Las nuevas etiquetas de género en Colombia plantean preguntas sobre privacidad, seguridad y política
Mientras Colombia se prepara para permitir que los ciudadanos marquen “trans” y “no binario” en sus cédulas, deberíamos hacer una pausa. En un país con violencia anti‑LGBTIQ+ letal e instituciones frágiles, el reconocimiento simbólico puede ser contraproducente si avanza más rápido que la protección en las calles y en la burocracia.
Democracia, trámites y consecuencias no previstas
El anuncio sonó, en un primer momento, como un avance. La Registraduría Nacional del Estado Civil informó que los colombianos ahora podrán seleccionar “trans” y “no binario” en el campo de “sexo” de sus documentos de identidad. El cambio aplicará para cédulas, registros civiles y tarjetas de identidad para jóvenes, y, como explicó el registrador Hernán Penagos en Bogotá, se implementará en más de 1.200 estaciones integradas de servicio en todo el país.
Para Penagos, esto es “un paso clave” hacia el reconocimiento y la garantía del derecho a la identificación para personas con identidades de género diversas, y “un ejemplo claro de la democracia que Colombia necesita.” De cara a las elecciones de 2026, insistió en que la institución trabaja para que todos puedan ejercer sus derechos políticos sin discriminación. La Registraduría recordó que desde 2022 ha organizado 17 jornadas especiales de identificación para la comunidad LGBTIQ+, entregando más de 750 documentos solo en esas jornadas.
Nada de esto surge en el vacío. En 2024, al menos 164 personas fueron asesinadas en Colombia por razones relacionadas con su orientación sexual o identidad de género, un aumento del 3,8 % respecto a 2023, según Caribe Afirmativo. Las mujeres trans fueron el grupo más afectado, representando el 18 % de las víctimas de violencia homicida. Esas cifras no son abstracciones; son nombres, rostros, barrios. Cuando el Estado dice que quiere reconocer a personas en tan alto riesgo, el impulso parece no solo legítimo, sino urgente.
Y sin embargo, escribiendo desde una perspectiva latinoamericana marcada tanto por luchas de derechos como por debilidad institucional, no puedo evitar sentir inquietud. No cuestiono la dignidad ni la existencia de las personas trans y no binarias en Colombia. Cuestiono si convertir la casilla de “sexo” en una cédula en una etiqueta como “trans” o “no binario” es la forma más sensata de protegerlas, especialmente en un país donde ese mismo rectángulo de plástico debe mostrarse a policías, funcionarios públicos, empleadores y desconocidos en contextos muchas veces impregnados de prejuicio.
Investigaciones publicadas en la Latin American Research Review han demostrado que en nuestra región, los “derechos por decreto” —cambios implementados en formularios y leyes sin una reforma institucional profunda— suelen provocar reacciones adversas, especialmente cuando tocan terrenos simbólicos como el género y la familia. Una medida que parece sencilla en una rueda de prensa puede convertirse en algo muy distinto en un retén policial de un pueblo pequeño, o en la sala de espera de un hospital público saturado.

Una violencia que ningún campo documental puede resolver
Si tomamos en serio la cifra de 164 asesinatos en un año, y el hecho de que las mujeres trans son desproporcionadamente atacadas, la primera obligación es preguntar qué realmente reduce esa violencia. Estudios en la International Journal of Transgender Health señalan que el riesgo que enfrentan las personas trans está determinado mucho más por la pobreza, las prácticas policiales, la falta de aceptación familiar y la exposición a grupos criminales que por lo que digan sus documentos. El reconocimiento de la identidad puede apoyar la dignidad, pero no desmantela por sí solo las estructuras que generan los ataques.
