AMÉRICAS

Trinidad y Tobago y Venezuela comparten un estrecho cada vez más peligroso

A través de un mar angosto, la desesperación y la disuasión chocan cada día mientras se intensifican las patrullas, los contrabandistas cambian de rutas y las familias warao lo apuestan todo por sobrevivir. El estrecho entre Trinidad y Tobago y Venezuela revela un fracaso regional que necesita orden humano, no represalias teatrales.


Una frontera de veinte minutos — y vidas en juego

El cruce toma unos veinte minutos en una piroga rápida, pero puede redefinir una vida entera. Cada día, pequeñas embarcaciones salen de los manglares cerca de Tucupita, cargadas con ruedas de queso, frascos de miel y familias warao que huyen de la escasez en el Delta del Orinoco. Durante años, el angosto canal que los conecta con la costa suroeste de Trinidad ha sido tanto una ruta de escape como un riesgo mortal.

Ese frágil flujo se desaceleró a finales de septiembre, cuando el ministro de Defensa venezolano, Vladimir Padrino López, ordenó desplegar tropas más cerca de la frontera marítima para frenar el contrabando y la migración. En Puerto España, la primera ministra Kamla Persad-Bissessar advirtió que su gobierno consideraría el uso de fuerza letal contra embarcaciones venezolanas no identificadas, repitiendo los llamados de Washington a una línea más dura.

El mensaje se propagó rápidamente. Operadores de botes dijeron a EFE que las patrullas han reducido los cruces casi a la mitad. Pero el canal sigue siendo poroso, y para muchas familias, el cálculo no cambia: cuando la elección es entre el hambre en casa o un peligroso viaje a través de un mar angosto, gana el motor fuera de borda.

El impulso por securitizar el estrecho es políticamente comprensible —y estratégicamente insostenible—. La presión en el mar sin protección en tierra solo desplaza el peligro. Las familias siguen viniendo, solo que de noche, más lejos por la costa, pagando a contrabandistas que ahora cobran tarifas más altas. Cada punto de datos en esta migración es una persona: un niño nacido en un piso de tierra, un adolescente que nunca ha visto un aula, un padre remendando una red que quizá o no alimente once bocas mañana.


Los warao en los márgenes

En la playa de Icacos, la última franja de tierra de Trinidad antes del horizonte venezolano, Carlos Silva, un padre warao, se encuentra frente a una choza armada con metal oxidado y madera flotante. “Los hago sentir cómodos donde estemos, aunque durmamos en el suelo. Aquí, al menos, tenemos ropa. La gente comparte comida y nos ayuda. Nos gusta Trinidad; todo se siente normal”, dijo a EFE.

Su hijo, Abram, de dos años, nació en la choza sin atención médica. Descalzo, empuja un camión de plástico roto por la arena mientras los niños mayores desenredan redes de pesca cerca. “Más de 200 niños warao viven aquí, la mayoría sin papeles de nacimiento”, dijo Carlos Rodríguez, dueño de la choza y casero informal. “Los embarazos adolescentes son comunes. Los niños juegan todo el día, pero no van a la escuela. Crecen por instinto”, contó a EFE.

Los warao son el segundo grupo indígena más grande de Venezuela, un pueblo fluvial cuya cultura está ligada al Delta del Orinoco. Su diáspora se ha convertido en una crisis humanitaria oculta a simple vista: dispersos por las costas de Sudamérica, sobreviven en campamentos improvisados y aldeas pesqueras.

Lo que comienza como una historia marítima se convierte en una sobre registro civil, educación y salud en el momento en que una embarcación toca tierra. Sin certificados de nacimiento, los niños son invisibles: desprotegidos, sin acceso a empleo y vulnerables a la trata. Sin inscripción escolar, la única herencia es la precariedad. Y sin clínicas que lleguen a sus asentamientos, las enfermedades y la desnutrición quedan sin control.

Si los gobiernos quieren menos botes desesperados, deben construir costas más dignas: equipos móviles que registren nacimientos, vacunen niños e inscriban a los pequeños en escuelas cercanas. Corredores humanitarios y enlaces comunitarios bilingües podrían conectar a las familias warao con servicios antes de que lo hagan los traficantes o la desesperación. No son lujos; son gestión fronteriza en su sentido más verdadero.


