ANÁLISIS

Los sicarios infantiles de Colombia evocan la era Escobar con reclutamiento digital

Un solo adolescente apretando un gatillo en un mitin en Bogotá ha hecho añicos la frágil calma de Colombia. El presunto sicario tiene quince años. Su blanco, el senador Miguel Uribe Turbay, aún lucha por su vida. Detrás de ambos hay un mercado donde la infancia es mercancía.

El niño con la pistola

Cámaras callejeras captaron el momento: un chico flaco con sudadera negra se abre paso entre simpatizantes, lleva la pistola baja, tres disparos, caos. Las cámaras corporales de la policía luego lo grabaron boca abajo en el suelo, con las esposas cerrándose. “Lo hice por la plata… por mi familia”, se le oyó decir a los reporteros. La Fiscalía informó a EFE que la tarifa ofrecida fue de 20 millones de pesos—unos 5.000 dólares—y una casa segura al sur de la capital.

Médicos pasaron la noche extrayendo fragmentos del cráneo de Uribe Turbay. El presidente Gustavo Petro exigió saber por qué esa mañana se había reducido el esquema de seguridad del senador. Pero muchos colombianos se fijaron en el año de nacimiento del agresor: 2010, mucho después del peor momento de la guerra civil. “¿No hemos aprendido nada?”, preguntó la columnista María Jimena Duzán en Semana.

Las cifras oficiales indican que 409 menores fueron reclutados por grupos armados en 2024, pero la Defensoría del Pueblo advierte que ese número es “un piso, no un techo”. Pandillas y disidencias guerrilleras valoran a los adolescentes: son baratos, obedientes y legalmente protegidos frente a penas de adultos. En el sistema juvenil, el máximo de internamiento es de ocho años. Según investigadores, los jefes criminales llevan esa aritmética anotada en una carpeta.

Semillas en tierra arrasada

Para entender por qué un niño cambia la adolescencia por unos billetes nuevos, hay que salir de Bogotá rumbo al occidente, hacia Cauca o Chocó, provincias donde las carreteras se disuelven en el barro y el Estado existe apenas en los carteles electorales. Cuarenta años de guerra de guerrillas inundaron estos valles de fusiles e historias de huérfanos; el acuerdo de paz de 2016 frenó a los ejércitos, pero no la economía subyacente. Criminólogos de la Universidad de Antioquia calculan que un “encargo” básico en el campo colombiano paga unos 300 dólares—más que un mes de trabajo en un cultivo de palma aceitera.

Los reclutadores ofrecen más que dinero. Prometen estatus, una moto y una vida más allá del banano. La era digital embellece la oferta. Un informe de la ONU (2025) acusó a las redes de trata de inundar TikTok con videos de adolescentes “sicarios” posando junto a tenis nuevos y pistolas 9mm. Los chats con GPS incrustado desaparecen tras leerse; cuando las autoridades triangulan un teléfono, el usuario ya ha regresado al barrio donde los sapos mueren rápido.

Escapar es peligroso. Hay desertores hallados en fosas poco profundas; quienes alcanzan albergues estatales enfrentan años de terapia financiada por un sistema social ya sobrecargado. La ministra de Justicia, Ángela María Buitrago, reveló recientemente un aumento de autolesiones en menores vinculadas al temor al reclutamiento forzado—niños que prefieren quitarse la vida antes que ser llevados a una guerra ajena.

Ecos de Medellín, 1989

Colombia ya ha escuchado estos gritos. A fines de los años ochenta, Pablo Escobar perfeccionó una línea de montaje de sicarios adolescentes llamada “Los suizos”, tan letales que se bromeaba con que sus vidas duraban como una navaja suiza. Un prodigio, John Jairo “Pinina” Arias, empezó a disparar a los quince y llegó a comandar el brazo militar de Escobar, orquestando el atentado al vuelo 203 de Avianca. Murió a los 29, demostrando que un niño puede cambiar los titulares de una nación.

Escobar ya no está, pero su manual circula en fotocopias. El presunto autor del atentado contra Uribe Turbay habría sido entrenado al menos seis meses por adultos, según los fiscales, aprendiendo cómo seguir a un objetivo entre multitudes, cuándo apretar el gatillo y hacia dónde huir. Los investigadores vinculan a esos entrenadores con traficantes de nivel medio cerca de la frontera ecuatoriana, evidencia de que las franquicias criminales viajan más rápido que las reformas judiciales.

¿Y por qué no simplemente endurecer las penas juveniles? La senadora María José Pizarro, cuyo padre fue asesinado por otro sicario adolescente en 1990, dice que el verdadero poder está más arriba en la cadena. Ha redactado un proyecto de ley para duplicar las penas a los adultos que contraten menores—tratando la práctica como una forma de trata de personas. “Encerrar a los niños por más tiempo es perder el punto”, dijo a El Espectador. “Ellos son soldados desechables. Hay que sacar a los generales del campo”.

Hacia una infancia digna de ser vivida

Arreglar el flujo que alimenta la economía del asesinato en Colombia exige más que leyes duras: requiere alternativas. En la Comuna 13 de Medellín, el colectivo Casa Kolacho convierte potenciales gatilleros en artistas del grafiti, que ahora pintan los mismos muros donde antes se ocultaban francotiradores. Un estudio de la Universidad de los Andes (2024) reveló que los egresados del programa tienen un 60 % menos de probabilidades de aceptar ofertas de pandillas.

Pese a los huecos presupuestales, la Agencia Nacional de Reincorporación y Normalización ha duplicado los estipendios para excombatientes menores que terminen estudios técnicos. Aun así, la mayoría de la ayuda internacional sigue destinada a comunidades afectadas por el conflicto con las FARC, dejando a los jóvenes atrapados en los nuevos corredores de cocaína con pocas redes de apoyo.

Psicólogos insisten en que la fórmula es simple pero costosa: escolaridad estable, espacios seguros de recreación, terapia para el trauma y empleos que superen las ofertas del narco. Economistas del gobierno afirman que redirigir apenas el cinco por ciento de las regalías petroleras a programas juveniles rurales alcanzaría para cubrir esos costos. Lo que falta es voluntad política.

Mientras tanto, el senador Uribe Turbay sigue en cuidados intensivos, y un adolescente de quince años espera juicio en un centro de menores. “La pregunta nunca ha sido si los niños pueden matar”, escribió Arturo Wallace, de la BBC. “La historia respondió eso hace décadas. La pregunta es si los adultos pueden ofrecerles algo mejor por lo cual vivir”.

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Colombia enfrenta hoy de nuevo esa pregunta. Cada bala disparada por un niño va más allá del blanco: rebota en la conciencia nacional. Si el país puede detener esos ecos—o al menos amortiguar su retorno—dependerá de cuánto esté dispuesto a invertir en su próxima generación antes de que lo hagan otros.

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