ANÁLISIS

La paz de Colombia necesita leyes juveniles más estrictas para crímenes atroces

Siete años para un joven de 15 que apretó el gatillo contra Miguel Uribe Turbay no es justicia. Es permiso. En un país que persigue la paz, tal indulgencia corre el riesgo de normalizar el asesinato político y de enseñar a los grupos armados que el costo del homicidio es barato.

Una sentencia que transmite impunidad.

Colombia ya ha visto esto antes: sirenas aullando, una multitud atónita, una campaña convertida en escena de crimen. El asesinato de Miguel Uribe Turbay en un mitin en Bogotá reabrió heridas que muchos creían cicatrizadas. Sin embargo, la respuesta del Estado al adolescente tirador—solo siete años en detención juvenil por tentativa de homicidio y porte ilegal de armas—envía una señal escalofriante.

Cuando el precio de matar a un candidato presidencial es menos de una década, los grupos armados hacen las cuentas. Externalizar el asesinato en adolescentes deja de ser una tragedia y se convierte en táctica. Las autoridades capturaron a otros cinco sospechosos vinculados a una facción disidente de las FARC, prueba de que esto no fue caos, sino coordinación. Los disidentes y remanentes paramilitares son actores racionales que explotan leyes débiles. Una condena juvenil tan leve, en un caso que destrozó la ilusión de Colombia de haber dejado atrás su pasado violento, le dice a cada reclutador y comandante que la ley no está hecha para el mundo en que vivimos hoy.

No se desmonta un mercado de sicarios adolescentes reduciendo los riesgos para quienes jalan del gatillo solo porque tienen 15 años.

La dura lección del pasado colombiano

El asesinato de Miguel Uribe Turbay no es un crimen aislado. Pertenece a un árbol genealógico trágico: su abuela, la periodista Diana Turbay, fue secuestrada y asesinada en 1991. Se suma al oscuro listado de candidatos asesinados que definieron el final del siglo XX: Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro, Bernardo Jaramillo, Álvaro Gómez Hurtado. Los colombianos de cierta edad miden su vida con esos nombres.

Juramos que esa era había terminado, que los acuerdos de paz y décadas de reconstrucción finalmente nos habían alejado de la política de las balas. Pero la paz no es simplemente la ausencia de guerra; es la presencia de una ley creíble. Cuando la respuesta del Estado a un asesinato político es una condena que se cuenta con una sola mano, socava sus propias promesas de “paz total”.

Las supuestas palabras del adolescente tras su arresto—“lo hice por dinero para mi familia”—deberían despertar compasión por la crueldad de la pobreza. Pero la pobreza explica; no absuelve. Si el homicidio por encargo recibe solo unos pocos años de castigo, la propia ley se convierte en herramienta de reclutamiento.

La justicia juvenil debe ser firme y rehabilitadora

La verdad brutal es que los adolescentes son a la vez manipulables y plenamente capaces de causar un daño irreversible. Las democracias maduras equilibran estas verdades: sus sistemas juveniles son rehabilitadores, pero contemplan consecuencias firmes para los crímenes más graves. El marco colombiano limita las condenas juveniles incluso en casos de asesinato. Ese techo quizá tuvo sentido en otra época. Hoy es una grieta que los grupos armados explotan con precisión.

Aumentar las penas para menores que cometen asesinato, terrorismo o magnicidio no es una traición a la rehabilitación: es una actualización necesaria en términos de disuasión. Un modelo mixto podría combinar custodia juvenil hasta la adultez temprana con educación, terapia y la posibilidad de una pena adulta si no se cumplen metas de rehabilitación.

Una detención más larga debe ir acompañada de condiciones humanas: centros juveniles seguros, atención en salud mental, verdadera formación laboral y sistemas de libertad condicional que traten los derechos de las víctimas como innegociables. Esto no es venganza disfrazada de ley. Es misericordia con consecuencias: rendición de cuentas que deja la puerta abierta al cambio, pero que no minimiza el crimen.

También hay un deber cívico. Todo adolescente que mata por orden de un grupo armado debe estar obligado a entregar informes completos sobre reclutadores, logística, financiadores y flujo de armas. La verdad debe condicionar su liberación. Justicia que previene el siguiente asesinato es justicia que funciona.

EFE@Carlos Ortega

Reformas que honren a las víctimas y disuadan el próximo ataque

Si Colombia realmente busca la paz, la ley debe dejar de normalizar la violencia política. Eso significa:

  • Aumentar las sanciones juveniles máximas por asesinato y terrorismo.
  • Imponer penas más duras cuando adultos recluten menores para matar.
  • Extender la supervisión por años después de la liberación, no solo meses.

También significa aplicar las penas más severas a los adultos que armaron, transportaron y pagaron al menor. Si la ley carece de esos dientes, entonces la ley debe cambiar.

Los escépticos argumentan que condenas más duras no acabarán con el reclutamiento. Eso es mitad cierto. Las sanciones por sí solas nunca bastan. Los adolescentes vulnerables en zonas de conflicto necesitan escuelas, clínicas y medios de vida seguros para que un reclutador con dinero y pistola no sea su única opción. Pero negarse a endurecer las consecuencias para los peores crímenes es la otra mitad del fracaso: le dice a los depredadores que hay descuento si ponen el arma en manos de un niño.

Miguel Uribe Turbay quiso servir al país que mató a su madre y, décadas después, le quitó la vida a él. Su padre ahora hace campaña en su lugar, un gesto de desafío que merece un sistema de justicia a la altura del riesgo que enfrenta. Siete años por un asesinato político cometido frente a votantes no es proporcional. Es un encogimiento de hombros disfrazado de misericordia.

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Colombia puede ser generosa sin ser ingenua. Podemos creer que un joven de 15 años no está más allá de la redención y, al mismo tiempo, insistir en que el camino de regreso debe ser largo, supervisado y ganado. La paz exige tanto compasión como consecuencia. Si el Estado sigue fijando tan bajo el precio del asesinato político, se comprará otra década sangrienta—y enviará al próximo niño reclutado por dinero el peor mensaje de todos: que la nación perdonará rápidamente lo que le pagan por hacer.

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