ANÁLISIS

Autorización de la CIA de Trump para Venezuela: el poder encubierto se enfrenta al escrutinio público

Al reconocer una autorización encubierta de la CIA para Venezuela, el presidente Donald Trump rompió la regla no escrita de silencio en torno a las “determinaciones presidenciales”. Sus partidarios celebran una acción decisiva contra los cárteles; sus críticos advierten sobre excesos legales, amnesia histórica y la silenciosa expansión de la guerra secreta en América.


Una admisión rara con consecuencias de gran alcance

Normalmente, los presidentes firman estas “determinaciones” en susurros —órdenes clasificadas conocidas solo por unos pocos legisladores— y dejan que la maquinaria de inteligencia funcione discretamente bajo la superficie. Pero decirlo en voz alta es precisamente el objetivo esta vez. Trump quiere que la región, y sus votantes, sepan que la CIA ha sido liberada para realizar operaciones vinculadas a Venezuela.

Según la ley estadounidense, una determinación presidencial puede ir desde un sabotaje limitado contra una red específica hasta un mandato amplio que autoriza una guerra encubierta: armar rebeldes, conducir campañas de influencia o incluso asesinatos selectivos.
«Los parámetros de las autoridades están establecidos en la determinación», dijo el exoficial paramilitar de la CIA Mick Mulroy a la BBC, «pero realmente no hay limitaciones», porque cualquier restricción impuesta por orden ejecutiva puede reescribirse con la misma pluma que la firmó.

Precisamente por eso los presidentes anteriores han evitado hacer públicas estas autorizaciones. En el momento en que una determinación se vuelve visible, aumenta la demanda de supervisión. Pero Trump ha elegido el reflector. Vinculó el mandato de la CIA con recientes ataques de la Marina estadounidense contra pequeñas embarcaciones en el Caribe —justificados como operaciones antidroga— y argumentó que la misma lógica debería aplicarse en tierra.
«Encuéntralos, fíjalos, elimínalos», describió un alto funcionario a la BBC como el espíritu de la operación.

Para los aliados de Trump, esto es claridad tras años de cautela. Para sus críticos, es un cheque en blanco disfrazado de valentía.
«La metodología perfeccionada en la “guerra contra el terror” puede aplicarse fácilmente a las redes criminales», dijo Marc Polymeropoulos, veterano de 26 años en la CIA, a la BBC. «No hay nadie mejor cazando personas que la CIA». Esa confianza resuena en Washington, pero no en todas partes.


La ley, la etiqueta y los límites

Legalmente, la nueva determinación se apoya en terreno inestable. Declarar a cárteles como el Tren de Aragua o el Cartel de los Soles como Organizaciones Terroristas Extranjeras no convierte automáticamente a sus miembros en enemigos de guerra. Tampoco crea un campo de batalla legal donde no lo hay.

La diferencia entre aplicación de la ley y guerra no es un juego de palabras: define cuándo se permite el uso de la fuerza letal, dónde puede usarse y bajo qué autoridad. Como explicaron expertos legales a BBC Verify en reportes anteriores sobre los ataques marítimos, incluso en aguas internacionales la fuerza debe ser «razonable y necesaria en defensa propia» cuando existe una amenaza inmediata a la vida. Llevar esa lógica a tierra —sin el consentimiento del Estado anfitrión— eleva el listón, no lo baja.

La ley que regula las operaciones encubiertas sí autoriza acciones riesgosas, pero solo cuando son «necesarias para apoyar objetivos identificables de política exterior» y «vitales para la seguridad nacional». También exige notificar al Congreso. La norma no otorga a la CIA una licencia itinerante para librar guerras secretas dondequiera que los intereses de EE. UU. se vean incomodados.

En casa, también existen frenos constitucionales —al menos en teoría—. El Congreso no puede aprobar cada operación encubierta, pero puede exigir ver las justificaciones legales, condicionar los fondos o imponer límites legislativos. Eso, dicen los críticos, es lo que falta ahora.
«Nuestra historia encubierta en América Latina no siempre es positiva», dijo a la BBC Dexter Ingram, exfuncionario del Departamento de Estado. «Tenemos que mirar nuestra historia. Es una pendiente resbaladiza».

