ANÁLISIS

Uruguay coquetea con el bukelismo mientras defiende su frágil alma democrática

Ante el aumento del temor al crimen, Uruguay sopesa una política de seguridad al estilo Nayib Bukele, poniendo a prueba si una orgullosa democracia de izquierda puede enfrentar a las pandillas, redes de narcotráfico y las lecciones duramente aprendidas de la región sobre dictadura y violencia estatal, sin sacrificar hoy las libertades civiles y el debido proceso.

Un presidente de izquierda menciona a Bukele

Cuando Yamandú Orsi, el nuevo presidente de izquierda de Uruguay, dijo: “Tenemos que hablar de seguridad, y creo que el ejemplo es Bukele… Es un ejemplo de un proceso que debe ser analizado”, el impacto fue más rápido que cualquier comunicado oficial. El comentario resonó mucho más allá de los cafés de Montevideo y los debates en WhatsApp, tocando una fibra sensible en un país que se enorgullece de ser el alumno tranquilo en un vecindario ruidoso. Uruguay es uno de solo dos “democracias plenas” en América Latina según el Índice de Democracia de Economist Intelligence Unit, y mantiene viva la memoria de la dictadura que terminó en los años ochenta. Invocar al hombre fuerte de El Salvador nunca iba a ser neutral.

La referencia dejó en evidencia hasta dónde ha llegado el atractivo del modelo de encarcelamiento masivo de Bukele, desde los barrios asolados por pandillas de San Salvador hasta una pequeña república sudamericana que durante mucho tiempo se ha promocionado como segura, igualitaria y sólidamente institucional. Académicos que escriben en Latin American Politics and Society y el Journal of Democracy han descrito a Uruguay como un “caso crítico” para la resiliencia democrática: partidos fuertes, libertades civiles robustas y un Estado relativamente confiable. Precisamente por esa reputación, las palabras de Orsi se convirtieron en una señal de alarma. Si incluso la izquierda uruguaya se siente obligada a mirar de reojo a Bukele, el debate regional sobre el crimen ha entrado en una nueva fase.

Antes de ese comentario, Orsi había admitido que la izquierda latinoamericana a menudo tropezaba al abordar la seguridad, prefiriendo un lenguaje más suave sobre la “convivencia” para evitar ser tildada de “reaccionaria”. Ahora insiste en que esos tabúes están desapareciendo, abriendo espacio para políticas más firmes. La derecha aprovechó sus declaraciones, algunos celebrando la aparente conversión, otros acusando al gobierno de carecer de una visión coherente. Dentro de la administración, Alejandro Sánchez, secretario de la presidencia, intentó recentrar el debate enfatizando que “la población tiene un problema de seguridad, y debe abordarse desde la democracia”. Orsi luego aclaró que el modelo Bukele “es imposible e inaceptable” en Uruguay, pero para entonces la frase ya había cumplido su función.

Yamandú Orsi, presidente de Uruguay. EFE

El miedo al crimen reconfigura el mapa político uruguayo

Detrás de la tormenta retórica hay una ciudadanía que, en pocas palabras, está cansada. La tasa de criminalidad de Uruguay sigue por debajo de la mayoría de los promedios regionales, algo señalado repetidamente en la Latin American Research Review, pero la percepción pública va en sentido contrario. El emergente ecosistema de cárteles del país se ha vuelto más transnacional, integrándose en los corredores de droga del Cono Sur descritos por analistas en Trends in Organized Crime. Cada nuevo decomiso en una frontera o aeropuerto solo refuerza la sensación de que fuerzas mayores se expanden silenciosamente en las sombras.

En las calles, los uruguayos comunes dicen que la vida se siente más precaria: más personas sin hogar visibles, más hurtos, más consumo de drogas a la vista, y más actos de violencia dispersos pero espectaculares. El momento más alarmante llegó con el ataque a tiros y con granada contra la casa de la fiscal general Mónica Ferrero a fines de septiembre. Este ataque parecía sacado de historias de seguridad más sombrías en Ecuador o Honduras. Para una sociedad que durante mucho tiempo se ha visto a sí misma como tranquila y ordenada, fue un recordatorio impactante de que el éxito pasado no ofrece protección. Investigaciones sobre populismo penal en Punishment & Society muestran cómo estos ataques simbólicos pueden intensificar rápidamente la demanda pública de medidas rápidas y contundentes.

