CIENCIA Y TECNOLOGÍA

América Latina enfrenta peligros invisibles por tornados mientras Chile toma nota

Un tornado repentino atravesó Puerto Varas, en el sur de Chile, hiriendo a varios residentes y arrancando techos. Este ataque sorpresivo plantea una pregunta urgente: ¿Está América Latina sentada silenciosamente sobre un corredor de tornados que sus meteorólogos aún no han cartografiado?

El inesperado embate ciclónico de Chile

En un momento, el aire vespertino llevaba solo el aroma lejano de leña quemada; al siguiente, un estruendo como de tren de carga arrasó Puerto Varas. En segundos, un vórtice EF1 —que giraba a más de 140 kilómetros por hora— arrancó techos de aluminio como si fueran latas de sardinas, volcó camionetas y partió cables eléctricos que chispeaban sobre el pavimento mojado. Los vecinos salieron a un caleidoscopio de maderas esparcidas y luces policiales titilando.

Al amanecer, los equipos de emergencia habían contabilizado 250 viviendas dañadas, seis familias sin techo y más de 12.000 residentes enfrentando la oscuridad de un mundo sin electricidad. Los chilenos vieron las imágenes de dron con incredulidad. Los tornados, se decían, pertenecen a los noticieros de EE. UU., no al apacible distrito de los lagos enmarcado por volcanes nevados. Sin embargo, los recuerdos de mayo de 2019 —siete tornados en veinticuatro horas— volvieron como pesadillas inconclusas.

El presidente Gabriel Boric recurrió a las redes sociales para prometer ayuda. Los bomberos acordonaron calles llenas de latas retorcidas. Pero, entre el caos, una frase resonó más fuerte que las sirenas: “No lo vimos venir”.

Un rompecabezas climático lejos del Tornado Alley

Pregúntele a un meteorólogo por qué los tornados son comunes en Kansas y raros en Chile, y la respuesta empieza con la energía. Las clásicas oleadas de tornados en EE. UU. se forman cuando masas de aire altamente inestables —humedad abrasadora del Golfo colisionando con frío alpino— se mezclan bajo intensas cizalladuras del viento. Las tormentas chilenas, en cambio, suelen llegar como paquetes más fríos y tranquilos… al menos sobre el papel.

Sin embargo, un examen forense del brote chileno de 2019 reveló una receta sutil pero poderosa: inestabilidad moderada combinada con un gradiente de viento muy marcado a menos de dos kilómetros del suelo. Un poco de flotabilidad, una pizca de humedad andina y el giro adecuado en la corriente en chorro pueden hacer que una nube gire en espiral, incluso bajo condiciones moderadas. Huellas similares aparecieron tras el tornado mortal de Xanxerê, Brasil, en 2015, donde imágenes satelitales mostraron una supercélula completamente desarrollada moviéndose bajo cielos en apariencia insignificantes.

El patrón sugiere una verdad inquietante: el corredor subtropical de Sudamérica no necesita el calor extremo de EE. UU. para generar tornados violentos—solo la alineación perfecta de cizalladura, humedad y topografía.

EFE/EPA/ALLISON JOYCE

Complacencia, vacíos de datos y una amenaza invisible

Durante décadas, los manuales de emergencia en Chile se enfocaron en terremotos, tsunamis y cenizas volcánicas. La preparación para tornados rara vez figuraba entre las prioridades. No es de extrañar: antes de 2019, los archivos oficiales registraban menos de una docena de tornados confirmados en todo un siglo. Sin embargo, la escasa documentación puede ser un reflejo engañoso. Sin encuestas estandarizadas, innumerables trombas que destrozan graneros remotos jamás llegan a registrarse.

El resultado es una peligrosa brecha de percepción. Los ingenieros diseñan normas de construcción pensando en sismos, no en tornados. Los planificadores municipales trazan rutas de evacuación por inundaciones pero omiten las directrices para refugios seguros. Las familias memorizan simulacros sísmicos pero se encogen de hombros cuando el cielo se oscurece a mediodía. Que algo sea raro no lo hace imposible —Puerto Varas lo ha demostrado dos veces en cinco años.

Los investigadores que recopilan bases de datos sobre tormentas en América Latina enfrentan un obstáculo persistente: los videos de testigos desaparecen en noticieros locales, los relevamientos de daños no salen del perímetro urbano y las estaciones meteorológicas con presupuesto limitado no cuentan con radares Doppler para confirmar la rotación. Sin datos complejos, los gobiernos tienen dificultades para justificar inversiones en sistemas de sirenas o refugios comunitarios reforzados.

Fijar un blanco en movimiento

Mientras las motosierras zumban entre los pinos caídos de Puerto Varas, científicos y responsables de protección civil delinean un nuevo plan de batalla. Primer paso: ampliar la mirada. El servicio meteorológico nacional de Chile está expandiendo su red de radares hacia el sur, en busca de las firmas de viento a pequeña escala que delatan la formación de un tornado. Algoritmos satelitales pronto identificarán células de tormenta sospechosas y enviarán alertas a los celulares de los gestores de emergencia minutos—no horas—antes de que toquen tierra.

Luego, viene la construcción de resiliencia. Ingenieros municipales evalúan incorporar sujetadores de huracanes en los techos de las provincias más propensas a tornados. Un anteproyecto legislativo propone establecer zonas seguras obligatorias en las escuelas, al estilo de los refugios antisísmicos ya comunes en el norte. Las aseguradoras, percibiendo un nuevo riesgo actuarial, empiezan a recalcular las primas para pueblos costeros que alguna vez se vendieron como libres de tornados.

La educación podría ser la defensa más poderosa. Tras el brote de 2019, niños en Los Ángeles, Chile, practicaron un nuevo simulacro: agacharse, proteger la cabeza y esperar la señal de seguridad. Los adultos mayores, que antes se burlaban de esos ensayos, vieron las imágenes de Puerto Varas y admitieron en silencio que los niños quizá tenían razón.

La historia no escrita del tornado latinoamericano

Si ampliamos el enfoque, el drama crece. En el norte de Argentina, agricultores relatan remolinos inesperados que lanzan silos de grano por los campos de soja. En el centro de Colombia, los habitantes de Soledad dibujan las huellas de mini tornados por barrios densamente poblados—espirales demasiado pequeñas para los satélites pero lo bastante potentes para arrancar techos de zinc y volcar carritos de venta ambulante. Cada anécdota es una pieza del rompecabezas, que sugiere la existencia de una franja de tormentas oculta que va desde los fiordos del Pacífico hasta la costa caribeña.

La tecnología de alerta temprana avanza, pero también lo hacen los cambios climáticos que alteran las expectativas. Océanos más cálidos liberan más humedad atmosférica, mientras que la deforestación modifica los patrones de viento locales. Los científicos advierten que los mismos ingredientes que fomentan inundaciones repentinas y olas de calor podrían estar aumentando las probabilidades de tornados en lugares que antes nunca miraron con preocupación al cielo.

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Puerto Varas podría no ser una excepción, sino una advertencia. Sus techos destrozados lanzan un mensaje tan claro como el embudo que los desgarró: Sudamérica debe escribir su manual de tornados antes de que suene la próxima sirena. Porque el cielo no consulta mapas de riesgo—y porque, en algún lugar tras el horizonte, otra tormenta modesta podría ya estar torciéndose hacia la historia.

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