Si la teoría de la administración se basa en redefinir las redes de narcotráfico como “narco-terroristas” para encajarlas bajo precedentes bélicos y los poderes del Artículo II, entonces el Congreso le debe al público un debate, no un eco.
Pese a toda la retórica sobre acción decisiva, aún no hay una explicación pública de qué, exactamente, se ha autorizado a la CIA a hacer —ni dónde—.


El eco de la historia: de Guatemala a Caracas

La Casa Blanca insiste en que hay precedentes. Señala a los Contras de la era Reagan, al papel de la CIA en Afganistán y a las campañas posteriores al 11-S contra al-Qaeda. Pero la historia es una maestra obstinada: muchos de esos “éxitos” se transformaron en desastres a largo plazo.

América Latina no olvida. Desde Guatemala en 1954 hasta Chile en 1973, la CIA ayudó a derrocar gobiernos y empoderar regímenes que cometieron atrocidades. La región aprendió a asociar la “acción encubierta” no con precisión quirúrgica, sino con desestabilización y desconfianza. Por eso la advertencia de Ingram a la BBC cala tan hondo: los fantasmas de las intervenciones de la Guerra Fría aún no se han desvanecido.

Venezuela no es un Estado fallido como Yemen o Somalia. Es un régimen funcional, aunque represivo. Operar allí «sin la cooperación del gobierno venezolano», dijo Polymeropoulos a la BBC, es «diferente». Diferente, y más peligroso. Los ataques letales o el sabotaje podrían unir a los venezolanos en torno a Nicolás Maduro, fracturar a la oposición y arrastrar a países vecinos al conflicto.

Incluso las operaciones de influencia no letales corren riesgo de generar reacciones adversas. Si son torpes o se exponen, pueden desacreditar a los actores civiles que Washington dice apoyar. Las armas canalizadas hacia “facciones amigas” tienden a desviarse. Todo presidente que juega con la guerra encubierta cree que la controla; todos terminan aprendiendo lo rápido que el control se disuelve.

El problema no es el escrúpulo moral, sino el realismo: las guerras secretas tienden a sobrevivir a sus arquitectos y a erosionar la legitimidad de las políticas que pretenden proteger.


Cómo debería verse la rendición de cuentas ahora

El gobierno venezolano es brutal; sus fuerzas de seguridad tienen sangre en las manos. Pero esas verdades no hacen que cualquier herramienta sea legal o inteligente. La cuestión es si este mandato de la CIA —envuelto en secreto y justificado con leyes antiguas— dejará a los venezolanos más libres o más atrapados.

La rendición de cuentas comienza con la franqueza ante el Congreso. Los legisladores merecen conocer el alcance de la operación, las teorías legales que la sustentan y sus límites. Si se trata de una campaña limitada contra redes específicas, la administración debería demostrar contención. Si es algo más amplio —un nuevo modelo de guerra encubierta preventiva—, el país también merece saberlo.

Una alternativa sostenible combinaría inteligencia con diplomacia: cooperación multilateral en materia policial, extradiciones basadas en pruebas y fuerzas de tarea conjuntas que fortalezcan el estado de derecho regional en lugar de eludirlo. Las asociaciones genuinas, no las incursiones unilaterales, son las que construyen legitimidad.

Incluso quienes aplauden una CIA más agresiva deberían exigir un mínimo de transparencia. De lo contrario, la lógica de la “guerra contra el terror” se vuelve permanente: una justificación que se expande hasta abarcarlo todo.
«La ley no es un obstáculo para la eficacia; es una brújula», dijo a la BBC un exasesor jurídico de inteligencia. «Ignórala, y perderás el rumbo».

Trump ya ha cruzado la línea entre el secreto y el espectáculo. La admisión es pública. El siguiente paso también debería ser la supervisión.

Lea Tambien: La guerra de apariencias de Venezuela: el espectáculo de la milicia de Maduro y la sombra marítima de Estados Unidos

Porque la historia está mirando, y rara vez es amable con los presidentes que confunden audacia con estrategia. La ley, si aún significa algo, es lo que separa a una democracia de las sombras que ella misma desata.

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