AMÉRICAS

Voces latinoamericanas desafiando la cacería migratoria siguen inundando Los Ángeles

Los helicópteros retumban sobre Los Ángeles mientras tropas de la Guardia Nacional patrullan el centro, pero los migrantes latinoamericanos y sus aliados se niegan a desaparecer. A medida que los agentes federales amplían una redada que ya lleva un mes, los vecindarios responden con cacerolas y un solo coro: “Aquí seguimos”.


Antes del amanecer, llega el golpe en la puerta

A las 4:37 a.m., el silencio de la plaza principal de Whittier se rompe. SUV sin distintivos se deslizan hacia el estacionamiento del Ayuntamiento; hombres con chaquetas azul marino se apresuran a bajar, radios crepitando, las muñecas llenas de bridas de plástico. María López, que limpia oficinas cercanas, graba a través de una ventana agrietada: uno por uno, cocineros, carpinteros y jardineros—gente que conoce por su nombre—son llevados hacia camionetas con vidrios polarizados. Sin advertencia Miranda, sin explicación. “El silencio”, le dirá después a EFE, “era más fuerte que cualquier sirena”.

Para la hora del desayuno, los rumores corren más rápido que el tráfico en la autopista 5. Un memorando filtrado—confirmado por la congresista Nanette Barragán a CNN—dice que equipos de ICE peinarán el condado de Los Ángeles durante treinta días seguidos, con respaldo de Aduanas y Protección Fronteriza y dos mil soldados de la Guardia Nacional desplegados por orden de emergencia del presidente Donald Trump. La orden, tajante, hace retroceder a los californianos a las redadas brutales de 2018, pero esta vez en una escala nunca antes vista.

El condado alberga a un estimado de un millón de personas sin estatus migratorio, muchas de las cuales están entretejidas en cada industria, desde la fresa hasta los sets de filmación. La fase del lunes se diferencia de las órdenes judiciales del viernes en fábricas: esta vez, los agentes reclaman la acera como jurisdicción. Afuera de un Home Depot en Commerce, el organizador de jornaleros Luis Hernández transmite en vivo cómo interrogan a tres hombres mientras toman café. “Están pidiendo papeles como si estuviéramos en los setenta”, murmura, con la cámara temblando. Su transmisión se vuelve viral antes del mediodía; para el anochecer ya ha llegado a un millón de pantallas.


Los teléfonos se vuelven sirenas; las cocinas, cuarteles generales

Si bien las redadas se ejecutan con precisión militar, la resistencia fluye como el agua, encontrando grietas. En pocas horas, se encienden cadenas de WhatsApp en español, mixteco, k’iche’ y zapoteco. Conductores voluntarios recorren los distritos textiles gritando una sola consigna: “¡No firmen nada!” En Boyle Heights, jóvenes programadores publican un mapa interactivo de avistamientos de detenciones que se actualiza cada cinco minutos. Cuando aparecen vehículos de ICE fuera de un depósito de tarimas, los vecinos abren las puertas traseras de sus casas para desviar a los trabajadores por los callejones hasta que las camionetas se marchan vacías.

La rapidez sorprende incluso a los activistas veteranos. Unión del Barrio antes dependía de faxes y pasajes de autobús; ahora, un clip borroso en celular desencadena una protesta relámpago en minutos. Las cacerolas resuenan en la Avenida Florence mientras padres—algunos con papeles, muchos sin ellos—mantienen a sus hijos en casa. En Instagram, abuelitas enseñan cómo esconder dinero en efectivo y medicamentos dentro de cajas de cereal, por si el próximo golpe en la puerta es el suyo.

A media tarde, madres empujan cochecitos hacia el Ayuntamiento, ondeando banderas pintadas a mano: el tricolor mexicano junto al celeste guatemalteco, el blanco salvadoreño y el rojo-azul haitiano. Una pancarta resume el sentir: “Cocino tu comida, limpio tu oficina y amo este país—¿por qué me deportas?” Los reporteros notan cómo los agentes del LAPD retroceden hacia la sombra del edificio a medida que la multitud crece, incómodos con hacer cumplir órdenes federales que la política local se niega a reconocer.


Choque en la capital: soberanía contra espectáculo

El gobernador Gavin Newsom está en Sacramento cuando los helicópteros comienzan a retumbar sobre el centro angelino. Publica un mensaje breve pero explosivo: “California no solicitó tropas. Washington está secuestrando a nuestras fuerzas del orden locales para proyectar miedo.” Insinúa retener miles de millones en impuestos federales recaudados por el estado si el despliegue continúa, una idea celebrada en Twitter y analizada por constitucionalistas antes del atardecer.