Seguridad, contrabando y la política de la escasez

En los pueblos costeros, la paciencia se agota. “Siguen llegando en bote, treinta por vez, pagando cien dólares cada uno”, dijo Shirley Peters, una residente cerca de las plantaciones de coco donde los venezolanos suelen acampar. Contó a EFE que algunos migrantes “talan árboles de coco y roban frutas” e incluso “amenazan a los locales cuando se les enfrenta”. Sus quejas se repiten entre trabajadores que temen una caída en los salarios —migrantes aceptan 200 dólares por trabajos que los locales no hacen por 300—.

Un pescador trinitense, que prefirió no dar su nombre, dijo a EFE que los mismos botes transportan “drogas, armas y mujeres explotadas”. Su afirmación coincide con los datos oficiales. Un estudio de CARICOM en 2019 identificó 289 puntos de trata y 39 rutas marítimas que conectan Tucupita y Güiria con Trinidad. La Unidad Contra la Trata de la isla, citada por EFE, reporta que 102 víctimas —casi todas venezolanas— fueron rescatadas entre 2013 y 2024, y 63 personas fueron acusadas.

Los puntos de entrada del sur —Puerto Grande, Erin, Los Iros, Moruga— siguen activos porque las patrullas son escasas y la geografía implacable: arrecifes, manglares y calas ocultas ofrecen cobertura a los contrabandistas. “Las amenazas de fuerza letal pueden proyectar dureza, pero arriesgan matar a las personas equivocadas”, dijo una fuente de aduanas a EFE.

La aplicación inteligente de la ley, dicen los expertos, debe apuntar a las redes, no a las familias: operaciones encubiertas contra reclutadores, vigilancia de propietarios de botes reincidentes y presión legal sobre caseros y empleadores que se benefician del trabajo indocumentado. Patrullas marítimas conjuntas con reglas claras de enfrentamiento, medidas de transparencia como cámaras corporales y bases de datos compartidas sobre sospechosos de trata podrían hacer más seguro el canal sin militarizarlo.

La alternativa —miedo y hostilidad— corre el riesgo de convertir un desafío humanitario en una espiral de seguridad.

EFE/ Andrea de Silva

De las represalias a un pacto

Los gobiernos de Trinidad y Tobago y Venezuela, junto con sus socios, tienen herramientas más allá de las lanchas armadas. Una campaña de registro humanitario podría transformar la improvisación en dignidad: certificados de nacimiento para los niños warao, identificaciones temporales para adultos y acceso escolar acelerado.

Un programa piloto de trabajo legal para migrantes venezolanos en agricultura, pesca y cuidado podría reducir tensiones en los mercados laborales locales y debilitar a los traficantes. Un impulso regional contra la trata, apoyado por fondos caribeños y latinoamericanos, podría ampliar refugios, traductores y protección para testigos.

Del otro lado del agua, inversiones en el Delta del Orinoco —gestión conjunta de pesquerías, pequeñas plantas de refrigeración y brigadas móviles de salud— podrían frenar el éxodo reactivando los medios de vida en el origen. Son alternativas tangibles a la disuasión.

Por encima de todo, debe enfriarse la retórica. Los despliegues de tropas en Caracas y las amenazas de fuerza letal en Puerto España pueden satisfacer a las audiencias internas, pero aterrorizan a las familias agazapadas en los manglares, esperando la señal para cruzar. Lo que realmente cambiaría los resultados sería un protocolo marítimo conjunto: procedimientos estándar para intercepciones, protección infantil y evaluación de asilo, verificados por observadores independientes.

Estados Unidos, que ya proyecta poder naval en el Caribe, podría apoyar con logística y financiamiento: drones de búsqueda y rescate, fondos para clínicas y radares marítimos —no solo conferencias de prensa—.

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Si el estrecho es una prueba, la respuesta no es menos botes a cualquier costo, sino menos razones para abordar uno. Hasta que eso ocurra, el mar seguirá su horario. Las pirogas saldrán de Tucupita al anochecer, con motores bajos, y llegarán a Icacos al amanecer. En tierra, un niño perseguirá un camión de plástico roto por la arena, mientras su madre observa el horizonte donde solía estar su hogar. Si la política no puede cambiar esa imagen, es teatro, no progreso.

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