AMÉRICAS

Una línea oculta de ocho milenios en Argentina muestra que la cultura puede multiplicarse sin migración

Un estudio genético publicado en Nature (2025) rastrea el Cono Sur argentino hasta hace 10,000 años, revelando una línea previamente desconocida que perduró más de 8,000 años. La sorpresa es cultural: lenguas y sociedades distintas surgieron localmente, no a partir de oleadas de recién llegados en las llanuras fluviales del sur.

Un espacio en blanco finalmente recibe un nombre

En el extremo sur de las Américas, la historia se ha escrito durante mucho tiempo con una incómoda metáfora: el “último rincón” alcanzado por los humanos modernos, un capítulo tardío en el borde del mapa de otros. Pero los mapas nunca son inocentes en Latinoamérica. Han sido usados para justificar conquistas, marcar tierras como vacías y reducir la presencia indígena a una nota al pie. El nuevo estudio Maravall-López, J., Motti, J.M.B., Pastor, N. et al. Ocho milenios de continuidad de una línea previamente desconocida en Argentina. Nature (2025) hace algo silenciosamente radical: devuelve densidad a una región que la propia ciencia alguna vez trató como un espacio en blanco.

Los investigadores analizaron ADN antiguo de más de 230 individuos a lo largo de aproximadamente 10,000 años en el Cono Sur central, un área delimitada a grandes rasgos por los Andes, el Amazonas al norte y las praderas de la Pampa, con la mayoría de las muestras provenientes de la actual Argentina. Es difícil exagerar cuánto representa eso en términos de aceleración. David Reich, autor principal y genetista de la Harvard Medical School, lo expresó claramente en la introducción del estudio: “Esta parte del mundo era casi un espacio en blanco en el mapa”, un lugar donde “había muy pocos datos”. Esa ausencia no era solo técnica. Moldeó lo que los académicos se sentían cómodos afirmando sobre quién vivía dónde, cuándo y en qué relación unos con otros.

El artículo reorienta esa historia multiplicando la evidencia. El equipo—68 coautores de distintas instituciones—generó nuevo ADN antiguo a partir de huesos y dientes de 238 individuos indígenas de hasta 10,000 años de antigüedad, incrementando más de diez veces la cantidad de muestras del Cono Sur central. Luego combinaron esos datos con ADN antiguo existente de 588 personas indígenas de toda América, abarcando desde hace 12,000 años hasta el contacto europeo. Metodológicamente, el enfoque es sencillo pero potente: secuenciar un conjunto específico de aproximadamente 2 millones de posiciones genéticas conocidas como polimorfismos de un solo nucleótido (SNPs) y utilizar modelos estadísticos para inferir relaciones y ancestros compartidos.

Pexels/ Pavel Danilyuk

La línea que se quedó y lo cambió todo

Lo que surgió es el tipo de hallazgo que obliga a repensar sin ofrecer un eslogan fácil. El estudio identifica una línea previamente desconocida que aparece hace unos 8,500 años y se convierte en el componente ancestral principal en el centro de Argentina, persistiendo como la señal dominante durante al menos 8,000 años hasta la actualidad. Javier Maravall López, autor principal, describió la importancia con el asombro de quien ve abrirse una puerta oculta: “Encontramos esta nueva línea, un nuevo grupo de personas del que no sabíamos antes, que ha persistido como el principal componente ancestral durante al menos los últimos 8,000 años hasta hoy.” Lo llamó “un episodio mayor en la historia del continente” que los investigadores simplemente no habían visto.

El mayor asombro es con qué convive esta continuidad: la diversidad cultural. La región central de Argentina desarrolló una amplia variedad de lenguas y modos de vida, y la interpretación del artículo es contraria a los viejos hábitos explicativos. En lugar de atribuir la diferencia a sucesivas migraciones provenientes de otros lugares, el estudio sugiere que gran parte de esa diversidad creció “en suelo propio” entre poblaciones que, biológicamente, eran relativamente homogéneas. Maravall López ofrece una imagen llamativa: personas con ancestros compartidos, “de manera similar a un archipiélago”, desarrollando culturas y lenguas distintivas mientras permanecían biológicamente aisladas. Es un recordatorio de que la cultura no es un simple reflejo de los genes, y que la creatividad humana no requiere un reemplazo demográfico constante.

