La saga del robo de combustible en México cuesta miles de millones mientras las autoridades intensifican su ofensiva

Un vasto comercio subterráneo de combustible robado y mal etiquetado drena al erario mexicano miles de millones de pesos al año. A pesar de las redadas espectaculares y las nuevas herramientas de monitoreo, las redes de contrabando consolidadas y la supervisión deficiente amenazan con distorsionar el mercado energético nacional.
Una crisis creciente en el mercado de combustibles
El conductor Jorge* se detiene en una gasolinera rural a las afueras de Salamanca justo antes del amanecer. El precio del combustible es casi tres pesos por litro más barato que en las estaciones urbanas, una ganga que, admite, no puede ser legal. Aun así, llena su tambor de 200 litros, paga en efectivo y vuelve a la carretera. “Sé que es huachicol”, se encoge de hombros, usando el término coloquial para combustible robado, “pero todos en el negocio lo hacen”. Conversaciones como la de Jorge se repiten desde los puertos de Veracruz hasta las paradas de camiones en Sonora, y reflejan lo que analistas consideran la economía de combustible ilícito más grande de América.
Expertos consultados por EFE estiman que entre el 30 y el 40 % de toda la gasolina y diésel vendidos en México llegan por canales irregulares: ya sea ordeñados directamente de los ductos de Pemex o declarados en aduanas como “lubricantes” o “aceites minerales” para evadir el impuesto especial IEPS. El consultor energético Ramsés Pech señala datos de importación que revelan un repentino e inverosímil aumento en los volúmenes de lubricantes industriales a partir de 2020—una señal estadística de alarma que, según él, “solo puede explicarse por un reetiquetado creativo del combustible”.
El esquema es diabólicamente simple. Un buque cisterna entra a aguas mexicanas con la carga etiquetada como aceite base. La aduana autoriza el embarque con un arancel menor. Ya en tierra, el líquido fluye hacia patios clandestinos donde se reetiqueta como gasolina premium y se distribuye a una red de estaciones sin marca o bombas “de etiqueta blanca”. Los rastros documentales desaparecen entre capas de empresas fantasma; los recibos oficiales nunca coinciden con lo que sale de la manguera al tanque del consumidor.
El robo a ductos sigue siendo el primo mayor y más sangriento del fraude documental. Los cárteles perforan los oleoductos de Pemex amparados por la oscuridad, y con frecuencia pagan a los pobladores cercanos con dinero en efectivo o combustible gratis a cambio de silencio. Datos federales registraron más de 5,000 perforaciones ilegales solo el año pasado, una cifra que sigue creciendo a pesar de las patrullas militares. Cuando no logran comprar la tierra, los grupos recurren a la intimidación: las comunidades de Hidalgo aún recuerdan la explosión de Tlahuelilpan en 2019, que mató a 137 personas que se habían reunido para llenar cubetas desde una línea rota.
*Nombre cambiado por seguridad.
Drenando el erario, distorsionando la competencia
El impacto de este río negro se siente con más fuerza en las arcas federales. Pech estima la pérdida fiscal anual en 128 mil millones de pesos (unos 6.4 mil millones de dólares). PetroIntelligence, una consultora privada, calcula una cifra aún mayor—177 mil millones de pesos—y destaca lo difícil que es modelar un comercio diseñado para permanecer oculto. En cualquier caso, la fuga rivaliza con el presupuesto anual completo del programa social Sembrando Vida.
Pemex, que ya carga con una deuda mayor que la de cualquier otra empresa petrolera en el mundo, pierde dos veces: una cuando su producto es ordeñado, y otra cuando las estaciones legales que venden combustible de Pemex enfrentan competencia desleal de bombas clandestinas que pueden ofrecer precios más bajos. Distribuidores legítimos se quejan de que las cadenas de suministro opacas permiten a los vendedores informales recortar márgenes entre tres y cuatro pesos por litro y aun así obtener ganancias. Carlos García, jefe de operaciones de Valero en México, dice que algunos independientes “hacen la vista gorda con el combustible chueco” y luego presionan a marcas honestas para igualar precios insostenibles. Cuanto más tiempo persista esa dinámica, más capital legítimo huirá del sector de distribución, desincentivando inversiones en nuevas refinerías o combustibles más limpios.
