Política

El halo roto de Costa Rica: crimen, miedo y una elección de alto riesgo

Costa Rica alguna vez le vendió al mundo una promesa sencilla: seguridad en una región definida por la turbulencia. Ahora, asesinatos, rivalidades entre cárteles y escándalos políticos se ciernen sobre una elección en febrero que podría redefinir la identidad del país—y poner a prueba cuánto peligro puede absorber su democracia.

El refugio que ya no se siente seguro

La narrativa de Costa Rica, durante muchas generaciones, ha sido un suave contrapunto al drama del resto de Centroamérica. Abolió su ejército y construyó escuelas y parques. Era la excepción al golpe de Estado, la rebelión, la inestabilidad crónica que parecía marcar a cada república al sur. Después del 11 de septiembre, esa humildad cívica se endureció y se convirtió en mercadeo. Operadores turísticos, vallas publicitarias, campañas gubernamentales—todos susurraban la misma frase adormecedora: Ven aquí, porque aquí estás seguro.

Esa historia ahora se tambalea. Los cárteles de droga, que antes trataban a Costa Rica como un discreto corredor, han despertado al verdadero valor del país: buenos puertos, carreteras poco transitadas y la tranquilidad institucional que facilita ocultar el contrabando. Sicariatos llegan a pueblos que antes eran “pueblos donde no pasa nada”. Las balas perdidas alcanzan aceras que nunca solían llegar tan al norte.

Luego llegó la bomba que hizo que el rumor se sintiera real. En junio, Celso Gamboa, exministro de Seguridad, fue arrestado por cargos de narcotráfico. El caso ahora está entrelazado con una campaña de extradición a EE. UU., aprovechando la nueva reforma constitucional de Costa Rica. Siempre hubo murmullos de sospecha—el aroma de algo así. Alguien en la cima, decían, está involucrado. Ahora, ese alguien tenía nombre, rostro y expediente legal.

El miedo se profundizó cuando el mayor retirado del ejército nicaragüense Roberto Samcam Ruiz—crítico abierto de Daniel Ortega—fue asesinado a tiros. Desde 2018, aproximadamente 317,000 nicaragüenses han huido a Costa Rica, alrededor del 55% de todos los refugiados nicaragüenses en el mundo. Sus esperanzas descansaban en la reputación de Costa Rica como refugio. El asesinato de Samcam sacudió esa fe.

Para agosto, incluso la presidencia se sentía menos intocable. Los legisladores debatieron suspender la inmunidad del presidente Rodrigo Chaves para que pudiera enfrentar un juicio en un caso vinculado a financiamiento del Banco Centroamericano de Integración Económica. No alcanzaron los dos tercios de votos requeridos. Chaves niega cualquier delito. Pero el espectáculo—la imagen de los diputados deliberando si despojar del escudo a un presidente en funciones—capturó algo más profundo: una era de certezas dando paso a una era de exposición.

Cifras que rompen el mito

El desmoronamiento no es solo cuestión de ambiente. Se refleja crudamente en las estadísticas.

Costa Rica alcanzó un entonces récord de 603 homicidios en 2017. Para 2023, esa cifra llegó a 907, la más alta en su historia moderna. El número bajó levemente el año pasado, pero el país aún superó a Guatemala y Panamá en violencia—una sorprendente reversión de su antigua identidad.

Detrás de esas cifras hay un panorama criminal que muta a una velocidad notable. El ministro de Seguridad, Mario Zamora, ha advertido que Costa Rica pasó de 35 grupos criminales hace una década a aproximadamente 340 hoy, según cifras citadas por Americas Quarterly. Ya no son intermediarios en las sombras. Son grupos territoriales, extorsionando, reclutando, peleando por esquinas, arrastrando adolescentes a ciclos que terminan en ataúdes.

La respuesta del Estado ha sido apretar las tuercas. La tasa de encarcelamiento de Costa Rica saltó de 282 presos por cada 100,000 habitantes en 2022 a 359 hoy. Las celdas se desbordan, los presupuestos se tensan y los noticieros nocturnos brillan con redadas policiales. Sin embargo, el miedo persiste.

La expresidenta Laura Chinchilla fue directa cuando habló ante una comisión legislativa. “La crisis de seguridad de hoy es real,” advirtió, y “la administración actual es la principal responsable,” según Americas Quarterly. Su punto era claro: la geografía explica algunas cosas, pero las decisiones políticas explican más.

