ANÁLISIS

Los niños venezolanos merecen aulas, no aceras, en Trinidad y Tobago

En las abrasadoras aceras de Trinidad, niños venezolanos se agachan junto a los semáforos, con sus pequeñas manos extendidas mientras los adultos piden monedas. Detrás de cada palma extendida hay otro tipo de exilio: puertas de aulas cerradas, documentos faltantes y el trauma de una travesía que ningún niño debería tener que hacer.

Aceras en lugar de aulas

En el sur de Trinidad, dos hermanos se sientan en el borde de la acera mientras un hombre —quizás su padre, tal vez no— llama a los autos que pasan. Su viaje desde Tucupita, Venezuela, hasta Icacos tomó veinte minutos en bote, pero la distancia entre el lugar de donde vinieron y donde ahora están parece inconmensurable. Su aula es el pavimento; sus lecciones son de supervivencia.

“Aunque la Ley del Niño prohíbe usar o permitir que un niño mendigue, vemos muchos niños en las calles”, dijo Angie Ramnarine, coordinadora del La Romaine Migrant Support Group (LARMS), en una entrevista con la agencia EFE. Dirige un pequeño espacio de aprendizaje en San Fernando, donde ve niños “expuestos al sol o la lluvia” mientras los adultos piden limosna en intersecciones y fuera de los centros comerciales.

Su presencia, dijo, no es un misterio. Es el resultado de un estrangulamiento burocrático que mantiene a miles de menores venezolanos fuera de las escuelas. Para 2024, la Living Water Community había registrado casi 4.000 niños venezolanos de entre 5 y 17 años como refugiados o solicitantes de asilo, pero solo 1.462 tenían acceso a educación a través del programa Equal Place del ACNUR.

Números tan duros no son estadísticas; son veredictos. Cada niño sin aula se vuelve más vulnerable: a la trata, al hambre, a la desesperanza.

Cuando la ley falla, la explotación prospera

La Child Authority de Trinidad registró 60 casos de mendicidad infantil en 2023, incluidos 24 menores venezolanos, aunque los trabajadores de primera línea creen que esa cifra apenas roza la superficie. “La aplicación de la ley es mínima”, dijo Ramnarine a la EFE, y en ese vacío ha surgido una economía informal basada en la compasión.

“Los adultos reciben más compasión cuando llevan niños”, explicó. Algunos padres, desesperados, “alquilan” a sus hijos por 50 dólares trinitenses al día, mientras que otros usan a los suyos para atraer donaciones. Un solo mendigo puede ganar entre 500 y 600 dólares, más que muchos jornaleros.

Es una economía construida sobre el dolor. “La pobreza se está negociando a través de los niños”, dijo Ramnarine sin rodeos.

Para los padres sin vías legales para inscribir a sus hijos en la escuela, cada decisión parece incorrecta. Algunos dejan a los niños encerrados en pequeños apartamentos mientras trabajan; otros los llevan a la calle. Ninguna opción es segura. Pero cuando la educación formal sigue fuera de alcance, la desesperación llena el vacío.

En 2019, Ramnarine y una coalición de la Iglesia Católica, ACNUR y Living Water Community crearon una alternativa: cuatro escuelas comunitarias en Penal, Arima, Carapichaima y San Fernando. Allí, los niños migrantes aprenden lectura y matemáticas, comparten comidas calientes y reciben chequeos médicos. Estas aulas improvisadas son salvavidas, construidas con compasión, no con política.

“Mantenemos viva la dignidad”, dijo. “Pero esto no debería recaer en los voluntarios. Debería ser tarea del Estado.”

Muros de papel y puertas cerradas

Para entender el problema, basta seguir el rastro de los papeles. “No todos estamos registrados, y solo con los permisos y documentos adecuados —una tarjeta de migrante, partida de nacimiento traducida, tarjeta de vacunación, comprobante de domicilio, foto tipo pasaporte— puede un niño entrar”, dijo Isabella Pérez, madre venezolana cuya hija de 10 años fue rechazada de una escuela primaria, en declaraciones a la EFE.

Incluso las familias que cumplen con esos requisitos a menudo encuentran las escuelas llenas o reacias. Un funcionario del Ministerio de Educación dijo a la EFE que en septiembre de 2024, solo 60 de 200 solicitantes venezolanos fueron aceptados en escuelas públicas.

Es un problema burocrático en un país de apenas 1,5 millones de habitantes que ahora acoge a más de 40.000 migrantes venezolanos, una de las tasas más altas per cápita del hemisferio.

Las brechas generan más que pérdida educativa; crean heridas duraderas. La psicóloga venezolana Livia Rincón, citada en un informe de la OIM, halló niños con ansiedad, miedo a la separación e insomnio: ecos psicológicos de travesías marítimas peligrosas y semanas escondidos.

“Muchos de estos niños no saben leer ni escribir”, dijo Emilys Bastardo, una maestra venezolana que ahora vive en Trinidad, en declaraciones a la EFE. Cada año fuera del aula, el déficit se profundiza. Cada carta de rechazo empuja a otro niño hacia la calle.

Para ellos, el futuro se reduce a dos opciones: ser invisibles o ser explotados.

EFE/ Andrea De Silva

Cómo luce una respuesta responsable

Esto no es solo una historia de migración: es una emergencia de protección infantil.

Una respuesta humana comienza con una aplicación de la ley que proteja, no que castigue. Las leyes de Trinidad ya prohíben la mendicidad infantil, pero su cumplimiento debe ser constante y compasivo. Patrullas especializadas en protección infantil deberían retirar a los menores de situaciones de explotación el mismo día y colocarlos en refugios o espacios de aprendizaje seguros.

En segundo lugar, el acceso a la educación no puede esperar a la documentación perfecta. Se deben ampliar las aulas comunitarias como las de LARMS, desplegar equipos docentes móviles en los vecindarios donde se concentran las familias y crear un programa puente que evalúe a los niños por su capacidad, no por la completitud de su expediente.

En tercer lugar, simplificar la inscripción. Un proceso único —gestionado conjuntamente por el gobierno, UNICEF y ACNUR— podría revisar documentos, emitir identificaciones temporales, aplicar vacunas y asignar fechas de inicio escolar en una sola visita, con traductores disponibles para los padres hispanohablantes.

En cuarto lugar, proteger a las familias que buscan ayuda. Los padres no se presentarán si temen la deportación. Son esenciales las líneas de denuncia confidenciales y las políticas de “muro de fuego” que separen las escuelas de las autoridades migratorias.

Finalmente, abordar las heridas invisibles. Incluir psicólogos y orientadores en las aulas, capacitar a los maestros en atención informada por trauma e involucrar a educadores venezolanos ya presentes en la comunidad. El trauma que describió la psicóloga Rincón no desaparece por sí solo. Requiere atención sostenida.

Trinidad y Tobago no causó el colapso de Venezuela, pero ahora carga con sus consecuencias humanas. Esa realidad impone límites… y responsabilidades. “Enseñamos lectura y matemáticas, damos comidas, ofrecemos juego”, dijo Ramnarine. “La infancia es ordinaria a propósito.”

Tiene razón. La infancia debe ser ordinaria: llena de libros, no de mendicidad; de risas, no de agotamiento.

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Hasta que las escuelas abran sus puertas y la política se encuentre con la compasión, las aceras de Trinidad seguirán cumpliendo un papel que nunca les correspondió: hacer de aula. Y cada día que lo hacen, la región pierde algo más que potencial. Pierde el sonido de los niños aprendiendo, soñando y perteneciendo: los sonidos de los que más depende una sociedad sana.

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