El supercomputador Coatlicue de México apuesta por el espectáculo sobre los sueños científicos sobrios
El prometido supercomputador Coatlicue de México puede que nunca cumpla con sus expectativas científicas. Sin embargo, el espectáculo político que lo rodea revela cómo los grandes mitos tecnológicos siguen organizando el poder, la esperanza y el estatus regional en la era digital de América Latina, y puede ser precisamente lo que México necesita.
El espectáculo como motor de la soberanía digital de México
El anuncio matutino de Coatlicue durante la conferencia de prensa presidencial no fue solo un informe técnico; fue una puesta en escena. Allí, rodeados de cifras y siglas, los funcionarios describieron una máquina que la mayoría de los ciudadanos nunca verá. Pero muchos la imaginarán: alrededor de 15,000 GPUs, el equivalente a unos 375,000 ordenadores convencionales trabajando al mismo tiempo, y un rendimiento proyectado de 314 petaflops, o 314,000 billones de operaciones por segundo. Según José Antonio Peña Merino, titular de la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones, este supercomputador, enmarcado como parte del Plan México, se construiría en 24 meses con unos 6 mil millones de pesos de fondos públicos [EFE].
Sobre el papel, las comparaciones suenan gloriosas. Coatlicue sería siete veces más rápido que Pegaso, el mayor sistema privado de Brasil, y más de 100 veces más potente que Yucca en Sonora, actualmente la máquina pública más avanzada de México. Superaría al sistema europeo Leonardo con unos 250 petaflops, se acercaría a los 435 petaflops de Alps en Suiza, y situaría al país a poca distancia de la élite global, aún dominada por gigantes como Frontier en Estados Unidos, que supera los 1.1 exaflops.
En términos estrictamente científicos, hay preguntas evidentes. No hay sitio confirmado. No existen documentos públicos de licitación. No hay un proveedor de hardware claro. En esta etapa, Coatlicue es más narrativa que infraestructura. Pero precisamente por eso importa, y por eso el espectáculo merece ser defendido.
La investigación sobre el “tecnonacionalismo” en revistas como Science and Public Policy ha sostenido durante mucho tiempo que los estados no construyen centros de cómputo masivo solo para resolver ecuaciones. Los hacen contar una historia: que la nación es moderna, soberana, capaz de hablar su propio idioma en el código del siglo XXI. Cuando Rosaura Ruiz, titular de la Secretaría de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación, declara que el proyecto es “un gran paso” y liderará una red nacional de supercómputo que abarcará la UNAM, el IPN, el Cinvestav y universidades estatales, no solo promete capacidad; proclama estatus.
Y el estatus importa. Para una región que a menudo es tratada como simple “proveedora de datos” para plataformas con sede en otros países, un supercomputador público, aunque incompleto, señala que México no está resignado a alquilar su futuro digital por horas a nubes extranjeras. Vista desde este punto latinoamericano, la extravagancia política del anuncio no es un defecto; es el motor. Sin espectáculo, no hay presupuesto, ni atención, ni sentido de urgencia.
Megaproyectos latinoamericanos y la política de la sobrepromesa
Por supuesto, conocemos el guion del contraargumento. En los últimos años, la Cuarta Transformación ha estado rodeada de megaproyectos que se han vuelto sinónimo de controversia: el Tren Maya, la Refinería Dos Bocas y el Aeropuerto Felipe Ángeles. Sobrecostos, opacidad y resultados iniciales poco impresionantes han alimentado la narrativa familiar de un Estado que construye monumentos para sí mismo en lugar de sistemas funcionales para sus ciudadanos.
Ubicado en esa línea, Coatlicue parece otra gran promesa caminando hacia la misma trampa. La segunda capa del “¿y si…?” prácticamente se escribe sola. ¿Y si este supercomputador se instala, pero se gestiona mal? ¿Y si instituciones favorecidas políticamente monopolizan el acceso? ¿Y si la máquina termina infrautilizada, un artefacto frío y zumbante en un centro de datos vigilado mientras investigadores de universidades regionales siguen rogando por servidores básicos? Estudios comparativos en el Journal of Latin American Studies han mostrado repetidamente cómo los megaproyectos regionales pueden convertirse precisamente en eso: vitrinas de modernidad cuyo impacto cotidiano es, en el mejor de los casos, modesto.
También está la cuestión más inquietante de la vigilancia. México tiene un historial documentado de espionaje digital, desde el escándalo del software espía Pegasus en adelante. Un sistema capaz de procesar enormes volúmenes de datos, registros fiscales, flujos aduaneros, metadatos de telecomunicaciones, podría, en las peores manos, reforzar el control estatal en lugar de la supervisión democrática. Como señalan académicos en AI and Society, el mismo cómputo de alto rendimiento que entrena modelos de lenguaje también puede optimizar formas de monitoreo social.