Una de esas decisiones ha sido dejar que la fortaleza social de Costa Rica se erosione. Durante décadas, el verdadero sistema de defensa del país no era militar—era la educación, la salud y los programas comunitarios que daban estabilidad a las familias y alternativas a los jóvenes. Ese colchón ahora se adelgaza. El gasto social ha caído de 24.2% del PIB en 2020 a 20.7% en 2024, el nivel más bajo en diez años. A medida que la desigualdad se amplía y la coordinación se debilita, los grupos criminales llenan los vacíos.

EFE/ Jeffrey Arguedas

Rodrigo Chaves y la política del miedo

En el centro de esta tormenta está un presidente que sigue siendo sorprendentemente popular. Una encuesta de la Universidad de Costa Rica encontró que el crimen, el narcotráfico y el crimen organizado ahora encabezan la lista nacional de preocupaciones—por encima de la educación, la salud y la corrupción. Siete de cada diez encuestados dijeron que la seguridad había empeorado en el último año.

Sin embargo, la aprobación personal de Rodrigo Chaves se mantiene por encima del 50%, llegando al 63% en octubre de 2025, según CIEP-UCR. Analistas citados por Americas Quarterly lo describen como un líder que prospera en la confrontación—alguien que se pinta como el luchador que enfrenta a los enemigos mediáticos y a las instituciones de élite.

Esa contradicción define la elección que se perfila. Chaves no puede postularse, pero su protegida, la exministra Laura Fernández, lidera el campo con alrededor de 25% de apoyo. El número más grande es el que está detrás: aproximadamente el 55% de los votantes siguen indecisos. Muchos pueden simpatizar con la idea de un líder autoritario, aunque dudan de que alguien pueda controlar plenamente la violencia actual.

Una de las señales más evidentes del cambio pudo verse en agosto, cuando Chaves aprobó un plan para construir una enorme prisión de máxima seguridad inspirada en el CECOT de El Salvador—el eje de la ofensiva contra las pandillas del presidente Nayib Bukele. El mensaje era difícil de ignorar. Un país que antes se enorgullecía de su enfoque más humano se acercaba a una visión más punitiva del orden.

Si ese giro se siente como una protección necesaria o una traición a los valores de Costa Rica podría definir la elección mucho más que las etiquetas partidarias. Podría representar al país durante años.

Refugio, responsabilidad y el camino de regreso

Pocos momentos exponen el dilema de Costa Rica de forma más cruda que el asesinato de Roberto Samcam.

Randall Zúñiga, jefe de la Oficina de Investigación Judicial, ha descrito el asesinato como premeditado, señalando posibles vínculos con actores relacionados con el régimen de Ortega en Nicaragua. Cuatro sospechosos han sido arrestados. El fiscal general Carlo Díaz no ha descartado un móvil político.

Si los fiscales determinan que Samcam fue asesinado por su disidencia, expertos en derechos humanos argumentan que Costa Rica podría ser considerada responsable por no haberlo protegido—un desenlace que dañaría no solo su reputación, sino su autoimagen.

Sin embargo, la administración Chaves ha permanecido en silencio, negándose a abordar el caso públicamente. Como reportó Americas Quarterly, fuentes internas citan temor a provocar a Managua, preocupación por comprometer la investigación y la propia vulnerabilidad de Chaves en medio de investigaciones por corrupción.

Los legisladores, conscientes de lo que está en juego, han iniciado su propia investigación.

Aquí es donde se encuentra Costa Rica ahora: un país que quiere proteger a los refugiados pero teme enfurecer a sus vecinos; un gobierno decidido a enfrentar el crimen pero reacio a reconstruir el modelo social que alguna vez lo hizo excepcional.

Las herramientas sobre la mesa apuntan en direcciones opuestas. Un sistema de extradición actualizado. Una mega-prisión. Redadas agresivas. Programas sociales menguantes.

Lo que decidan los votantes en febrero revelará si Costa Rica elige la promesa rápida de la fuerza, el camino más lento de la reparación institucional, o alguna combinación incierta de ambos.

Expertos entrevistados por Americas Quarterly advierten que la paciencia pública se agota. Costa Rica siempre ha sido una excepción—una nación que construyó su seguridad no en el miedo, sino en la inclusión. Su halo roto puede restaurarse, dicen, pero solo si los líderes resisten la tentación de cambiar valores por espectáculo y recuerdan la infraestructura silenciosa que alguna vez hizo que el país pareciera una excepción en la que valía la pena creer.

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