ANÁLISIS

La violencia amenaza con erosionar la democracia mexicana sin posibilidad de reparación

La lucha de México contra la violencia, en particular los asesinatos de funcionarios públicos provocados por el narcotráfico, es una señal de que la democracia en el país está llegando a un punto de quiebre. A medida que la violencia aumenta, los ideales democráticos que muchos aprecian corren el riesgo de convertirse en ilusiones.

El asesinato de un alcalde es la nueva normalidad en México

El brutal asesinato de Alejandro Arcos, el recién elegido alcalde de Chilpancingo, Guerrero, es más que un simple titular trágico. Es un duro recordatorio de la realidad que muchos políticos mexicanos, en particular a nivel local, enfrentan todos los días. A la semana de asumir el cargo, Arcos fue encontrado muerto, su cuerpo fue desechado como un símbolo del desprecio que los cárteles de la droga sienten por quienes se interponen en su camino. Solo unos días antes, su secretario, Francisco Tapia, fue asesinado a tiros en otro acto de violencia contra funcionarios.

La gobernadora del estado, Evelyn Salgado, expresó el dolor colectivo de los ciudadanos de Chilpancingo, pero sus palabras no hacen mucho para cambiar el hecho de que este incidente es solo uno de muchos. Guerrero ha sido durante mucho tiempo uno de los estados más asolados por la violencia en México, atrapado en la mira de la guerra de los cárteles. El costo que esta violencia tiene para la gobernabilidad es asombroso; cuando los políticos pueden ser asesinados tan pronto después de asumir el cargo, se envía un mensaje claro de que el servicio público es una tarea peligrosa, incluso fatal, en algunas partes de México.

Pero el problema es más profundo. La violencia sistémica de Guerrero subraya la fragilidad de las instituciones democráticas de México. Cuando los funcionarios electos son asesinados con impunidad, la noción misma de democracia –que los ciudadanos pueden elegir a sus líderes y estos pueden actuar en su mejor interés– comienza a desmoronarse. ¿Cómo pueden los funcionarios públicos servir a sus comunidades cuando primero deben temer por sus vidas?

Violencia política y narcotráfico: una mezcla mortal

La muerte de Alejandro Arcos no es un incidente aislado. Guerrero, ubicado a lo largo de rutas clave de contrabando en la costa del Pacífico, ha sido durante mucho tiempo un campo de batalla por el control entre bandas de narcotraficantes rivales. Los Ardillos y los Tlacos, los dos grupos principales de la zona, se involucran en guerras territoriales que se extienden al ámbito político, matando a funcionarios que se niegan a doblegarse a su influencia o que se interponen en el camino de sus operaciones.

Esta mezcla letal de política y tráfico de drogas ha hecho que las elecciones locales en estados como Guerrero sean una apuesta peligrosa. En el período previo a las elecciones del 2 de junio en México, seis candidatos a cargos públicos fueron asesinados solo en el estado. A nivel nacional, los cárteles son responsables de la muerte de docenas de políticos cada año. Por cada funcionario que es asesinado, innumerables otros enfrentan amenazas diarias, lo que les dificulta gobernar de manera efectiva o incluso implementar servicios públicos esenciales.

Las raíces de esta violencia se remontan a 2006, cuando el gobierno mexicano desplegó al ejército para combatir a los cárteles de la droga del país. En lugar de sofocar la violencia, la guerra contra las drogas la intensificó, empujando a los cárteles a tácticas más agresivas y brutales. Más de 450.000 personas han sido asesinadas desde entonces y decenas de miles han desaparecido. Esta respuesta militarizada no sólo no ha logrado contener la violencia, sino que también ha permitido que se filtre a todos los niveles de gobierno, erosionando la confianza entre los ciudadanos y el Estado.

Los ideales democráticos bajo asedio

A medida que aumenta el número de muertos, también lo hace la amenaza a la democracia. Las instituciones democráticas de México, diseñadas teóricamente para dar poder al pueblo, están siendo paralizadas por la influencia omnipresente de los cárteles. Cuando los funcionarios públicos pueden ser asesinados por tratar de hacer su trabajo, la democracia misma está en riesgo. Los líderes electos, temerosos de las represalias, pueden comenzar a ceder a las demandas de las organizaciones criminales, comprometiendo su capacidad de gobernar en beneficio del interés público.