Y aun así, incluso reconociendo esos riesgos, la tentación de refugiarse en una “ambición científica honesta” es en sí misma una fantasía. La ciencia latinoamericana rara vez ha sido financiada solo por su mérito técnico. Ha avanzado cuando ha podido subirse a proyectos políticos más ruidosos: satélites que simbolizaban independencia, observatorios que convertían desiertos remotos en “ventanas al universo” e institutos de salud rebautizados como escudos nacionales. El patrón es incómodo, pero es real.
Desde esa perspectiva, la sobrepromesa en torno a Coatlicue no es una distorsión del juego; es el boleto de entrada. Al prometer entrenar modelos de lenguaje masivos en español y lenguas indígenas, ejecutar simulaciones climáticas que informen la política hídrica y acelerar el análisis genómico para la salud pública, el proyecto viste su silicio con una mitología que votantes, legisladores y observadores extranjeros pueden reconocer. Sin esa mitología, los mismos 6 mil millones de pesos probablemente se evaporarían en partidas presupuestarias menos visibles.

Cuando las máquinas míticas importan más que los resultados medidos
Hay una razón por la que esta máquina se llama Coatlicue, como la deidad nahua de la creación y la destrucción. El nombre une terror y posibilidad, piedra antigua y código futuro. Esa elección, destacada por la presidenta Claudia Sheinbaum, quien insiste en que sea un “supercomputador del pueblo de México“, no es accidental. Invita a los ciudadanos a verse reflejados en un rack de 200 gabinetes refrigerados por agua y entre 80 y 100 ingenieros que los vigilan. Transforma un centro de datos en un altar nacional.
Para los tecnócratas, esto puede resultar intolerable. Insisten en que los números no cuadran. ¿Cómo puede Alps en Suiza ofrecer 435 petaflops por unos 100 millones de francos suizos, aproximadamente 2,270 millones de pesos, mientras que Coatlicue proyecta menor rendimiento por casi 6 mil millones de pesos? ¿No debería la prioridad ser optimizar el costo por flop, comparar con los rankings internacionales y seguir el plan racional popularizado en los informes de los think tanks del norte?
Pero eso es no entender la economía política de la región. En América Latina, un supercomputador nunca es solo una máquina; es un escenario. Existe para mostrar que el Estado no se ha rendido del todo ante las plataformas extranjeras, que las universidades públicas aún tienen un lugar en la mesa tecnológica, que el país puede, al menos simbólicamente, estar junto a Frontier y Leonardo en vez de eternamente detrás de ellos. El espectáculo no es enemigo de la ciencia; a menudo es el único lenguaje a través del cual la ciencia se vuelve legible para la sociedad que la financia.
El trabajo académico sobre política científica en Science and Public Policy subraya que las infraestructuras de investigación a gran escala prosperan cuando están integradas en narrativas más amplias de propósito nacional. El peligro no es el espectáculo en sí, sino el espectáculo sin fricción, sin crítica, sin transparencia ni exigencias de los propios científicos y ciudadanos en cuyo nombre se construyen las máquinas. Si Coatlicue alguna vez se materializa, el reto no será despolitizarlo, sino politizarlo mejor: debatir abiertamente quién accede al tiempo de cómputo, cómo se protegen los datos y cómo los beneficios llegan más allá de Ciudad de México o de un puñado de laboratorios de élite.
Mientras tanto, defender el teatro político en torno a Coatlicue es, paradójicamente, una forma de defender la posibilidad de cualquier infraestructura científica ambiciosa. Una ambición puramente “honesta”, modesta en sus pretensiones y tímida en su simbolismo, nunca sobreviviría al ciclo presupuestario. El mito de una máquina pública más poderosa que cualquier otra en América Latina crea la presión, la envidia y el orgullo que pueden mover concreto, cables y contratos.
Debemos exigir transparencia, contratos claros y salvaguardas contra el abuso. Pero no debemos fingir que un supercomputador frío y apolítico, financiado sin fanfarria, instalado sin ceremonia, serviría mejor a México. En una región donde la imaginación ha sido demasiado a menudo subcontratada junto con los datos, no es poca cosa que un gobierno diga, en voz alta y teatralmente: aquí, en nuestro suelo, construiremos una máquina que nos haga soñar más allá de nuestras capacidades actuales. Si Coatlicue sigue siendo un mito, al menos nos habrá obligado a debatir sobre el tipo de futuro digital que queremos. Y si se convierte en realidad, será porque el espectáculo, y no solo la ambición sobria, arrastró ese futuro hasta hacerlo posible.
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