Los consumidores también pagan un costo oculto. La gasolina ilícita suele estar adulterada con butano, solventes o incluso thinner, lo que daña los motores y emite más contaminantes. Sin embargo, el conductor promedio rara vez cuestiona una ganga. Mientras los tanques se llenen y los ahorros se acumulen, la corrosión silenciosa dentro de los motores—y de las instituciones—continúa.
El Estado contraataca, pero las redes son profundas
La presidenta electa Claudia Sheinbaum ha prometido una ofensiva más estricta y basada en tecnología. Pronto, los agentes aduanales probarán una plataforma de trazabilidad basada en blockchain para rastrear cada litro desde el muelle hasta la bomba. Imágenes satelitales cotejarán los volúmenes reportados de importación; los medidores de las bombas transmitirán datos de ventas en tiempo real al SAT. En teoría, un cargamento disfrazado de “aceite vegetal” podría ser detectado antes de cruzar las paredes del muelle en Tuxpan.
Algunos resultados ya han acaparado titulares. En marzo, fuerzas navales incautaron en Coatzacoalcos diez millones de litros de diésel declarado como aceite para cocinar en un barco proveniente de Texas. Semanas después, la policía federal interceptó ocho millones de litros más abandonados en remolques cisterna cerca de Monterrey. Las fotografías del decomiso se difundieron en los noticiarios nocturnos, enviando un mensaje claro al electorado: el Estado se quitó los guantes.
Sin embargo, la tecnología y la fuerza enfrentan a dos viejos enemigos: la corrupción y las penas indulgentes. La observadora del sector petrolero Mariana Campos señala que las condenas mínimas por robo de combustible pueden reducirse a libertad condicional, mientras que los sobornos en retenes provinciales siguen siendo la norma. Persisten fallas de coordinación entre aduanas, el SAT, la marina, las fiscalías estatales y la seguridad de Pemex. “Una redada importante no sirve de nada”, advierte Campos, “si el combustible incautado regresa al mercado negro por culpa de un velador mal pagado”.
García, de Valero, sostiene que la reforma también debe llegar a las bombas. Propone recibos digitales que certifiquen el origen del combustible, además de inspecciones sorpresa con espectrómetros portátiles para detectar adulterantes en el acto. “Denle cancha pareja a los distribuidores honestos”, afirma, “y el mercado se inclinará hacia la legalidad más rápido que con cualquier operativo”.
¿Puede la transparencia ganar la batalla a largo plazo?
La lucha de México contra el combustible ilícito se encuentra en una encrucijada delicada. La creciente indignación pública y la presión fiscal impulsan una voluntad política para actuar. Inversionistas internacionales que observan los nuevos terminales de gas natural licuado en la costa del Golfo quieren pruebas de que México puede vigilar su comercio de hidrocarburos. La urgencia climática por combustibles más limpios podría afianzar las normas de rastreo digital en toda la cadena de suministro.
Pero las redes criminales se adaptan con velocidad empresarial. Algunos contrabandistas ya mezclan combustible ilegal con lotes legítimos para diluir el riesgo de detección. Otros se trasladan a caletas costeras menores o pistas privadas fuera del radar. En los corredores de ductos, los cárteles ahora pagan a los campesinos no solo por su silencio, sino para alimentar a los vigías que transmiten en vivo los movimientos militares a canales encriptados.
El éxito, entonces, dependerá de una transparencia implacable y de incentivos compartidos. Si los consumidores pueden escanear un código QR en cualquier bomba para ver una cadena de custodia intacta—y si las estaciones legales pueden competir sin enfrentar importaciones sin impuestos—la demanda por huachicol podría erosionarse. Mientras tanto, las comunidades que antes protegían a los ladrones de ductos podrían reconsiderar su lealtad si los ingresos federales regresan en forma de caminos pavimentados, clínicas o becas.
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Las apuestas son enormes: decenas de miles de millones de pesos, la seguridad energética nacional y la credibilidad de un gobierno que se prepara para una transición verde mientras aún depende de los impuestos a los combustibles fósiles. Los motores del mercado negro siguen rugiendo por las carreteras de medianoche, sus conductores apostando por márgenes mínimos e impunidad añeja. Si las nuevas cercas de datos y bloqueos marítimos podrán acorralar a un adversario tan ágil, sigue siendo una historia en movimiento—medida en litros robados, pesos perdidos y el lento y terco ascenso hacia una economía de combustible transparente.