El presidente Trump responde con su estilo habitual: “Anarquistas ponen a prueba mi paciencia—la Guardia Nacional restaurará el orden”, tuitea, añadiendo una prohibición de máscaras en protestas. La medida tiene el efecto contrario: al caer la noche, miles se congregan en Pershing Square con coloridos pañuelos estampados con las palabras “Inténtalo”.

La alcaldesa de Los Ángeles, Karen Bass, aparece en televisión local prometiendo respetar las ordenanzas santuario, al tiempo que suplica a los residentes evitar confrontaciones. Pero no puede ignorar lo que se ve: Humvees bloqueando la entrada del centro de detención federal, soldados camuflados con rifles donde usualmente hay filas de pasajeros esperando el autobús. Analistas de Univisión lo califican como la mayor prueba en las relaciones California-Washington desde las batallas por la Proposición 187 en los años noventa.

EFE/ Ana Milena Varón

Gas lacrimógeno en la 101, demandas legales en camino

Al anochecer, una marcha improvisada invade la autopista 101. Familias en minivanes observan cómo manifestantes despliegan una pancarta que cubre todos los carriles: “Nosotros construimos América—No a las deportaciones.” Policías estatales lanzan gas lacrimógeno, y las nubes flotan sobre el tráfico detenido. Un video muestra a una niña abrazando una mochila de Pikachu, con lágrimas en las mejillas mientras su madre le presiona una camiseta mojada en los ojos. El clip aparece en los noticieros nocturnos, eclipsando los mensajes presidenciales.

El fiscal general de California, Rob Bonta, presenta una demanda de emergencia horas después, acusando a la administración de violar la Ley Posse Comitatus—que prohíbe el uso de militares como policías domésticos. Abogados de derechos civiles recopilan declaraciones juradas de residentes expuestos al gas o a quienes se les niega información sobre familiares detenidos. Los sindicatos realizan seminarios en línea por la noche para preparar a sus miembros ante posibles paros si ICE comienza redadas masivas en fábricas.

Voluntarios reparten tamales, pañales y teléfonos prepagados en santuarios improvisados—sótanos de iglesias, casitas en patios traseros y un gimnasio de boxeo transformado. Los distritos escolares envían mensajes en tres idiomas: los planteles son seguros; ICE necesita una orden judicial firmada para ingresar. Aun así, las ausencias escolares se disparan. “¿Cómo voy a mandar a mis hijos si hay soldados en la salida de la autopista?”, pregunta Rosa Martínez, trabajadora de guardería entrevistada por EFE.

Ella no está sola en su miedo, pero la rebeldía se hace más fuerte. El miércoles, un grupo de mariachis se coloca frente a la oficina local de ICE, con trompetas sonando La Negra, mientras los activistas corean: “Aquí estamos, y no nos vamos.” Coroneles de la Guardia Nacional observan desde detrás de una reja metálica, sin saber si interpretar la música como provocación o como desfile cultural.


Después de que se apaguen las sirenas

Los planificadores federales hablan de una ventana de 30 días, pero la historia sugiere que las redadas forjan solidaridades que duran mucho más. La “Gran Marcha” de 2006 atrajo a medio millón de angelinos tras una ofensiva menos agresiva; la represión de la Proposición 187 dos décadas antes ayudó a convertir a California en bastión demócrata. Estrategas políticos murmuran que imágenes televisadas de soldados deteniendo jardineros podrían volcar distritos suburbanos contra el partido en el poder.

Para los migrantes, los cálculos son más inmediatos: esconderse, arriesgarse por víveres, decidir si se puede confiar en el autobús escolar. Beatriz Feliz, ciudadana naturalizada cuya madre cruzó sin papeles, lleva a su hijo de nueve años a cada marcha. “Tiene que ver cómo luchamos por nuestros vecinos”, le dice a EFE, con la voz ronca tras horas de liderar cánticos.

Nadie sabe si ICE agotará su lista antes de que los abogados enreden el caso en tribunales, o si la Guardia se retirará en la próxima conferencia de prensa de Newsom. Lo que sí está claro es que la primera oleada ya redibujó las líneas entre el poder estatal y federal, entre el miedo y la solidaridad. Los helicópteros siguen girando, pero también lo hacen los voluntarios que reparten burritos al amanecer a familias que temen salir de casa.

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Sobre el asfalto de Whittier, las camionetas oscuras pueden volver a rodar mañana, y las bisagras volverán a crujir al amanecer. Si lo hacen, las bocinas responderán, las cámaras se activarán, las ollas resonarán y un coro bilingüe se alzará por encima de los motores:
“Aquí seguimos. No nos van a borrar.” We are still here. They will not erase us.

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