Eso importa en una región donde los forasteros han tratado a menudo la diferencia indígena como prueba de fragmentación—prueba, según la lógica colonial, de que los pueblos estaban demasiado divididos para merecer tierras, derechos o reconocimiento político. El hallazgo genético no resuelve cuestiones de identidad o soberanía, ni debería usarse para vigilarlas. Pero sí rompe con la suposición persistente de que la diversidad debió ser importada. En cambio, presenta al Cono Sur como un lugar donde la continuidad y la innovación viajaron juntas.

Un nuevo mapa de orígenes y un viejo debate sobre el poder

El estudio también replantea la historia poblacional más amplia de la región. Trabajos genéticos previos habían sugerido que hacia hace 9,000 años, las poblaciones nativas americanas se diferenciaban en tres grandes grupos: uno en el Andes central, otro en las tierras bajas tropicales de la Amazonía, y un tercero al sur en la Pampa, Chile y Patagonia. El nuevo artículo aporta mayor resolución al identificar al menos tres “líneas profundas” en la historia del Cono Sur central: la línea recién descubierta en el centro de Argentina; otra presente en los Andes hacia hace 9,000 años; y una tercera establecida en la Pampa hacia hace 7,700 años.

Estas líneas no permanecieron selladas. La línea del centro de Argentina se expandió hacia el sur y se mezcló con la población de la Pampa hace 3,300 años o antes, llegando a ser dominante. En el noroeste, se cruzó con otra población antigua asociada a los Andes posiblemente hace 4,600 años. El artículo incluso encuentra indicios de un ancestro común más profundo: un individuo de la Pampa de hace unos 10,000 años pertenecía a una población ya distinta de los Andes y la Amazonía y genéticamente similar a los pueblos posteriores del Cono Sur, una especie de eco ancestral.

Uno de los detalles más concretos del estudio es arqueológico: la evidencia más antigua y firmemente establecida de presencia humana en la región es un sitio de aproximadamente 14,000 años en Arroyo Seco, en la Pampa de Argentina, aunque el momento exacto del inicio del asentamiento sigue siendo debatido, con algunos académicos argumentando por una ocupación aún más temprana. Ese debate es familiar en las Américas, donde los “primeros” suelen volverse políticos—usados tanto para validar la profundidad indígena como para negarla. La fortaleza de este artículo es que no necesita un único comienzo dramático. Muestra continuidad a través del tiempo y complejidad a través del contacto.

Los autores sostienen que lo que sigue es la escala: bases de datos de ADN antiguo más grandes y densas, como las que se han reunido en Europa y Asia Central, capaces de responder las preguntas que realmente importan a arqueólogos y comunidades—cómo se relacionaban las personas dentro y entre los sitios, cómo crecieron y decayeron las poblaciones, y cómo el movimiento se cruzó con la ecología y la tecnología. Reich enfatiza que con grandes tamaños de muestra, es posible crear mapas refinados de los cambios poblacionales, y el estudio comienza a hacerlo para Argentina.

En Latinoamérica, la dimensión ética es inevitable. Cada vez que la genética entra en la historia indígena, surge la pregunta: ¿quién controla la narrativa y quién se beneficia de ella? El valor de este artículo no es que convierta la ascendencia en destino, sino que hace que el Cono Sur sea más difícil de descartar como marginal. Insiste, con datos y profundidad temporal, en que Argentina no es solo un Estado-nación moderno construido sobre mitos inmigratorios. Es también un paisaje humano antiguo—continuo, inventivo y aún hablante de muchas lenguas.

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