AMÉRICAS

Por qué el 19 de septiembre sigue sacudiendo a la Ciudad de México — y lo que debe cambiar

Cada 19 de septiembre, la Ciudad de México ensaya la supervivencia y recuerda el duelo, para luego preguntarse por qué la historia insiste en rimar. Dos sismos, con treinta y dos años de diferencia, reescribieron la identidad de la capital; sin embargo, las lagunas legales, la débil aplicación de la ley y la desigualdad sacuden sus cimientos de manera más predecible que cualquier falla geológica bajo nuestros pies.

La fecha que no deja de sacudir

Se supone que los aniversarios se suavizan con el tiempo; el más célebre de la Ciudad de México aún duele. El 19 de septiembre de 1985, a las 7:19 a.m., un terremoto de magnitud 8.1 sacudió la metrópoli, dejando miles de muertos —quizá 12,000 según cifras oficiales, probablemente más. Fue una ruptura cívica que dio origen a una nueva cultura de primeros respondientes ciudadanos, a un rediseño de los códigos de construcción y, a partir de 2004, a un simulacro anual en toda la ciudad destinado a sembrar memoria muscular para el próximo gran sismo. Luego, en la misma fecha de 2017, apenas dos horas después de aquel simulacro, un terremoto de magnitud 7.1 volvió a doblar el suelo. El epicentro estaba tan cerca que las alarmas no alcanzaron a sonar. Murieron casi 400 personas. Desde entonces, ha sido tentador maravillarse del simbolismo y la entereza. La verdad más complicada es que el 19 de septiembre expone un patrón de lecciones aprendidas… y luego olvidadas.

Lo que persiste es un reflejo ciudadano forjado en 1985: gente común corriendo hacia el peligro, formando cadenas humanas, arrancando concreto con las manos. Francisco Camacho, hoy de 66 años, recuerda “cavar con latas de sardinas y nuestras manos” mientras vecinos formaban cadenas en la Plaza de Tlatelolco. Ese esfuerzo inspiró el nacimiento de Los Topos, los voluntarios “topos.” “Los voluntarios hacían hoyos y se metían en ellos como si fueran topos”, observó el tenor Plácido Domingo en la escena, según recordó Camacho a ABC News. Cuatro décadas después, Los Topos son una unidad de 1,200 miembros que entrenan cada domingo y han desplegado ayuda en 32 países. Eso es motivo de orgullo —y también una acusación. ¿Por qué los voluntarios siguen siendo la parte más confiable de la preparación ante desastres en México?

Una ciudad de símbolos — y responsabilidades pendientes

La Ciudad de México está llena de memoriales improvisados que no nos dejan mirar hacia otro lado. El fantasma del Hotel Regis —un centro de vida política y artística hasta 1985— sobrevive en una sola imagen: su letrero coronando una montaña de escombros. Hoy, el sitio es la Plaza de la Solidaridad, en honor a los miles de anónimos que sacaron desconocidos de los restos cuando las instituciones se paralizaron. Enrique Linares, entonces estudiante de contaduría, contó a ABC News cómo contempló una “nube roja” de polvo y comprendió que un hospital había desaparecido; solo entonces le empezaron a temblar las manos. Ese sobresalto nunca abandonó del todo a la ciudad. Y no debería. Es el tipo de memoria visceral que exige cuentas a los funcionarios mejor que cualquier audiencia parlamentaria.

Los “bebés milagro” rescatados una semana después del hospital colapsado se volvieron un tropo televisivo y un bálsamo nacional. La esperanza es esencial; nunca debe sustituir la rendición de cuentas. En 2017, la esperanza se digitalizó en clips virales de rescates y en “Frida Sofía,” la niña fantasma que resultó ser un espejismo mediático. Pero las pantallas no vacían cemento ni hacen cumplir los códigos. Tras ambos sismos, nos apresuramos a relatar las historias que nos hacían sentir valientes. Hemos sido más lentos en contar las que deberían hacernos cambiar.

