AMÉRICAS

Rumbo al sur en el Caribe: Colombia enfrenta la migración en reversa

Los barcos que antes llevaban migrantes hacia el norte ahora los transportan al sur. Desde la ofensiva de Washington en enero, miles de venezolanos están desandando sus pasos por el Caribe colombiano, donde pequeños pueblos equilibran el turismo con la tarea de guiar a familias exhaustas de regreso a casa.

Barcos apuntan al sur

Suben a bordo en grupos de doce, aferrando a sus hijos contra el pecho, sellando sus pertenencias en bolsas plásticas negras para protegerlas de la brisa salada. En la esquina caribeña de Colombia, donde la selva se encuentra con el agua turquesa, el flujo migratorio se ha invertido.

Josué Vargas, de 18 años, está entre ellos. Salió de Venezuela hace más de un año, caminó por siete países y llegó a Ciudad de México para solicitar asilo mediante la aplicación CBP One. En enero, esa puerta se cerró de golpe: Donald Trump, de regreso en la Casa Blanca, canceló el programa el primer día y lanzó una ofensiva que dejó a miles varados.

Sin dinero ni opciones, Vargas giró hacia el sur en agosto. Su nueva meta era más modesta: Bogotá, donde su familia maneja un pequeño negocio. “Fue una tortura, no se lo recomiendo a nadie”, dijo a EFE sobre su travesía hacia el norte a través del Darién. “Muchos muertos, heridos, pasando hambre.”

Desde el cambio en la política estadounidense, la ONU estima que más de 14,000 migrantes, en su mayoría venezolanos, han elegido la ruta de retorno, un fenómeno que los locales ya llaman el “flujo inverso”. El Darién ya no es su paso: Panamá ha reforzado los controles, y las familias que no se arriesgan a la selva se amontonan en botes.

Un atajo alrededor del Darién

Migrantes como Vargas combinan ahora trayectos en bus con largas caminatas hasta llegar a la costa panameña. Allí, empacan sus cosas, pagan cientos de dólares y suben a lanchas abiertas que bordean la selva del Darién por mares agitados.

Los riesgos siguen siendo letales. En febrero, una niña venezolana de ocho años se ahogó cuando su bote volcó en aguas panameñas. Algunos grupos rodean por el Pacífico hacia Buenaventura. La mayoría, como el grupo de Vargas, salta de cala en cala por el Caribe hasta llegar a La Miel, un último arco de arena blanca antes de la frontera colombiana.

Reporteros de EFE vieron a decenas desembarcar en La Miel, soldados escoltándolos en fila india por una escalera resbaladiza tallada en los acantilados. Veinte minutos después, el sendero desciende hacia Sapzurro, un caserío colombiano de 570 habitantes al que solo se accede a pie o por mar. Para los migrantes, es su primer respiro en Colombia en el viaje de regreso. Para los locales, es un nuevo acto de equilibrio.

El equilibrio de Sapzurro

Sapzurro pertenece a Acandí, en Chocó, uno de los departamentos más pobres de Colombia. Su gente depende del turismo: caletas tranquilas, manglares y playas desiertas. La migración en reversa trae entre 50 y 150 migrantes al día, por lo que los residentes han creado una rutina para mantener el orden.

En la escalera, una mujer cuenta cabezas—“veintitrés”—y las anota en un cuaderno. Las familias esperan en silencio, los niños pateando piedras. Llega un guía y los conduce por la cuadrícula de cuatro calles de tierra del pueblo, pasando frente a hostales de madera y cafés donde los turistas beben cerveza y comen pescado frito a solo metros de la fila de migrantes.

Enio Zúñiga, marinero sexagenario y presidente de la junta comunal, llama a la bahía de Sapzurro el “tesoro” del pueblo. Dice que ayudar a los migrantes a pasar rápido es un deber: “No podemos rechazar la migración; estamos en la frontera. No podemos rechazarlos porque son vecinos, la mayoría venezolanos.”

Esa postura no ha sido fácil. En abril, los lancheros de Sapzurro transportaron migrantes a la vecina Capurganá; los marinos colombianos los persiguieron e incluso dispararon, contó Zúñiga a EFE. Tocó la campana de la iglesia, convocó una reunión y acordó con las autoridades que los locales podían seguir trasladando migrantes si garantizaban seguridad y cobraban solo el combustible, evitando sobrecargas. El compromiso protege el turismo al impedir aglomeraciones y, al mismo tiempo, muestra solidaridad con viajeros que comparten mar e idioma.

EFE/ Juan Diego López

De regreso al comienzo

Desde Sapzurro, Vargas abordó otra lancha rumbo a Capurganá, luego una más grande que cruzó el golfo de Urabá hacia Necoclí, el mismo puerto donde empezaron tantos viajes hacia el norte. Para él, el círculo se cerraba. “Fue la tragedia”, dijo. Su madre, aún en México intentando conseguir un pasaporte, volará directamente a Bogotá. Se negó a repetir la odisea.

Vargas no descarta intentarlo de nuevo “si en tres o cuatro años es posible entrar a Estados Unidos de forma normal.” Por ahora, es parte de una marea que corre hacia el sur, redirigida por la política estadounidense, los controles panameños y el miedo a la selva.

A lo largo de la costa norte colombiana, pueblos como Sapzurro han improvisado protocolos para sobrellevarlo: mover rápido a los migrantes, mantener las playas tranquilas para los visitantes y cobrar tarifas justas. Los riesgos humanos son constantes: familias que no se arriesgan al Darién se apiñan en botes, confiando su destino a extraños con motores fuera de borda; comunidades que equilibran la supervivencia de su economía con la empatía hacia vecinos en fuga.

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El Caribe aún brilla como un cartel turístico. Niños en el muelle de Sapzurro miran hacia el mar, mientras los padres cuentan billetes y bolsas. Desde la rompiente baja de La Miel hasta los muelles bulliciosos de Necoclí, Colombia vuelve a ser camino de retorno—prueba de que en la migración, como en las mareas, la dirección puede cambiar en un instante.

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