Colombia debe reaprender duras lecciones antes de que la historia se repita violentamente

Asesinatos, ataques con drones y desplazamientos masivos han empujado a Colombia de regreso a sus ritmos más oscuros. Los sueños de una “paz total” hoy chocan con grupos armados en expansión, un Estado que pierde terreno y una política que se fragmenta hacia otra temporada electoral inflamable.
Ecos a través de las décadas
Los titulares de Colombia comienzan a parecer sombríos retrocesos. El asesinato del senador conservador Miguel Uribe Turbay, justo cuando lanzaba su campaña presidencial, evocó de forma inquietante 1989, cuando los capos del narcotráfico convertían las candidaturas políticas en sentencias de muerte. Poco después, un carro bomba frente a una base aérea y un ataque con dron que derribó un helicóptero Black Hawk dejaron 19 muertos. Para los colombianos lo bastante mayores para recordarlo, las escenas evocaron los años en que las FARC sitiaban pueblos con regularidad y la propia supervivencia del país parecía en duda.
Nadie sugiere que Colombia haya regresado a los años más sangrientos de la década de 1990. Pero la dirección es inconfundible: los grupos armados se multiplican, innovan y se expanden, mientras el Estado retrocede. En las llanuras del Pacífico, a lo largo de la frontera con Venezuela y en lo profundo del Amazonas, el cultivo de coca, la minería ilegal y las rutas de contrabando ahora financian a señores de la guerra que actúan como autoridades paralelas. Donde antes guerrilleros y traficantes se escondían del Estado, hoy cobran impuestos, reclutan y gobiernan a plena luz del día. Los diálogos de cese al fuego, concebidos para enfriar la violencia, han servido con frecuencia de cobertura para la expansión, mientras policías y soldados se reducen, mal financiados y cada vez más reactivos.
Las señales de alarma no son sutiles. Los indicadores de seguridad se deterioran, y las comunidades lo sienten. En pueblos que celebraron el regreso de maestros, jueces y pequeños comercios tras la desmovilización de las FARC en 2016, el miedo vuelve a rondar los caminos. Familias empacan con prisa, dejando atrás hogares por segunda o tercera vez. La sensación de que la historia se repite no es solo memoria: es una realidad vivida.
La oportunidad que se escapó
La tragedia es más aguda porque Colombia había logrado avances reales. El gobierno de Álvaro Uribe (2002–2010) expandió y profesionalizó las Fuerzas Armadas, construyó una flota de helicópteros que superó la geografía e insertó a la Policía en cada municipio. Los homicidios cayeron, las carreteras se reabrieron y el comercio revivió. Pero la mancha fue profunda: más de 6.400 civiles —en su mayoría jóvenes pobres— fueron asesinados por soldados y presentados como guerrilleros muertos en combate, el escándalo de los tristemente célebres “falsos positivos”. La confianza en el uniforme se resquebrajó, dejando cicatrices que aún moldean cómo las comunidades leen la autoridad estatal.
Juan Manuel Santos (2010–2018) usó esa presión militar para lograr el acuerdo de paz de 2016 con las FARC. Por primera vez, Colombia tenía un plan detallado para reemplazar las economías rebeldes con medios de vida legales, extender escuelas y clínicas y construir carreteras hacia las periferias olvidadas. Era un plano para convertir la victoria militar en paz sostenible. Pero la política intervino. El acuerdo se convirtió en una guerra por poderes en cada elección y en cada pantalla de televisión. Un auge de la coca en los últimos dos años de Santos restó legitimidad. Iván Duque, protegido de Uribe, implementó el acuerdo de manera lenta y selectiva, al tiempo que politizaba a las fuerzas de seguridad. Una ventana que debió abrirse de par en par se fue cerrando.
El fracaso no era inevitable. Pero cuando Gustavo Petro asumió en 2022, el impulso ya se había desvanecido. Colombia tenía un plan de paz en el papel, pero no en el terreno.
Paz total frente a desorden total
Petro prometió algo audaz: la “paz total”. La idea era negociar no solo con el ELN y los disidentes de las FARC, sino también con el Clan del Golfo y decenas de mafias posparamilitares. Se ofrecieron ceses al fuego de entrada, antes de concesiones. La teoría decía que la violencia se disiparía si cada actor armado recibía un asiento en la mesa.