La advertencia enterrada del trabajo, repetida

Ningún símbolo corta tan hondo como la costurera caída. En 1985, los gritos vinieron primero de mujeres atrapadas bajo una fábrica textil colapsada, recordó la sobreviviente Gloria Juandiego a ABC News. Luego vinieron desde la calle, cuando testigos gritaban que había más personas adentro y los soldados permanecían inmóviles. “Los patrones sacaron la maquinaria, las materias primas, sus cajas fuertes”, dijo Juandiego. “Eso fue lo que priorizaron.” Cuando voluntarios rasgaron prendas rescatadas para improvisar torniquetes, se los impidieron. Cientos de mujeres mal pagadas —que trabajaban jornadas de 12 horas en cuartos cerrados y sin aire— murieron. Pronto apareció un letrero: “Nuestra sumisión quedó enterrada bajo los escombros.” De ese duelo nació un movimiento sindical que exigía dignidad.

Y sin embargo, en 2017 se repitió una historia similar. Una fábrica mal construida —abarrotada de maquinaria pesada y trabajadores laborando bajo el mismo descuido de siempre— volvió a colapsar. Esta vez, muchos de los muertos eran migrantes. Habíamos actualizado nuestra retórica y nuestro equipo de rescate, pero no la aplicación de la ley. La contradicción desafía el sentido de los simulacros anuales. La preparación no puede ser una pasarela de un solo día; debe ser una política de 365 días con inspecciones, permisos transparentes, sanciones penales por escatimar en seguridad, protecciones para denunciantes y un registro público de cumplimiento estructural que cualquier inquilino pueda leer y cuestionar. Si la tierra va a temblar —al azar, sin malicia—, que no tiemblen también los cimientos sociales.

De simulacros a deberes

El simulacro a las 11:00 a.m. cada 19 de septiembre es una coreografía disciplinada. Sirenas suenan; las oficinas se vacían; los escolares se agachan bajo sus pupitres y luego salen a los patios; los chats familiares reciben un “¿Todos bien?”. El ritual importa. Construye hábito y comunidad. Pero la falla de la alarma en 2017 —una cuestión de proximidad— recordó que ninguna tecnología nos salvará de la obligación de preparar edificios, no solo cuerpos. El sistema de alerta temprana de la Ciudad de México es un modelo mundial. Debe ir acompañado de una modernización implacable y transparente de las estructuras más vulnerables: escuelas, clínicas, vecindades y fábricas. Donde los dueños no puedan costear mejoras, la ciudad debe intervenir con subsidios, créditos blandos y un cuerpo de obras públicas entrenado para reforzar la seguridad sísmica manzana por manzana. Donde los dueños se nieguen, debe plantearse la expropiación. La vida humana no es un trámite de zonificación.

Nada de esto disminuye lo que los ciudadanos han hecho —y volverán a hacer. Camacho, ahora director de Los Topos, contó a ABC News que aún lleva consigo la memoria de haber colocado “muchos cuerpos en descomposición” en el estadio de béisbol capitalino en 1985, el olor “impregnando mi nariz por meses.” No podemos pedir a los mismos voluntarios que sigan cargando el mismo peso para siempre mientras los aplaudimos desde los balcones. La solidaridad debe institucionalizarse en presupuestos, leyes e inspecciones con verdaderos dientes.

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La Ciudad de México mantiene el 19 de septiembre como liturgia cívica porque la tierra insiste, pero también porque el día nos obliga a enfrentar nuestras decisiones. Podemos volver a celebrar “bebés milagro,” nombrar plazas por la solidaridad y transmitir rescates en vivo, o podemos honrar esas memorias con algo más tenaz: una aplicación de la ley sin miedo ni favoritismos, protecciones laborales que traten a cada costurera y migrante como plenamente humanos, inversiones en infraestructura a la altura del riesgo y no de la moda fiscal, y una humildad que nos haga practicar simulacros un martes cualquiera, no solo en aniversarios. La tierra temblará, creamos o no en los aniversarios. Lo que controlamos es si los mismos errores seguirán cayendo sobre las mismas personas.

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