ANÁLISIS

Colombia contiene el aliento mientras la política y las balas se cruzan una vez más

Un disparo de pistola retumbó en el distrito de Fontibón, en Bogotá, interrumpiendo a mitad de frase al senador Miguel Uribe Turbay y sacudiendo a un país que creía que los asesinatos políticos pertenecían al siglo pasado. En un instante, las memorias medio cerradas de Colombia sobre reformadores asesinados se abrieron de nuevo.

Ecos de los tiempos oscuros

Uribe Turbay había elegido una tarima común en un parque de barrio para su mitin —sin estrado blindado, sin fuerte escolta, solo un micrófono y un puñado de voluntarios repartiendo volantes. A las 11:37 a. m., el atacante salió de detrás de un carrito de comida, disparó tres veces y se desvaneció entre la multitud del sábado. Imágenes grabadas por testigos muestran a los asistentes cargando al senador hacia la parte trasera de una camioneta —la sangre tiñendo la pancarta de campaña aún colgada sobre sus hombros.

Para los colombianos mayores, la escena resultó un escalofriante remake. Luis Carlos Galán fue acribillado en 1989 en una tarima en Soacha; Bernardo Jaramillo cayó emboscado en el aeropuerto El Dorado meses después; Carlos Pizarro fue asesinado en un vuelo comercial en 1990. Cada nombre carga su propio obituario de promesas incumplidas, pero el estribillo es el mismo: una bala interrumpe cada intento de rehacer la república. El politólogo Jorge Orlando Melo dijo a El Tiempo que el ataque del sábado “arranca la costra de un trauma nacional que nunca tratamos del todo”. Para muchos, los disparos en Fontibón sonaron menos como un crimen aislado y más como el redoble de una historia que se repite.

Por qué esta herida duele tanto

Uribe Turbay tiene 39 años, es un senador centrista que habla más de ciclovías y nutrición escolar que de ideología. Sin embargo, su linaje está directamente entrelazado con la saga violenta de Colombia. Su abuelo, el expresidente Julio César Turbay, gobernó durante la brutal represión de finales de los años setenta; su madre, la periodista Diana Turbay, murió en un fallido rescate tras ser secuestrada por el cartel de Medellín en 1991. “La violencia ha acechado a nuestra familia por generaciones”, dijo un primo a EFE, con la voz quebrada frente al área de cuidados intensivos del hospital.

Esa historia familiar refleja la del país. Todo político colombiano carga con fantasmas ancestrales —familiares perdidos por culpa de guerrillas, paramilitares, mafias o la represión estatal. Cuando estalla un nuevo ataque, esos fantasmas regresan a las salas y redacciones, susurrando que el cambio aún se paga con sangre. La Misión de Observación Electoral (MOE), una ONG que monitorea riesgos en campaña, ha documentado más de 700 amenazas o ataques contra líderes locales desde 2022 —la mayoría en zonas rurales donde los cultivos de coca y la minería ilegal financian a los grupos armados. Bogotá se suponía que era la burbuja segura. El sábado rompió esa ilusión.

EFE/ Carlos Ortega

La línea borrosa entre pasado y presente

La policía ha revelado pocos detalles: una pistola 9 mm recuperada de una alcantarilla, un retrato hablado de un hombre delgado con gorra de béisbol, y la promesa de una investigación rápida. Frente a los micrófonos, los funcionarios mencionan “estructuras criminales” sin precisar cuáles —frentes disidentes de las FARC, narcotraficantes del Clan del Golfo o milicias urbanas más pequeñas que alquilan sus armas al mejor postor. Analistas advierten que cualquiera de ellos podría sentirse amenazado por el impulso de Uribe Turbay por leyes más estrictas contra el lavado de dinero y mayor transparencia municipal.

La impunidad es el veneno que permite que estas especulaciones prosperen. De los cuatro aspirantes presidenciales asesinados entre 1987 y 1990, ninguno de los autores intelectuales ha enfrentado una condena definitiva. Los tribunales encarcelaron a los sicarios, sí, pero los financiadores se esfumaron de regreso en la política o los negocios. “Colombia aprendió a convivir con asesinatos a medias resueltos”, dice la historiadora Laura Bonilla, de la Universidad Nacional, en entrevista con Semana. “Esa tolerancia erosionó la confianza en cada institución que construimos después.”

El intento del sábado reabrió esa herida. En redes sociales, algunos usuarios celebraron al agresor como patriota; otros acusaron a partidos rivales en cuestión de minutos, alimentando teorías conspirativas más rápido de lo que la policía lograba acordonar la escena. Cuando la violencia se convierte en gramática política, cada disparo reordena el significado de la ciudadanía.

¿Puede romperse finalmente el ciclo?

Uribe Turbay sobrevivió —dos cirugías, un respirador y un pronóstico reservado. Afuera de la clínica, sus seguidores encendieron velas junto a un cartel de cartón que decía: “Balas NO—Votos SÍ”. El presidente Gustavo Petro —antes un activista perseguido— visitó la sala, y luego tuiteó: “No permitiremos que el miedo silencie de nuevo a la democracia.” Pero los tuits no desarman a los sicarios. ¿Qué lo haría?

Expertos en seguridad piden soluciones urgentes y poco glamorosas: presupuestos para protección de testigos, laboratorios forenses digitales y fiscales asignados a municipios remotos para que los crímenes se investiguen antes de que desaparezcan las pruebas. Los defensores de derechos humanos piden más: reforma agraria, cultivos alternativos y verdadera presencia estatal en zonas donde los alcaldes aún comparten el poder con hombres armados. Todos coinciden en que el precio es alto; el costo de no hacer nada, mayor.

En una alocución televisada, el presidente del Senado, Humberto de la Calle, evocó a otro mártir: Jorge Eliécer Gaitán, cuyo asesinato en 1948 desató disturbios tan violentos que dieron origen a una guerra civil de cuarenta años. “Que Fontibón no se convierta en otro Bogotazo”, suplicó, “Respondamos a las balas con ciudadanía, no con venganza.” La cámara se puso de pie, algunos con lágrimas en los ojos, todos mirando el asiento vacío reservado para Uribe Turbay.

Los médicos dicen que el senador podría volver a hablar en pocas semanas. La pregunta que flota sobre cada plaza y puesto de control policial esta noche es si Colombia escuchará —realmente escuchará— lo que sus costillas rotas y pulmones suturados tienen que decir. El país está de nuevo en su filo familiar: un paso hacia una polarización más profunda, otro hacia la promesa —postergada pero necesaria— de una política hecha solo con palabras.

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Lo que suceda a continuación revelará si la democracia colombiana ha desarrollado finalmente el callo necesario para resistir el eco de un solo disparo —o si las viejas sombras aún dictan hasta dónde puede elevarse la esperanza antes de ser arrastrada de nuevo por el plomo.

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