El caso de Guerrero es particularmente ilustrativo de cuán arraigada se ha vuelto esta violencia. Los funcionarios locales han pedido al gobierno federal que intervenga, argumentando que el nivel de ingobernabilidad del estado requiere una respuesta nacional. Sin embargo, incluso a nivel federal, hay una capacidad limitada para controlar el poder de los cárteles. La estrategia del presidente Andrés Manuel López Obrador de “abrazos, no balazos”, destinada a reducir la violencia a través de programas sociales y un enfoque no confrontativo, ha hecho poco para frenar el derramamiento de sangre. La violencia no ha disminuido y los cárteles han mantenido el control sobre vastas franjas de territorio, a menudo superando a las fuerzas de seguridad locales.

Aquí es donde la fragilidad de la democracia mexicana se hace más evidente. En regiones como Guerrero, la democracia existe sólo de nombre, y queda poco de su práctica. Los ciudadanos votan, pero sus líderes electos son incapaces de implementar cambios significativos. La corrupción, el miedo y la violencia socavan los cimientos de la gobernanza democrática, creando un sistema en el que el poder está en manos de quienes controlan las calles, no de quienes ocupan cargos públicos.

Si la democracia está destinada a representar la voluntad del pueblo, ¿qué sucede cuando las balas silencian a los representantes del pueblo? La respuesta es que la democracia, en su forma ideal, se convierte en un recuerdo lejano, eclipsado por la cruda realidad de la supervivencia en un estado dominado por los cárteles.

¿Puede México recuperarse de esta crisis?

El asesinato de Alejandro Arcos plantea una pregunta que muchos mexicanos se han estado haciendo durante años: ¿puede la democracia sobrevivir en un país donde la violencia es tan generalizada? La respuesta no es clara. Lo que sí está claro, sin embargo, es que la trayectoria actual es insostenible. Si los funcionarios públicos continúan siendo asesinados con impunidad, el sistema democrático mexicano corre el riesgo de derrumbarse bajo el peso de la violencia y la corrupción.

Para recuperar la fe en la democracia, México debe enfrentar sus problemas sistémicos de frente. En primer lugar, debe haber un esfuerzo concertado para combatir la corrupción que permite a los cárteles operar con relativa impunidad. Esto significa no sólo tomar medidas enérgicas contra el narcotráfico, sino también abordar las estructuras políticas y económicas que permiten que los cárteles prosperen. Sin una reforma fundamental, cualquier intento de frenar la violencia será superficial.

En segundo lugar, México debe proteger a sus servidores públicos. El asesinato de políticos no puede convertirse en la norma. Si los funcionarios locales continúan siendo asesinados, habrá cada vez menos candidatos dispuestos a arriesgar sus vidas para servir a sus comunidades. El gobierno federal debe proteger a los funcionarios vulnerables, en particular en zonas de alto riesgo como Guerrero. Es necesario asignar más recursos a la aplicación de la ley, no sólo para combatir a los cárteles, sino también para garantizar que los funcionarios públicos puedan desempeñar sus funciones sin temor a ser asesinados.

Por último, México debe reconstruir la confianza entre sus ciudadanos y su gobierno. Esto no será fácil. Décadas de violencia, corrupción e impunidad han creado un profundo sentimiento de desconfianza. Los ciudadanos deben ver que su gobierno puede protegerlos a ellos y a sus líderes electos. Sin esta confianza, la democracia no puede funcionar.

El camino hacia la recuperación será largo y difícil. Sin embargo, la alternativa es mucho peor. Si la violencia continúa sin control, México corre el riesgo de convertirse en un estado fallido donde la democracia se reduce a un ideal en lugar de una práctica. El asesinato de Alejandro Arcos es un trágico recordatorio de lo que está en juego. El momento de actuar es ahora, antes de que la democracia de México se deslice más allá del punto de no retorno.

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El asesinato de Alejandro Arcos pone de relieve los graves desafíos que enfrenta la democracia de México. Mientras la violencia y la corrupción socavan el sistema político, el riesgo de que los ideales democráticos se conviertan en meras ilusiones está siempre presente. La única manera de avanzar es mediante acciones audaces, reformas y un compromiso de proteger tanto a los funcionarios públicos como al propio proceso democrático.

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