ANÁLISIS

Colombia en juicio: cómo el veredicto contra Uribe dividió la conciencia de una nación

Un tribunal en Bogotá ha sacudido a Colombia hasta su núcleo democrático, al condenar al hombre que alguna vez domó a las guerrillas y ejerció una autoridad casi mística—obligando al país a confrontar lo que ganó, lo que perdió y lo que viene.

Un terremoto político sin tierra firme

En el momento en que la jueza Sandra Heredia pronunció su veredicto—culpable de fraude procesal y manipulación de testigos—no era solo Álvaro Uribe quien estaba en el banquillo. Era el andamiaje de la Colombia moderna: sus lealtades políticas, su sistema judicial, su identidad. Durante décadas, Uribe dominó la vida pública del país. Desde la Casa de Nariño hasta la radio nocturna, desde los puestos rurales hasta las cumbres internacionales, su nombre se volvió sinónimo tanto de salvación nacional como de poder sin control. Ahora, a los 73 años, la figura más polarizadora de Colombia ha sido formalmente marcada como criminal.

El fallo irrumpe en un país aún herido por sus divisiones. Su partido, el Centro Democrático, tambalea ante el golpe. Su base conservadora ha iniciado una campaña para presentar la decisión de la jueza como una vendetta—una emboscada legal orquestada por magistrados con agendas ideológicas. Mientras tanto, los seguidores del actual presidente Gustavo Petro, rival político de larga data de Uribe, ven la condena como una reivindicación: evidencia, argumentan, de que la democracia colombiana ha madurado lo suficiente como para hacer rendir cuentas a sus íconos.

Lo claro es que las ondas expansivas irán mucho más allá de una apelación judicial. Con elecciones municipales en el horizonte y la próxima contienda presidencial proyectando ya su sombra, cada actor político debe declarar dónde se ubica frente a lo que rápidamente se ha convertido en la nueva prueba nacional: Uribe, ¿víctima o villano?

La sombra del poder: guerra, paz y lo que se perdió

Para comprender el peso de la condena de Uribe, hay que revisitar lo que él significó para el mito moderno de Colombia. Cuando asumió la presidencia en 2002, el país estaba al borde del colapso. Las guerrillas cercaban las afueras de Bogotá, los secuestros eran rutina y muchos pueblos rurales eran prácticamente tierra de nadie.

Uribe respondió con fuerza. Su política de Seguridad Democrática desató una ola de operaciones militares que empujaron a las FARC a la selva y redujeron los secuestros en casi un 90%. Las tasas de homicidio se redujeron a la mitad. Para muchos colombianos, fueron años de salvación. El comercio floreció. Las carreteras se reabrieron. La inversión extranjera se disparó y Bogotá empezó a parecer la capital de un país en recuperación.

Pero las mismas políticas que trajeron orden también tuvieron un precio. Bajo su gobierno, unidades del ejército ejecutaron a miles de civiles—al menos 6.400, según la Comisión de la Verdad—vistiendo a las víctimas como guerrilleros para inflar los éxitos en combate. Eran los infames “falsos positivos”, un grotesco subproducto de las cuotas de rendimiento. Agencias de inteligencia fueron descubiertas interceptando ilegalmente comunicaciones de periodistas y jueces. Los grupos paramilitares fueron desarmados solo en apariencia, para luego reconstituirse como redes criminales de tipo mafioso.

El legado de Uribe, entonces, es irregular. Para sus seguidores, sigue siendo el hombre que salvó a la nación del caos. Para sus críticos, normalizó la impunidad y borró la frontera entre el poder del Estado y la coerción. Que ambas visiones sean ciertas a la vez es parte de lo que continúa dividiendo en dos a Colombia.

Un juicio gestado durante años

El camino hacia la condena de Uribe no comenzó con un estallido, sino con una demanda. En 2012, Uribe acusó al senador de izquierda Iván Cepeda de sobornar testigos para vincularlo falsamente con escuadrones de la muerte paramilitares en los años noventa. Pero en vez de reivindicarlo, el caso se volvió en su contra. La Corte Suprema no solo absolvió a Cepeda, sino que abrió una investigación contra el propio Uribe.

Lo que siguió fue un lento desmoronamiento. Salieron a la luz grabaciones del abogado de Uribe, Diego Cadena, ofreciendo favores legales y dinero a reclusos a cambio de testimonio favorable. Según el tribunal, no fueron actos aislados: eran parte de una estrategia deliberada, con Uribe como arquitecto intelectual. La jueza Heredia lo describió como un “esquema coordinado para subvertir la verdad judicial”.

La sentencia—probablemente entre cuatro y ocho años de arresto domiciliario, pendiente de apelación—es histórica. Nunca antes un presidente colombiano había sido condenado por un delito. Pero más allá del titular, los analistas legales destacan una victoria más sutil: la creciente independencia de un poder judicial antes intimidado por la violencia, la presión política y el miedo público.

En su fallo, Heredia llamó a Uribe “el hombre más poderoso de Colombia”. El hecho de que su voz, en una sala de audiencias, pudiera atravesar ese poder y declararlo culpable—sin represalias militares, sin multitudes enardecidas en las calles—es quizás el legado más importante del veredicto.

La democracia en una encrucijada

Lo que viene podría definir a Colombia por una generación.

Por un lado, el fallo podría anunciar una nueva era: una en la que los exhombres fuertes ya no son inmunes, donde los tribunales pueden procesar no solo a comandantes guerrilleros sino también a los titanes del Estado. El presidente Petro, cuyas reformas se han estancado en el Congreso, podría ahora encontrar un nuevo impulso para impulsar proyectos sobre la reforma agraria, la supervisión policial y el control civil de las fuerzas armadas.

Pero la tentación acecha. Para el campo de Petro, está el atractivo de la revancha—una purga política disfrazada de justicia. Para los defensores de Uribe, el instinto será deslegitimar al poder judicial, convertir a los jueces en villanos y provocar un bloqueo institucional. Ambos riesgos son reales. Ambos podrían deshacer los frágiles avances de este momento.

La condena de Uribe no debería convertirse en una excusa para quemar puentes. Colombia todavía necesita una oposición de derecha funcional. Todavía necesita líderes militares que se sientan respetados, no asediados. Todavía necesita un sistema judicial que no se doblegue bajo presión política. Lo que no puede permitirse es deslizarse hacia un legalismo de ojo por ojo, donde cada administración use la rendición de cuentas como arma de venganza.

La lección más profunda quizá sea esta: la justicia, para funcionar, debe ser confiada. Y esa confianza es frágil, se construye lentamente, pero se pierde en un instante.

Al final, el veredicto contra Álvaro Uribe no reescribe la historia. No cancela sus victorias en el campo de batalla, ni absuelve al Estado de las heridas aún abiertas de su mandato. Lo que sí hace es pedirle al país que madure—que supere la mitología, los eslóganes y el miedo.

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Uribe alguna vez moldeó a Colombia con pura voluntad, con carisma y cálculo, a través de batallas tanto literales como políticas. Ahora, despojado de su aura y enfrentando el confinamiento, se convierte en otra cosa: un espejo. Uno que obliga a Colombia a preguntarse qué tipo de democracia quiere, en qué clase de justicia cree y si, finalmente, está lista para construir una nación donde nadie esté por encima de la ley—ni siquiera el hombre que alguna vez actuó como si lo estuviera.

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