En ese sentido, debemos preguntarnos qué ocurre cuando aparece “trans” o “no binario” en el campo de sexo. En la práctica, estamos mezclando diferentes tipos de información. El sexo, tal como lo usa el Estado, ha servido históricamente como categoría biológica para estadísticas de salud, planificación demográfica e incluso asignación carcelaria. Trans y no binario son categorías identitarias que atraviesan el sexo. Confundir ambas en un solo campo puede satisfacer una demanda política hoy, pero corre el riesgo de distorsionar datos cruciales para futuras políticas, incluidas aquellas que podrían beneficiar a las mismas comunidades que se busca reconocer.
Más preocupante aún es el tema de la revelación forzada. Muchas personas trans y no binarias viven en un equilibrio delicado, “fuera del clóset” en algunos espacios, cautelosas en otros, leyendo cuidadosamente cada ambiente antes de revelarse. Un documento de identidad que grita “trans” en la casilla de sexo elimina esa elección. Cada interacción con un policía, un agente migratorio, un administrador escolar o un recepcionista de clínica se convierte en una salida del clóset involuntaria, respaldada por la fuerza del Estado. En un país donde las muertes vinculadas a la identidad de género van en aumento, eso no es un simple detalle de diseño; es un posible factor de riesgo.
La Journal of Latin American Cultural Studies ha argumentado que en sociedades marcadas por la desigualdad y la polarización política, las medidas simbólicas muy visibles pueden convertirse en pararrayos, atrayendo resentimiento que luego recae sobre los más vulnerables. En Colombia, donde fuerzas conservadoras y progresistas luchan por cada centímetro del terreno cultural, poner “trans” y “no binario” directamente en la cédula nacional podría ser fácilmente instrumentalizado por quienes ya buscan demonizar la diversidad de género. Las personas que tendrán que cargar ese riesgo en sus bolsillos no son los funcionarios en Bogotá, sino jóvenes trans en la periferia de Barranquilla, adolescentes no binaries en Valle del Cauca, migrantes cruzando fronteras militarizadas.

Un camino más lento y sólido hacia la dignidad en Colombia
Decir que esta medida me preocupa no es negar el sufrimiento que busca atender. Al contrario: las cifras de Caribe Afirmativo deberían perseguirnos. Exigen acción. Pero actuar no es lo mismo que apresurarse, y el simbolismo no es lo mismo que la seguridad. Si el objetivo es que toda persona en Colombia pueda “ejercer derechos políticos sin discriminación”, como dijo Hernán Penagos, entonces la prioridad debería ser fortalecer los mecanismos que protegen a las personas sin importar lo que diga una pequeña casilla en su documento.
Eso implica mejor capacitación para policías y funcionarios públicos, para que la discriminación tenga consecuencias reales. Implica destinar recursos a la investigación de asesinatos motivados por odio, para que las 164 víctimas de 2024 no sean solo cifras en un informe. Implica garantizar que personas trans y no binarias puedan acceder a salud, educación y empleo sin ser humilladas ni rechazadas en la puerta. Ninguno de esos cambios requiere poner “trans” o “no binario” en el campo de sexo; todos requieren voluntad política y presupuesto.
Desde una mirada histórica latinoamericana, hemos visto muchas veces cómo nuestros Estados se apresuran a adoptar el lenguaje progresista global mientras dejan intactas las estructuras que producen muerte y exclusión. El riesgo hoy es que Colombia, ansiosa por presentarse como una democracia que protege derechos, se conforme con un gesto fácil en vez del trabajo más difícil y lento de transformar la vida cotidiana.
Respetuosamente, entonces, nos oponemos a este paso específico: no contra las personas trans o no binarias en Colombia, cuya seguridad y dignidad no son negociables, sino contra la idea de que exponer sus identidades en un documento de uso general sea la forma correcta de honrarlas. Exijamos más que una nueva opción en un menú desplegable. Exijamos un país donde nadie tema mostrar ningún documento, porque quien lo recibe finalmente ha aprendido que toda vida, sea cual sea su historia de género, merece protección mucho antes de merecer una etiqueta.
Lea También: El supercomputador Coatlicue de México apuesta por el espectáculo sobre los sueños científicos sobrios