Las encuestas reflejan el ánimo: el 49% de los uruguayos identifica ahora el crimen como el problema más urgente del país, muy por delante del desempleo con un 29%. Aunque ha bajado desde un pico del 64% en agosto de 2024, la cifra ha vuelto a subir, y las evaluaciones sobre el desempeño del gobierno en seguridad han empeorado. La aprobación de Orsi ha caído del 41% en abril al 36%, una trayectoria preocupante en una región donde los gobiernos pueden desmoronarse tras una sola crisis de seguridad.

El atractivo de la mano dura es evidente en la opinión pública. Según Latinobarómetro, la visión favorable de Bukele en Uruguay saltó del 15,6% en 2023 al 34,4% en 2024. Esto no significa un respaldo total a las detenciones masivas, pero refleja admiración por un líder percibido como eficaz. Al mismo tiempo, la confianza en los partidos y parlamentos se debilita en toda América Latina, mientras aumenta la tolerancia hacia líderes que “doblan las reglas”. Esa es la marea que Orsi lucha por contener.

A nivel regional, el contexto también gira hacia la derecha. En Chile y Costa Rica, candidatos conservadores con agendas centradas en el crimen son protagonistas en las próximas elecciones. En Sudamérica hispanohablante, Uruguay pronto podría quedar solo como el único gobierno de tendencia izquierdista. Mientras tanto, Estados Unidos está reorientando aspectos de su política exterior hacia la lucha contra el crimen organizado y el desafío a regímenes autoritarios de izquierda como Venezuela y Cuba. Para una pequeña democracia abierta liderada por la izquierda, equilibrar principios y realidad política será una tarea delicada.

Palacio Legislativo en Montevideo, Uruguay. EFE

Diseñar seguridad que defienda la democracia, no que la socave

En este contexto, Orsi intenta construir algo que aún no existe del todo en la región: un modelo de seguridad que pueda reducir el crimen sin dañar las instituciones. Su gobierno trabaja en un Plan Nacional de Seguridad Pública, que se espera lanzar en marzo de 2026. Más que una política emblemática única, se concibe como una estrategia de gobierno integral, apoyada por organismos multilaterales, que combina una aplicación enérgica de la ley con intervenciones dirigidas a la exclusión social y la desigualdad territorial. Este enfoque dual coincide con hallazgos del Journal of Latin American Studies, que muestran que las estrategias basadas solo en la represión ofrecen avances rápidos pero frágiles, a menos que se refuercen con políticas sociales y reforma judicial.

El desempeño futuro del plan pondrá a prueba la democracia uruguaya. Debe demostrar que un sistema comprometido con el debido proceso y las libertades civiles puede aún satisfacer a una ciudadanía desesperada por seguridad. La cooperación de los partidos de oposición será esencial, incluso cuando la polarización aumente. La ventaja de Uruguay radica en su fortaleza institucional: un sistema de partidos estable y una sociedad civil activa. Movimientos sociales, sindicatos y organizaciones barriales, actores destacados frecuentemente en la Latin American Research Review, funcionan como límites ante los excesos, pero también como puntos de presión que exigen resultados más rápidos.

En esta tensión entre urgencia y contención reside el drama del primer mandato de Orsi. Paciencia es lo que pide a los votantes, pero los noticieros y las redes sociales premian la acción audaz y visible. El desafío es claro: si el plan de marzo de 2026 no logra mejoras medibles, la ciudadanía podría inclinarse aún más hacia la política de seguridad de puño de hierro.

Si Uruguay tiene éxito, podría convertirse en uno de los pocos países capaces de demostrar que la seguridad y los derechos pueden defenderse juntos. Si fracasa, la próxima ola de mano dura podría llegar no como una advertencia desde el exterior, sino como una exigencia interna, impulsada por la desilusión y la legitimidad de la esperanza defraudada.

*Adaptado del análisis original de Nicolás Saldías, publicado en Americas Quarterly

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