Brasil traza una línea ética mientras la humanización de las mascotas alcanza extremos tatuados

Brasil ha trazado una línea roja en uno de los rincones más extraños del auge del cuidado de mascotas, al votar a favor de encarcelar a quien tatúe o perfore a un perro o gato. Para sus defensores, es un acto de misericordia largamente esperado; para los escépticos, una advertencia sobre la devoción mal enfocada.
De la indignación en Instagram al Congreso
En una sofocante tarde de 2022, una peluquera canina de São Paulo transmitió en vivo su última “obra de arte”: un Shih-Tzu sedado sobre una mesa mientras le tatuaban pequeños corazones en el costado. En pocas horas, el video se viralizó en redes sociales, acumulando millones de vistas horrorizadas y provocando la visita de la policía. Para sorpresa del público, no hubo cargos. “No existía una ley lo suficientemente específica”, recuerda el congresista Fred Costa, quien guardaba el video en su celular cada vez que presentaba su proyecto de ley contra los tatuajes ante sus colegas.
Cinco borradores y decenas de audiencias después, la medida fue aprobada por ambas cámaras casi por unanimidad. Tatuar o perforar mascotas con fines estéticos es ahora un crimen equiparable a la mutilación, castigado con hasta cinco años de prisión, altas multas y pérdida de la custodia del animal. Ordenanzas municipales en São Paulo, Río y Brasilia ya imponían sanciones monetarias, pero los jueces se quejaban de no tener autoridad para confiscar mascotas maltratadas ni impedir que los infractores reincidieran. La ley nacional cierra esa laguna legal.
Llega además en un contexto abrumador: se estima que en Brasil viven 160 millones de perros, gatos, loros y mascotas pequeñas, casi un animal por habitante. Solo Estados Unidos y China albergan poblaciones mayores. Pero con tanto cariño, también ha florecido un mercado sin regulación de salones improvisados y veterinarios “alternativos” dispuestos a cruzar límites éticos por likes y ganancias. La nueva ley les deja claro que la fiesta terminó.
El amor profundo (y oscuro) de América Latina
En cualquier centro comercial de São Paulo, uno se topa con pastelerías para mascotas que venden cupcakes con sabor a paté, boutiques de collares con pedrería y coches diseñados para pugs que “no soportan el asfalto”. Según investigadores de mercado, tres de cada cuatro latinoamericanos consideran hoy a sus mascotas como hijos, una proporción mayor que en Norteamérica o Europa. Esta humanización ha disparado las ventas del sector a casi 200 mil millones de dólares anuales, pese a la inflación y el estancamiento salarial.
Pero las mismas encuestas revelan una tensión incómoda. Veterinarios advierten sobre obesidad provocada por tortas de cumpleaños, ansiedad en perros tratados como muñecos y un auge de modas cosméticas—tintes fluorescentes, aros de cristal, joyas en la cola—promovidas como gestos de amor. “El antropomorfismo puede pasar de tierno a cruel muy rápido”, explica la doctora Rita Valença, especialista en comportamiento animal en Recife, quien atiende perros tan mimados que entran en pánico si los dejan solos diez minutos. Su clínica ahora ofrece un taller con un título elocuente: “Son perros, no bebés”.
El episodio del tatuaje reveló cuán lejos ha llegado la tendencia. A diferencia de prácticas debatibles como el esmalte de uñas o los tintes temporales, el tatuaje permanente requiere anestesia y agujas que atraviesan una piel diseñada para el pelaje, no para el arte. Consejos veterinarios testificaron ante el Congreso que las infecciones, el dolor crónico y el trauma conductual eran efectos secundarios comunes—todo por fotos que consiguen clics y desaparecen en 24 horas. Los impulsores de la ley presentaron el procedimiento como el símbolo extremo de proyectar la vanidad humana sobre seres que no pueden decir que no.

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Una línea legal que puede redibujar el mapa
Los críticos insisten en que la norma es simbólica, mientras Brasil aún lidia con formas rutinarias de crueldad: perros encadenados en patios, criaderos sin control y decenas de miles de animales callejeros en cada gran ciudad. “Los fiscales no encontrarán muchos tatuadores, pero tropezarán con casos de inanición”, sostiene el abogado João Barreto, defensor de dueños de bajos ingresos multados por negligencia. Incluso algunas ONG de bienestar animal admiten en privado que la ley apunta a un problema marginal.
Pero los juristas destacan que el simbolismo es precisamente lo importante. Establecer una jerarquía de protecciones—empezando por prohibir el daño más gratuito—ayuda a que los tribunales y la ciudadanía vean a los animales como algo más que propiedad. Brasil ya había tipificado el abuso grave como delito; la ley del tatuaje extiende esa lógica al terreno de la “violencia estética”. Países vecinos como Chile y Colombia, ambos marcados por sus propios escándalos virales (¿recuerdan los gatitos perforados de Medellín?), están redactando leyes similares. Estados Unidos prohibió los tatuajes en mascotas hace una década; la Unión Europea estudia directrices comunes.
También podrían darse efectos económicos. Las peluquerías clandestinas, muchas veces también criaderos sin licencia, enfrentarán inspecciones más rigurosas. Los spas legales para mascotas se apresuran a demostrar cumplimiento, apostando a que la confianza del consumidor vale más que los trucos prohibidos. Economistas de la Universidad Federal de Río de Janeiro predicen que la regulación profesionalizará el sector, llevando a los dueños hacia veterinarios certificados que puedan promover medicina preventiva en lugar de piercings. Ese cambio podría finalmente canalizar los R $60 mil millones de la economía mascota de Brasil hacia parques caninos, jornadas de vacunación y adopciones en refugios—inversiones con beneficios tangibles en bienestar.
¿Cuánto amor es demasiado amor?
La nueva línea que traza Brasil obliga a una reflexión más amplia: ¿dónde termina el cuidado y dónde comienza la coerción? La humanización tiene efectos positivos evidentes: mejor alimentación, leyes más severas contra el maltrato, mayor aceptación de mascotas en apartamentos y oficinas. Pero también encierra contradicciones. América Latina registra algunos de los picos de abandono más altos del mundo cada vez que hay una recesión, lo que sugiere que quienes visten a sus chihuahuas con sudaderas de diseñador también podrían abandonarlos cuando no alcanzan para pagar el arriendo.
El reto está en traducir el afecto en respeto, guiado por la biología y no por las modas de Instagram. Los colegios veterinarios están distribuyendo afiches que recuerdan a los dueños que los perros ven el mundo en un 75% a través del olfato, no la vista; que los gatos necesitan territorio vertical, no alta costura. Algunas universidades ya combinan cursos de ética animal con carreras de emprendimiento, para que los futuros empresarios innoven sin explotar.
Pero, sobre todo, la ley invita a un cambio cultural. En vez de preguntarse “¿Cómo puede mi mascota mejorar mi imagen?”, el llamado es a preguntar: “¿Qué necesita mi animal?”. Buena comida, ejercicio, juego acorde a su especie, atención médica—nada de eso requiere agujas con tinta.
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Así, la prohibición de los tatuajes no es solo un titular curioso; es un espejo que se alza ante un continente en pleno fervor animalista. En ese reflejo, los dueños verán ya sea a un guardián compasivo o a un narcisista bien intencionado. La elección, ahora grabada en una ley federal, está en manos de cada hogar que considere familia a un ladrido o un ronroneo. La esperanza—de veterinarios, legisladores y millones de animales silenciosos—es que el amor, una vez informado, sabrá elegir bien.