ANÁLISIS

El Tren de Aragua de Venezuela: ¿Banda carcelaria o arma política?

Durante dos años, el gobierno venezolano ha declarado desmantelado al Tren de Aragua. Sin embargo, en toda Sudamérica, y cada vez más en Washington, el nombre de la banda sigue siendo sinónimo de miedo, caos y del oscuro vacío de poder dejado por un Estado en decadencia.

La banda carcelaria que se convirtió en un imperio transnacional

El Tren de Aragua no surgió de selvas ni de laboratorios de drogas, sino de la prisión de Tocorón, en el estado Aragua. A principios de la década de 2010, los reclusos forjaron su propia soberanía tras muros en ruinas. Lo que comenzó como extorsión —cobrar a otros presos por su supervivencia— pronto evolucionó hacia una organización jerárquica con alcance más allá de las rejas.

El nombre de la banda, tomado de un proyecto ferroviario inconcluso, se convirtió en una marca temida en todo el continente. Para 2018, el grupo había traspasado las fronteras de Venezuela, primero hacia Colombia y luego más al sur, a Perú y Chile. Células ahora aparecen en Ecuador, Bolivia y Brasil. Su expansión siguió el camino del éxodo venezolano: los migrantes en fuga se convirtieron tanto en presa como en ganancia.

Los informes muestran que el Tren “explotó sistemáticamente” a los migrantes, cobrando por cruces clandestinos, extorsionando a familias y controlando rutas de tráfico. A la brutalidad se sumó la adaptabilidad. El grupo se integró en economías criminales locales, forjando pactos o aplastando rivales con violencia espectacular. Su negocio se diversificó: contrabando de personas, trata sexual, préstamos ilegales, secuestro, extorsión y pequeños cargamentos de droga.

En la cima está Héctor Rustherford Guerrero Flores, alias “Niño Guerrero”. Aunque Caracas proclamó la victoria tras el allanamiento de Tocorón en 2023, Guerrero sigue prófugo. Su supervivencia alimenta sospechas de protección —ya sea por parte de funcionarios venezolanos corruptos o aliados en el extranjero—.

Una narrativa en disputa entre Caracas y Washington

Aquí, la historia se entrelaza con la política. El gobierno de Nicolás Maduro insiste en que el Tren de Aragua está roto, y lo descarta como un mito fabricado por Washington para difamar a los migrantes venezolanos y desestabilizar su régimen. Maduro incluso ha acusado a los expresidentes colombianos Álvaro Uribe e Iván Duque de proteger a Guerrero, retratando a la banda como parte de una conspiración extranjera.

Washington pinta un cuadro muy distinto. La administración Trump, de regreso en el poder, ha designado al Tren de Aragua como organización terrorista y ha puesto una recompensa por la captura de Guerrero. “Operan bajo Nicolás Maduro, responsables de asesinatos masivos, narcotráfico, trata sexual y terrorismo contra Estados Unidos”, declaró Trump.

La retórica ha ido acompañada de fuerza. Desde agosto, las fuerzas estadounidenses afirman haber hundido cuatro embarcaciones vinculadas a traficantes venezolanos en aguas del Caribe, matando al menos a 17 personas. Trump se jactó de que 11 miembros del Tren estaban entre los muertos en el primer ataque. En otro movimiento, Washington deportó a 252 venezolanos a una prisión en El Salvador, marcándolos como afiliados a la banda. Eventualmente fueron devueltos a Venezuela en julio, pero el mensaje fue claro: el Tren es ahora sinónimo de represión, tanto militar como migratoria.

Para Caracas, estas acciones equivalen a agresión. El ministro de Defensa, Vladimir Padrino, las calificó de “guerra no declarada”. Para los partidarios de Maduro, el Tren de Aragua es un chivo expiatorio o un enemigo fantasma diseñado para justificar la intervención estadounidense.

Miedo en toda Sudamérica

Mientras los líderes intercambian acusaciones, el miedo se manifiesta a diario en las fronteras y las ciudades. La policía colombiana ha arrestado a docenas presuntamente vinculados a la banda. En Perú, el Tren está asociado con asesinatos macabros y redes de extorsión. Fiscales chilenos lo describen como el grupo criminal importado más peligroso de su historia. Cada nuevo arresto socava la narrativa de desmantelamiento de Caracas.

Para los venezolanos comunes en el extranjero, el estigma es profundo. Muchos huyen de la pobreza y el autoritarismo, pero en los países receptores, el Tren se ha vuelto sinónimo de criminalidad venezolana. Grupos de defensa advierten sobre perfilamientos injustos y creciente xenofobia. Pero la huella de la banda es innegable: extorsión, trata sexual y préstamos ilegales siguen el mismo patrón de Bogotá a Santiago.

La paradoja es evidente: en Caracas, los funcionarios proclaman victoria sobre una banda que dicen apenas existir; en toda Sudamérica, los gobiernos describen una amenaza metastásica que desestabiliza comunidades y socava la confianza en los migrantes.

Lo que realmente representa el Tren de Aragua

El Tren de Aragua es más que una banda; es un espejo. Refleja el colapso de Venezuela, donde las prisiones se convirtieron en centros de mando y la debilidad del Estado permitió que las mafias florecieran. Demuestra la vulnerabilidad de los migrantes, que se convirtieron tanto en mano de obra como en presa. Refleja la geopolítica, donde Washington usa su nombre para justificar despliegues navales y deportaciones masivas, mientras Caracas lo descarta como propaganda.

Dos años después del operativo en Tocorón, las preguntas persisten. ¿Ha sido realmente debilitada la banda, o solo dispersada? ¿Tolera el Estado venezolano su existencia, la combate o se beneficia en silencio de ella? ¿Pueden los gobiernos regionales cooperar para erradicar una red que prospera en las fronteras, la corrupción y la desesperanza?

La verdad se encuentra entre los extremos. El Tren de Aragua no es un fantasma inventado por EE. UU., ni un cártel omnipotente al nivel de los gigantes mexicanos. Es algo más insidioso: una estructura híbrida nacida del colapso venezolano—lo suficientemente ágil para aprovechar los flujos migratorios, lo suficientemente brutal para aterrorizar comunidades y lo suficientemente conveniente para ser utilizada como arma política.

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Su persistencia es una advertencia. Destruir una sede no mata una marca. Arrestar a los soldados rasos no desmantela una franquicia transnacional. Y politizar su existencia—ya sea para estigmatizar a los migrantes o negar responsabilidades—solo garantiza que su sombra perdure.

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