitantes.”

Bajo esta perspectiva, el valor de estas tierras va más allá de las métricas ambientales. Para Quilombolas, afrocolombianos, comunidades indígenas y otros grupos, la tierra es un depósito vivo de historia, espiritualidad y conocimiento intergeneracional. Comprender esa dimensión es clave para encontrar soluciones genuinas.

“No podemos ver un bosque o un río solo como un recurso económico”, enfatiza un educador ambiental colombiano. “En última instancia, se trata de nosotros, nuestra cultura, nuestra identidad.”

A pesar del peligro, hay historias de victorias parciales. Gracias a una mayor cobertura mediática, compromisos gubernamentales y fallos ocasionales a favor de las comunidades locales, más defensores empiezan a ver destellos de esperanza.

“No podemos negar nuestras historias de dolor”, reflexiona Carolina, “pero sí podemos evitar más historias de sufrimiento.” Para las familias amenazadas, ese equilibrio entre trauma y resiliencia es la base de su lucha.

Como muestran las cifras y testimonios, América Latina sigue siendo el epicentro del conflicto ambiental global. Pero detrás de cada asesinato o amenaza, hay una red de comunidades que se niegan firmemente a renunciar a su herencia y a sus ecosistemas. Con un mayor respaldo gubernamental, la aplicación equitativa de la ley y la unidad pública, los activistas que protegen territorios en Brasil, Colombia y otras regiones podrían realizar su labor sin vivir bajo constantes amenazas.

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Sin embargo, el camino sigue lleno de obstáculos. “Nuestra misión continúa”, declara Pinilla. “El territorio, los ríos y los espacios naturales son nuestra identidad. La responsabilidad de defenderlos recae en nosotros.”

Los nombres han sido cambiados.

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