Tres años después, el balance luce sombrío. El Clan del Golfo opera ahora en 238 municipios, con una fuerza que se ha duplicado desde 2018 hasta superar los 7.500 combatientes. El ELN ha expandido operaciones y adoptado drones como armas de terror. En enero, unidades del ELN en el Catatumbo montaron una ofensiva coordinada que mató a rivales y obligó a 20.000 civiles a huir. Los grupos disidentes de las FARC pasaron de dos a cuatro facciones, casi duplicando su fuerza a unos 8.000 hombres. Los ataques contra la fuerza pública alcanzaron su nivel más alto desde 2010, con 295 incidentes en un solo año.
Los ceses al fuego sin verificación dieron a los jefes de guerra espacio para descansar, reclutar y cobrar impuestos. Las comunidades aprendieron rápidamente que la autoridad más ruidosa en el campo, una vez más, no llevaba insignias del Estado. Al mismo tiempo, el aparato de seguridad se debilitó. De un pico de 242.000 soldados en 2012, las Fuerzas Armadas se redujeron a unos 181.000. Los presupuestos crecieron, pero gran parte del dinero fue a subsidios más que a helicópteros, repuestos o entrenamiento. Casi el 40% de la flota de helicópteros está en tierra, lo que limita la capacidad de reforzar puestos remotos o sostener operaciones simultáneas. Las redes de inteligencia, antes lo bastante detalladas como para rastrear cobros y reclutamiento, se deshilacharon. En muchas regiones, la Policía ya no sabe quién controla qué retén.
Los vaivenes políticos agravan la confusión. La purga temprana de Petro de casi 50 altos mandos, bajo un fiscal de derechos humanos sin experiencia militar, desmanteló décadas de memoria institucional. Cuando colapsaron los ceses al fuego, el gobierno viró de nuevo hacia la confrontación, llamando terroristas a los mismos con los que aún negociaba en otros frentes. Las comunidades en medio solo ven señales contradictorias—y un Estado incapaz de sostener su propia línea.

EFE@Ernesto Guzmán
Política, memoria y el mapa hacia adelante
Todo esto se desarrolla en un entorno político ya volátil. La condena y sentencia de 12 años contra Álvaro Uribe por manipulación de testigos (aún en apelación) ha endurecido lealtades partidarias y marcará la próxima carrera presidencial. Las insinuaciones de Petro sobre convocar una asamblea constituyente —que críticos ven como un intento de reescribir las reglas en plena partida— solo añaden a la polarización. Mientras tanto, en las zonas de frontera y corredores donde retroceden jueces y maestros, las familias viven otra vez bajo la ley arbitraria de quien controle la colina más cercana.
Colombia ya ha visto este ciclo. Sabe que la seguridad sin legitimidad fracasa, y que la legitimidad sin seguridad se derrumba. El Estado logró doblar la curva de la violencia una vez porque combinó helicópteros e inteligencia con fiscales, títulos de tierra y programas de sustitución de cultivos que realmente llegaban a los mercados. Castigó abusos no solo porque lo exigían los tribunales, sino porque la fe pública en el uniforme lo requería. El acuerdo de 2016, con todos sus defectos, sigue siendo el único andamio detallado para reemplazar una economía insurgente por una democrática. Su implementación parcial no argumenta a favor del abandono, sino de la seriedad.
El camino por delante exige más que consignas. Requiere restaurar la capacidad aérea y de inteligencia, tratar los ceses al fuego como conclusiones y no como puntos de partida, y proteger a alcaldes, maestros y líderes sociales que sostienen el frágil terreno estatal. Significa despolitizar a las fuerzas de seguridad para que la competencia —y no la ideología— seleccione a los comandantes. Nada de esto sustituye el trabajo más lento de la gobernanza rural, pero sin ello, las escuelas y clínicas seguirán siendo retórica, no realidad.
El asesinato de un joven candidato presidencial, el regreso de los carros bomba, la vista de drones convertidos en armas—todos son advertencias de que los logros arduamente ganados pueden evaporarse más rápido de lo que fueron construidos. Colombia no necesita elegir entre un militarismo férreo y un pacifismo ingenuo. Requiere una estrategia de seguridad muscular y legal que recupere la iniciativa, respaldada por un Estado que ofrezca justicia y servicios con la misma certeza con que despliega la fuerza. Solo así el país podrá abrir un espacio para que la paz vuelva a respirar.
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(Citas y atribuciones selectas de la OTAN y líderes regionales referidas arriba fueron reportadas por Americas Quarterly.)